Katsushika Hokusai (Edo, 1760 – Tokio, 1849) no era un artista propenso a celebrarse; en una ocasión dejó escrito: Desde los seis años me gustaba copiar la forma de las cosas y, a partir de los cincuenta, mis cuadros se publicaban con frecuencia; pero hasta la edad de setenta años nada de lo que dibujé fue digno de mención.
Hablaba de una producción amplia que juzgaba duramente: había llevado a cabo doce volúmenes de manga (bocetos que podemos considerar precursores del cómic moderno), centenares o miles de ilustraciones xilográficas, pinturas de flora, fauna y figuras religiosas, dibujos, retratos de actores y cortesanas conforme al estilo ukiyo-e (imágenes del mundo flotante) y paisajes inspirados en los que le eran cercanos, pero bajo la influencia de los grabados holandeses.
Durante su larga vida permaneció vigente en Japón el edicto Sakoku que se había promulgado en 1635: implicaba que no podía viajarse al extranjero y que los europeos tampoco podían acceder a ese país, de modo que su conocimiento del arte exterior fue limitado; sin embargo, dada su curiosidad y su afán por investigar hizo lo posible por conocer el tipo de pintura que se desarrollaba fuera. A esos impulsos los acompañó el de la búsqueda de perfección; se dice que en su lecho de muerte pronunció las palabras Ojalá el cielo me conceda otros diez años… Solo cinco años más, entonces podría convertirme en un pintor de verdad.
En realidad bastante antes, en 1830 (cuando ya tenía setenta), se había embarcado en la realización de un conjunto de obras en las que trató de responder a su ambición de aunar lo divino (ten), lo humano (jin) y lo terrenal (chi). Entre ellas se encuentra La gran ola de Kanagawa, seguramente su composición más difundida en Occidente: representa una ola espumosa, entre fabulosa y amenazante, sin embargo el elemento fundamental de esta imagen, como del resto de piezas de esa serie, es el monte Fuji, que vemos al fondo. En torno a él giró la producción de este autor de 1830 a 1833.
Si revisamos su obra al completo, se trata, en realidad, de una presencia constante: en sus primeros libros lo encontramos de manera dispersa. En todo caso, donde más a fondo lo observó fue en el conjunto de sus Treinta y seis vistas del monte Fuji (realizó cuarenta y seis, finalmente), que supuso, además, su regreso al género del paisaje, tras cerca de diez años en los que no lo había cultivado, y un enorme avance en términos formales y estéticos en su andadura.
No tiene nada de extraño su fijación con este paraje: ocupa un lugar importante en la cultura nipona, es la montaña más alta de ese país y, desde la antigüedad, se le ha atribuido un carácter sagrado; incluso, se la ha considerado fuente de inmortalidad: uno de los relatos japoneses más antiguos, El cuento del cortador de bambú (cantar de Heike, una epopeya en prosa datada hacia los siglos IX o X), reza que en su cima una diosa almacena el elixir de la vida. También se lo representó en pergaminos del siglo XIII, lo veneran budistas, taoístas y sintoístas y es un motivo típico de las felicitaciones de año nuevo.
Atendiendo solo a su forma, es un monte peculiar: en la distancia se asemeja a un cono, pero sus lados no son iguales; esa asimetría ha sido relacionada con el gusto de aquella cultura por encontrar belleza en lo disímil. En verano recibe numerosos escaladores, no es difícil acceder a su parte alta; su peregrinación es habitual entre los japoneses y buscada entre los turistas (las clases altas emprendieron esa costumbre en los inicios del siglo XIX). En esa misma época se popularizaron las imágenes realistas de enclaves queridos; con anterioridad, los artistas trabajaban en este tipo de vistas a partir de composiciones más antiguas y sin salir de su estudio, imaginando o incluso basándose en lecturas.
No sabemos demasiado sobre los procedimientos de Hokusai en este caso, pero sí que esta serie, ideada para ser vendida a quienes hubieran estado en el Fuji, resulta demasiado precisa y detallada como para haberse realizado sin contemplar el lugar de forma directa, fuese a pie o desde un barco. Hay que tener en cuenta que Hokusai deseaba responder a los gustos del público y que disfrutó de etapas de gran éxito; es probable que fuera su editor, Eijudo, quien le encargara estas imágenes para satisfacer la demanda de obras con motivos japoneses; en ellas usó, además, el pigmento, entonces novedoso, llamado azul de Berlín o de Prusia, que aportaba matices en la tonalidad, dinamismo. Su nombre se explica porque se desarrolló en Alemania hacia 1706 y se importó a Japón a mediados del siglo XVIII; no se extendió demasiado, porque era caro, pero en la década de 1820 en China se replicó en una versión más barata que triunfó en Japón, entre artistas y clientes, sin faltar Hiroshige.
Regresando a la querencia de Hokusai por el Fuji, hay que tener en cuenta que él había nacido a las afueras de Tokio (cuando eran campo y esta ciudad se llamaba Edo) y que, aunque hoy es imposible contemplar el monte desde allí por culpa de los rascacielos -como las construcciones nos impiden dar con Santa Victoria desde el taller de Cézanne-, él si podría vislumbrar sus cumbres nevadas a pesar de la lejanía, como mostró en Croquis de la tienda Mitsui en la calle Suruga en Edo o Surugadai en Edo.
Además, en obras como Tormenta debajo del monte Fuji o Fuji rojo, lo presentó como fuerza elemental de la naturaleza que ve pasar horas y estaciones y telón de fondo de la vida cotidiana: observamos personas cohabitando en armonía con la eterna montaña.
Era costumbre entre los artistas japoneses de este momento variar su nombre en función de la etapa en que su evolución se encontrase y Hokusai empleó más de una treintena; después de esta serie, cuando apareció su continuación, Cien vistas del monte Fuji (eran ciento dos), comenzó a hacerse llamar Gakyo Rojin Mani, que quiere decir algo parecido a El viejo apasionado por pintar. Lo conocemos, en todo caso, como Hokusai, por la admiración que cosecharon aquellas treinta y seis vistas primeras dentro y fuera de Japón, pues dejaron testimonio de su aprecio por ellas Monet, Van Gogh o Rodin.
BIBLIOGRAFÍA
Travis Elborough. El viaje del artista. Blume, 2023
Rhiannon Paget. Hokusai. Taschen, 2023