El rebobinador

Francisco de Goya: historias, retratos, grabados

Cuando tocaba a su término la primera mitad del siglo XVIII, no demasiado fecunda para la pintura en España, nació en Fuendetodos (Zaragoza) Francisco de Goya, hijo de un dorador. Comenzó sus estudios en esa ciudad, Zaragoza, con el pintor José Luzán, que había sido discípulo en Nápoles de Lucas Jordán, pero a sus diecisiete años ya se encontraba en Madrid, donde continuó su aprendizaje, intentando triunfar (sin suerte) en los concursos de la Academia de San Fernando.

Visitó en su juventud Italia y la Academia de Parma le concedió un segundo premio por Aníbal vencedor, que por primera vez miró Italia desde los Alpes, durante mucho tiempo desaparecida y presentada como obra goyesca en 1994. De nuevo en Zaragoza, en 1771, recibió su primer encargo conocido: la pintura de la bóveda del coreto del Pilar y, cuatro años después, su boda con Josefa Bayeu, hermana de Francisco Bayeu, le facilitó establecerse en la corte, donde entró a formar parte del grupo de pintores de cartones para la Real Fábrica de Tapices. Iba a cumplir treinta años.

Pese a que sus primeros tapices no dan idea de su producción posterior, la celebridad de Goya iba creciendo. En 1780 se le encomendó otra bóveda en el Pilar de Zaragoza y, en esos mismos años, trabajó también en Madrid para San Francisco el Grande. Pero donde cosechó más admiradores fue entre la aristocracia y en la propia corte: gracias a sus dotes como retratista, se le abrieron las puertas de las casas de Osuna y Alba. Pasó algunos días con el infante don Luis, retratando a su familia, y ante él posó el mismo Carlos III. Fue nombrado pintor del rey y, ocupando ya un puesto distinguido en la Academia de San Fernando, sus encargos se multiplicaron.

La muerte del monarca ilustrado no lo perjudicó y la penúltima década del XVIII fue seguramente la más optimista y próspera de la vida de Goya; él mismo confesó no aspirar a más. Era la etapa de sus alegres tapices y de sus primeros retratos de las damas de la corte.

Pero, poco antes de 1790, sufrió una enfermedad que dejó huella en su vida y su arte. Al quedarse sordo, su espíritu se concentró en sí mismo, manifestando una imaginación inaudita hasta entonces. Ya no contemplaba su entorno desde el enfoque optimista de los tapices, se hizo consciente de numerosos defectos sociales y descubrió y representó los aspectos grotescos que descubría en los usos y costumbres de su tiempo en escenas que no podían ser pintadas para su antigua clientela, pero que le proporcionaban el placer de la creación sin trabas. En aquellos años produjo los Caprichos, en los que nos descubre esa nueva faceta que, alternándola junto a otras más amables, continuó inspirándole hasta el fin de su vida.

Siguió retratando Goya a los reyes y a los principales personajes de la corte (en 1799 se le nombró primer pintor de cámara) y también pintando composiciones como los frescos de San Antonio de la Florida, donde ese mundo de los Caprichos no tenía cabida.

La invasión napoleónica causó en él, como en todos sus contemporáneos, días amargos, y presenció el artista escenas de horror y sangre. Lo importante de aquella etapa de su trayectoria, en lo artístico, fue el reflejo de la ruina, la crueldad y el dolor: su veta pesimista, despertada por la sordera y el aislamiento, le hace dibujar escenas de lo que ve, lo que le cuentan o lo que imagina. Ese es el germen de sus Desastres.

Restaurado en su trono Fernando VII, Goya se mantuvo como pintor de cámara. Es entonces cuando da forma definitiva a sus escenas de guerra, pero sigue pintando retratos, dibujando escenas de toros que grabó en su serie de La Tauromaquia y, sobre todo, renueva su técnica pictórica. Viudo desde poco antes de cumplir los setenta y cinco, hacia 1820 sufre otra enfermedad que su naturaleza poderosa vence. Su vida afectiva se centra en su nieto Mariano y en la niña Rosario Weiss, hija de la mujer que está a su cuidado. Vivía al otro lado del Manzanares, en la llamada Quinta del Sordo, y en sus paredes llevó a cabo las pinturas negras, donde volcó sus pensamientos más oscuros o exaltados. El absolutismo fernandino que siguió al breve periodo constitucional de 1820 a 1823 despertó temores en el pintor, que se sentía más atraído por los nuevos que por los viejos tiempos y, con permiso del rey, marcha a Francia y se establece en Burdeos, donde frecuenta la amistad de refugiados españoles y de Moratín. Allí murió.

No fue un artista precoz, pero su arte y su técnica no dejaron de avanzar a lo largo de su nada corta vida. Pintor esencialmente colorista, desoyó los postulados del neoclasicismo y, partiendo del rococó, ejercería una influencia decisiva en la pintura decimonónica. Las etapas de esa evolución no son fáciles de distinguir.

Francisco de Goya. La cometa, 1787-1788. Madrid, Museo Nacional del Prado
Francisco de Goya. La cometa, 1787-1788. Madrid, Museo Nacional del Prado

La serie de los tapices, pese a las diferencias entre los más antiguos y los últimos, muestra cómo en su juventud su arte de componer se fue haciendo cada vez más sabio y cómo su colorido, al principio terroso, se fue aclarando y llenando de luz. En los últimos años del siglo XVIII descubrió la belleza de los grises, compatible con su progresivo entusiasmo por los rojos y las coloraciones intensas, y sobre todo abandona la técnica terminada a lo Mengs y se entrega a la factura suelta de la tradición barroca, cada vez más sumaria, factura que refleja la rapidez de su ejecución.

Entrado el siglo XIX, el negro va ganando terreno en su paleta y con él pinta las grandes composiciones de la Quinta del Sordo; además, desempeña un papel fundamental en sus retratos.

HISTORIAS, RETRATOS Y GRABADOS

A la hora de abordar su obra, la dividiremos en historias, retratos y grabados. Respecto a las primeras, su gran empresa fue la serie de cartones para tapices, en la que trabajó durante unos quince años. Los temas representados son en su mayoría escenas populares del Madrid alegre de fines del siglo XVIII y sus trajes de colores claros en verbenas y romerías, antes de la Guerra de la Independencia. Goya se identifica con ese ambiente y crea un mundo de chisperos que ocultan su rostro en el embozo de la capa y de majas que beben, bailan y se divierten. Varios de los tapices menores están dedicados a los juegos de niños; entre los más antiguos se encuentran Baile en San Antonio de la Florida y La cometa (1777). Alcanza la mayor perfección hacia 1790: Los zancos, algo posterior a esa fecha, es una de sus composiciones más claras y naturales.

En La gallina ciega, La florista, La primavera, El otoño, El columpio o El pelele, la gracia y ligereza del rococó produce, en manos de Goya, algunas de sus obras más encantadoras. Para un gran tapiz que no llegó a hacerse realizó el bellísimo diseño de La pradera de san Isidro.

Francisco de Goya. La nevada, o El Invierno, 1786. Madrid, Museo Nacional del Prado
Francisco de Goya. La nevada, o El Invierno, 1786. Madrid, Museo Nacional del Prado

Seguramente animado por el mismo estilo dieciochesco de los cartones, pintó Goya las Majas vestida y desnuda (la primera, de factura muy suelta, y la segunda más precisa). En La maja del balcón, la figura de la celestina, que se dibuja en la sombra, descubre cómo el pesimismo ha hecho mella en su alegría primera.

Francisco de Goya. El dos de mayo de 1808 en Madrid, 1814. Museo Nacional del Prado
Francisco de Goya. El dos de mayo de 1808 en Madrid, 1814. Museo Nacional del Prado

Sus notas críticas se fueron haciendo más hondas en sus pinturas de carácter profano, y a las escenas de los cartones suceden La casa de los locos o Los disciplinantes, ya sin rastro de optimismo. La guerra no inspira solo al Goya grabador, también le hizo crear dos de sus obras maestras: El dos de mayo y Los fusilamientos, donde la violencia de la lucha y la rebeldía ante la muerte inmediata aparecen con una verdad y una intensidad expresiva apenas imaginable en el autor de La gallina ciega.

Al pasar al mundo del capricho y de la fantasía, siente especial atracción por la brujería, a la que dedica algunas pequeñas pinturas (y la decoración de su casa). Aunque lo religioso ocupa un segundo plano en el conjunto de la producción goyesca, es género que cultiva en alguna ocasión. A la época de los cartones corresponden las citadas bóvedas del Pilar de Zaragoza, la del coreto (1782) y una de las cúpulas dedicada a la Reina de los mártires (1780), manteniéndose dentro del estilo imperante en la corte, aunque en la última se aprecian sus avances en los cartones.

A esa época juvenil pertenecen asimismo las pinturas de la Cartuja del Aula Dei, muy inspiradas en estampas. En la década siguiente realizaría varias obras de carácter religioso, como La predicación de san Bernardino (1784), que, como parte de una serie de encargos para san Francisco el Grande, hechos a los mejores pintores de su tiempo, significó para él una consagración.

Pero donde Goya creó una de sus obras maestras es en las bóvedas de San Antonio de la Florida, sobre la historia del santo. Cuando las realizó hacía dos décadas desde su última bóveda del Pilar y su larga serie de cartones había transformado el estilo del aragonés, centrándolo en torno a lo profano, que invade asimismo estas escenas, cuya técnica presenta sorprendente soltura. Con estas imágenes ofrecen evidente contraste algunas de sus últimas pinturas religiosas de caballete, como la Comunión de San José de Calasanz o la Oración del Huerto, de factura valiente.

Francisco de Goya. Maja y celestina al balcón,1810-1812. Colección Alicia Koplowitz-Grupo Omega Capital
rancisco de Goya. Maja y celestina al balcón,1810-1812. Colección Alicia Koplowitz-Grupo Omega Capital

Como retratista, Goya es de una sinceridad sorprendente y a veces despiadada. Pintó a sus modelos, habitualmente, con una penetración admirable, pero delatando también sus simpatías. Ocurre igualmente ante los reyes: mientras en los retratos de Carlos IV se advierte la limitación del monarca, en los de María Luisa pinta con fuerza lo picaresco de su espíritu. Los de Fernando VII descubren su escasa simpatía por el monarca absolutista y los rostros todos de La familia de Carlos IV reflejan el carácter de los retratados.

Lo femenino y la infancia tienen para Goya un particular atractivo. En su primera etapa vio la gracia femenina con una finura típicamente dieciochesca y algunos de sus retratos parecen figuras salidas de los cartones de sus tapices, como los de la familia del duque de Osuna, la duquesa de Alba o Tadea Arias. El de la condesa de Chinchón es una de sus obras maestras y el de doña Antonia de Zárate, de grandes ojos negros melancólicos, demuestra cómo sabe penetrar en el alma del modelo.

Como pintor de retratos de niños solo tiene parangón en la escuela inglesa, por la que pudo dejarse influir. Y su galería de retratos masculinos es numerosa; entre los primeros figura el de Jovellanos; después llegarían el del conde de Fernán Núñez, el marqués de san Adrián, Llorente, Juan de Villanueva

Francisco de Goya. Bernarda Tavira, hacia 1787-1788
Francisco de Goya. Bernarda Tavira, hacia 1787-1788

Por último, la personalidad artística de Goya quedaría incompleta sin su obra gráfica: es en ella donde contempla la realidad desde un ángulo crítico, pesimista o irónico, y donde llevó más lejos su imaginación. Los Caprichos, ejecutados al aguafuerte, ofrecen una serie de tipos cuyos rasgos, certeramente subrayados, intensifican su expresión.

El mundo de las brujas ocupa mucho espacio en ellos. En Los Desastres de la guerra, con sentido realista pero desde un plano muy general, desarrolla el asunto de los horrores de la contienda, a la bestia humana moviéndose sin freno. Pero su imaginación se manifiesta libremente en sus Disparates, donde lo monstruoso y la realidad deformada por la libre fantasía escalan alturas antes no alcanzadas.

Su última serie de estampas es la Tauromaquia. Recién descubierta la litografía, Goya la emplea en sus años finales.

Francisco de Goya. Disparate nº3. Disparate ridículo, 1864. Museo de Zaragoza
Francisco de Goya. Disparate nº3. Disparate ridículo, 1864. Museo de Zaragoza

 

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