Iniciada por los holandeses la lucha por su independencia mediado el siglo XVI, a finales del mismo la separación de las llamadas provincias del Norte era ya un hecho. A las pequeñas distancias de carácter técnico que hasta entonces habían diferenciado a los pintores holandeses de los flamencos, se sumó una frontera que fue campo de batalla hasta que se alcanzó la independencia de Holanda en 1648.
El problema de la luz, que siempre interesó a los maestros de las provincias del norte, era a comienzos del siglo XVII una obsesión, prácticamente, en todos los talleres europeos, pero para aquellos no era una tendencia pasajera, como para los italianos, sino un tema constante. A veces, la luz violenta y dramática iluminaba el centro de las composiciones; otras veces, la luz clara se adentraba, por amplios ventanales, en tranquilas salas, y en otras ocasiones el efecto sobre el paisaje de los planos de luz y de sombra era lo más interesante de cielos salpicados de nubes.
El abandono del catolicismo también tuvo claras consecuencias en la escuela holandesa. El número de pinturas religiosas disminuyó notablemente, las de santos desaparecieron por completo y eran pocos los artistas que pintaron historias de la vida de Jesús. Siendo también escasas, eran algo más frecuentes las representaciones de temas del Antiguo Testamento.
La pintura de carácter profano comenzó a adquirir una relevancia extraordinaria. El holandés, enamorado de sus casas pequeñas y relucientes y de sus tierras conquistadas al mar, pobladas de ganado y flores, encuentra en todos esos temas que le proporcionan los escenarios de su vida diaria la compensación del vacío dejado por la pintura religiosa. Los patronos de los pintores eran la burguesía, deseosa de decorar con pequeños cuadros sus viviendas, y las corporaciones, gustosas de hacer lo propio en sus salas de reunión, pero en su caso con grandes retratos de grupo de sus miembros más destacados. Los géneros preferidos eran, por tanto, la pintura de interior, el paisaje, los bodegones, las flores, la marina y el retrato, con la modalidad muy holandesa del retrato de grupo.
Frans Hals (1584-1666) fue la primera gran figura de la escuela holandesa en su etapa barroca. No fue un autor de grandes preocupaciones intelectuales, y el tiempo que no invertía en pintar lo dedicaba a la buena vida y la diversión (quizá sí fuera un sabio). El hecho es que, cuando su estilo dejó de ser tendencia, murió recogido en una residencia de ancianos. Una de las varias sociedades de las que formó parte se llamaba El amor sobre todo.
Pintor de gran capacidad y virtuosismo técnico, reemplazó el suave modelado renacentista por campos de valientes pinceladas que, aplicadas con gran desenfado y soltura, crean en la retina del espectador superficies rebosantes de color y vida.
Hals es, además, el verdadero creador del retrato de grupo de corporaciones, un género que tenía precedentes en el siglo XVI, pero entonces se trataba más bien de reuniones de personajes silenciosos, quietos y monótonamente yuxtapuestos. Nuestro artista los hace abandonar su mutismo, moverse y charlar unos con otros.
En 1616 pinta ya, en torno a una mesa y en conversación animada, a los oficiales de los Arcabuceros de San Jorge del Museo de Harlem; otras veces los presentó desfilando. Su genial serie de retratos corporativos la continuó con Arcabuceros de San Adrián (1633) y, años después, con sus retratos de corporaciones benéficas, donde las galas polícromas de los militares son sustituidas por sobria indumentaria civil en blanco y negro. Las actitudes son más reposadas, el colorido más sobrio, y la técnica, más sabia.
Los Patronos del Hospital de Santa Isabel (1641) es una de las obras fundamentales de este momento de plenitud, pero su temperamento poderoso aún triunfaba sobre los fallos de su pulso en los retratos de los regentes y las regentes de esta institución que realizó superados sus ochenta, cuando ya se encontraba en el hospicio donde moriría.
Además de estos grandes retratos grupales, Hals nos dejó también magníficos ejemplos de retratos individuales, pletóricos de vida y de actitudes espléndidas, como el de Van Heythuysen, con su aire desafiante. Con ellos se relacionan Bohemia, Bruja de Harlem e Hille Bobbe, del Museo de Berlín, donde el bien feo modelo parece lanzar un grito ensordecedor, conectando con la pintura de género.
La intensidad expresiva y el desenfado de los retratos de Hals eran demasiado personales para que pudieran ser asimilados fácilmente por la escuela holandesa. Además, la mayor parte de la burguesía prefería verse representada en actitudes más comedidas y reposadas. Bartolomé van der Helst, reverso de la medalla de Hals, todo distinción y frialdad, es quien mejor supo interpretar ese deseo, realizando réplicas mudas de las violentas actitudes de aquel. También cultivó el retrato de grupo.