Está de pie, lleva a cabo aparentes mediciones sobre un mapa portando en una mano un compás y, por un momento, interrumpe su labor, inclina su cuerpo hacia delante y fija su mirada perdida en algún punto que no podemos adivinar.
Esta obra de Vermeer, uno de esos pintores que no tuvo una vida especialmente novelística, que no dejó cartas y que, gracias a su sensibilidad, cautiva a un enorme público, es una de tantas pinturas elaboradas por artistas del norte de Europa que están dedicadas al tema del sabio, en este caso un geógrafo (él pintó también un astrónomo), rodeado de sus instrumentos de ciencia.
Es raro encontrar un protagonista masculino en los trabajos del artista de Delft, pues su producción gira en torno al universo de la mujer; de la mujer observada, entendida como objeto de atención del hombre, un punto de vista poco frecuente en la pintura europea del siglo XVII, en la que lo femenino se asocia fundamentalmente a la vida familiar y al cuidado de la infancia, y precisamente los niños están ausentes en las obras de Vermeer.
Pese a su intensidad, sus figuras femeninas se nos presentan en una especie de aislamiento incuestionable, en una soledad inabordable. Podríamos decir, casi, que en sus pinturas apreciamos el mundo a través de ellas, desde su mirada: puso al descubierto un aspecto que el naturalismo en su país había dejado prácticamente de lado, que por mucho que un creador estime lo real y trate de conquistarlo, nunca lo hará del todo suyo.
Volviendo a El geógrafo, se ha especulado mucho sobre la posibilidad de que Vermeer utilizara la cámara oscura, ese artilugio que se ha entendido como alternativa innovadora de los artistas holandeses a la llamada “imagen perspectiva” de los italianos para lograr una “imagen óptica”: una impresión visual más directa, propia de una cultura empirista que pone en valor la observación, menos construida. Consistía en una caja que, gracias a un sistema de lentes y espejos, proyectaba la imagen real sobre una superficie horizontal y plana que le permitía al pintor calcar las líneas generales de su motivo y obtener así una disposición exacta de volúmenes y masas.
Pues bien, algunas pistas indican que este artista, utilizara o no este dispositivo, sí trato de lograr sus efectos: mirad el tamaño relativamente grande y la importancia dada a los objetos que se nos presentan en primer término, como el tapiz, la banca de madera o incluso la mano izquierda del geógrafo; el desenfoque de los primeros planos en beneficio de los últimos, en los que los objetos parecen más precisos (es el caso del tapizado de la silla); la cuidada geometría del espacio o el pronunciado escorzo del brazo que sostiene el compás. Fijaos también en el formato casi cuadrado de la obra, característica que imponía la forma de la caja óptica holandesa, y en los pequeños halos circulares de luz difusa que se formarían alrededor de los reflejos desenfocados en la imagen de la cámara.
Grandes cartógrafos fueron holandeses, y su labor requería cierta experiencia en el ámbito de la representación, porque qué es un mapa sino un cuadro en sí mismo
Como otras escenas de la considerada etapa clásica de Vermeer (1660-1670), este geógrafo de 1669 se sitúa en el ángulo izquierdo de una estancia, con la pared de fondo definiendo con precisión un espacio ordenado. Transmite aislamiento, en parte por la barrera dada por la cortina y el mobiliario, que nos obliga a llevar nuestra mirada hacia el fondo bien iluminado, acentuándose así una ilusión de profundidad muy barroca, como lo es también el desequilibrio entre la mitad izquierda de la tela, que está ocupada por volúmenes escalonados de abajo arriba – el tapiz, pesado y móvil; el hombre con su bata, en el plano medio, y el armario con la esfera, detrás- mientras que el espacio derecho, más desahogado, ofrece un vacío dorado.
Ilumina el estudio una ventana de doble batiente cuyo perfil angular se repite, a modo de eco compositivo, en la forma de la mesa, del armario o del cuadro en la pared, dando lugar a una especie de armadura de líneas paralelas. Tanto la ventana incompleta de un lado como la silla y el cuadro de la pared, incompletos al otro extremo, abren la composición hacia fuera como si la escena fuese solo el fragmento suelto de una realidad que se prolonga más allá del marco. Podríamos pensar, quizá, que ese efecto guarda relación con la actitud abstraída y la mirada perdida del protagonista, que recorrería, quién sabe, algún territorio con su mente.
Más aún que otras telas de Vermeer, ésta supone una afirmación de los estrechos nexos entre la pintura y el desarrollo de la cartografía en la Holanda del XVII, aunque este aspecto es una constante en su producción: sus estancias aparecen frecuentemente adornadas de mapas y cartas marinas (ocurre, por ejemplo, en El soldado y la joven sonriente) y su Vista de Delft es también, en el fondo, la translación de un mapa a una pintura.
Grandes cartógrafos fueron holandeses, y su labor requería cierta experiencia en el ámbito de la representación, porque qué es un mapa sino un cuadro en sí mismo.
Una respuesta a “El geógrafo, uno de los pocos hombres de Vermeer”
Tomás Camacho
Sin duda el protagonista era Antony van Leeuwenhoek, el considerado padre de la microbiología y parasitología.