Todas estas agradables comodidades que hacen de nuestras viviendas lugares deliciosos y encantadores no han sido inventadas más que en nuestros días, escribió el arquitecto Pierre Patte a comienzos del reinado de Luis XV, esto es, en las primeras décadas del siglo XVIII. En la nueva sociedad y los nuevos gustos de entonces ocupaba un lugar esencial la idea de lo confortable: fue entonces cuando se fijó la distribución de los apartamentos, distinguiéndose entre alcoba, salón, antecámara, pequeñas habitaciones (boudoir, cabinet de travail), hacia 1750 el comedor con sus muebles específicos y, en algunos casos, también el cuarto de baño.
El noble o el financiero que construye su casa ya no solo se preocupa de su edificio, sino también, y no secundariamente, de su decoración interior, a la que comienzan a dedicarse especialistas. Las paredes solían forrarse con paneles de madera, se cuidaba la disposición óptima de los cuadros, de lámparas, apliques o porcelanas; desde luego de muebles y de objetos artísticos… Esa heterogeneidad de elementos se fundían sabiamente para crear ambientes agradables o íntimos.
El mueble, por lo tanto, ocupa un lugar importante en las artes francesas del XVIII, lo que hizo decir al crítico Mario Praz, con ironía, que para ese monarca, Luis XV, su arco de triunfo era el baldaquino de una cama. Evidentemente aquella sociedad amaba la riqueza y el lujo, pero también la comodidad, por lo que inventó una amplia variedad de objetos mobiliarios que también pretenden ser confortables, útiles a su misión, hasta el punto de que aún perviven algunos de sus modelos.
El mueble ocupa un lugar importante en las artes francesas del XVIII, lo que hizo decir al crítico Mario Praz, con ironía, que para Luis XV su arco de triunfo era el baldaquino de una cama.
En los muebles de asiento se hizo una clara división entre los meublants, llamados también a la Reine, y los courants o en cabriolet; los primeros eran sillas de respaldo plano, dispuestas una junto a la otra y pegadas a la pared con una finalidad ornamental ante todo, por lo que sus motivos decorativos solían repetir los de las boiseries. Las otras eran sillas colocadas sin orden establecido en el centro de la habitación, que se cambiaban de sitio según las necesidades o el número de visitantes. En este último caso, al ser las que realmente se usaban, los respaldos eran curvos para adaptarse al cuerpo y ser más cómodas.
Partiendo de esa división, se inventaron muchos tipos adaptados a las diferentes exigencias. Los sillones grandes o bergères se convierten en de commodité para enfermos o en tête-à-tête o marquise para acoger a dos personas. La chaffeuse era una silla baja para calentarse junto a la chimenea, la chaise-longue permitía y permite estirar las piernas y se extienden los modelos de canapés o divanes; hasta se crea la voyeuse, con la parte alta del respaldo aplanado y acolchado, especialmente pensado para que se apoyaran los espectadores de un juego de salón sin molestar al jugador cómodamente sentado. El despacho tenía sus sillones, al igual que las toilettes y los sillones de affaires o percée, o bien el íntimo bidet, como el elegante en palo de rosa en el château de Bellevue de la Pompadour.
Antes del siglo XVIII, las mesas se limitaban a las apoyadas a las paredes o consoles y las recubiertas de tela; a principios de aquel siglo, estas se desnudan, demandando mayor atención, y surge el bureau plat, una mesa de escribir ligeramente rectangular, con cajones y patas curvadas. Para solventar la necesidad de guardar documentos surge, hacia 1730, el sécretaire en pente o á tombeau, mesa con cajones y una tapa abatible que, al abrirse, se apoya sobre unos tirantes de madera o metálicos.
Un paso más lo daríamos con el secrétaire a cylindre, cuya tapa ya no es abatible sino que se enrolla, como una persiana. El más célebre sería el que Oeben creó para Luis XV, terminado por su alumno Riesener en 1769: destaca por su complejo sistema mecánico de cierre.
Proliferan las pequeñas mesas: el bonheur du jour, mesita para escribir con un segundo cuerpo; para tomar café, de juego, de chevet o mesilla de noche, en chiffonnière… Algunas son a la Tronchin: por medio de una manivela hábilmente oculta pueden ponerse a la altura deseada para escribir. El summum de la fantasía entonces lo puso el curioso mueble de Pierre II Migeon, un tablero de ajedrez que se eleva para convertirse en pupitre de lectura y que oculta, además, un juego de chaquete y dos abanicos laterales para proteger de las corrientes de aire, mientras una manivela permite desenrollar un tapete para jugar a las cartas.
En la Regencia aparecería la cómoda con tablero de mesa y cajones en el frente llamada commode à la Regence; se consideró pesada y, ya en el mismo reinado de Luis XV, se aligeró, perdiendo un cajón y haciéndose más altas sus patas curvadas. También se alumbraron varios tipos de encoignures o mesas esquineras.
Hablando de camas, su variedad fue también extensa y fueron misión más de los carpinteros que de los ebanistas, además de cobrar gran importancia su tapicería. Fueron premisas favorables a esa diversidad una clientela refinada y con medios económicos y, también, la formación adecuada y tradición profesional de unos artesanos competentes. Existía en París una corporación de ebanistas que hacía respetar las normas de fabricación y, desde mediados de siglo, obligaba a firmar y estampillar obras.
El proceso de ejecución se regía por una estricta división del trabajo: los ebanistas se dedicaban a los muebles de lujo, y los carpinteros, a los más sencillos. Los primeros se limitaban a la parte lígnea; del resto se encargaban torneros, broncistas, doradores y escultores en madera, si era el caso. Había que contar igualmente con los tapiceros, no solo para los exteriores, también para los revestimientos interiores de los muebles que se forraban de seda o moaré. Quienes no tenían medios para contar con mobiliario de invierno y de verano se conformaban con cambiar de fundas y cojines.
Los encargos reales suponían una parte importante de la producción y guardaban relación con el Garde-Meuble del rey, con un intendente y una complicada administración, aunque el conjunto de servicios dependía de la Maison du Roi y, en último término, del director de los Edificios Reales.
La organización del trabajo entre los ebanistas era fundamentalmente familiar, por lo que, como ocurría entre los escultores, era habitual la formación de dinastías. Cuando en 1754 murió Charles-Joseph, el último de los Boulle, le sucedió Oeben, que ya trabajaba en su taller desde años antes y, al morir este, encontró continuador en Riesener (que, además, se casó con su viuda). Los extranjeros ocupaban, en esta actividad en Francia, puestos importantes: en la primera mitad del XVIII dominaban los flamencos (Lacroix, Risen Burgh); en la segunda, los alemanes (los citados Oeben, Riesener).
Salvo excepciones como la del mencionado Riesener, estos ebanistas ejecutaban los modelos creados por los diseñadores del cabinet du roi; fueron, por ejemplo, los hermanos Slodtz, escultores preeminentes, los que diseñaron varios modelos. Se publican asimismo colecciones de diseños (Pineau, Delafosse) e incluso influyen en ellos también artistas, como Meissonier u Oppenordt, no específicamente diseñadores de muebles.
En la Regencia, aunque no dejó de emplearse, fue perdiendo el favor el estilo Boulle de marquetería de concha y estaño y se difunden las maderas exóticas. El ebanista del Regente, Charles Cressent, adoptó el vocabulario general de aquel tiempo, con conchas, chinoiseries, arabescos al estilo de Watteau y sus maestros Gillot y Audran.
Con Luis XV las formas se aligeran aún más, se expande la decoración de rocalla y ganan terreno la asimetría y la curva. Hacia 1748-1750 llegó la moda de los muebles lacados, cuando los hermanos Martin pusieron a punto el barniz façon de Chine que lleva su nombre, y a Cressent, ya famoso en la Regencia, se podían añadir, entre otros nombres en esa estela, los de Antoine Gaudreaux, Pierre II Migeon, Jacques Dubois, los Cresson o los Van Risen Burgh.
A mitad de siglo se inició la reacción contra la rocalla, pero a los ebanistas les costaría volver a la línea recta. Durante varios años se mantuvo la misma decoración, aunque algo más contenida, asomando de vez en cuando algún motivo a la griega. El paso siguiente sería el estilo Luis XVI.