Edmund Burke se propuso, en su tratado De lo sublime y de lo bello, establecer cómo puede definirse la belleza distinguiéndola de lo sublime; explicó que por ella entendía la cualidad o cualidades de los cuerpos por las que estos causan amor o pasiones semejantes. Se refería a las características sensibles, para no hacer más complejo este asunto más de lo que consideraba abarcable, del mismo modo que quiso diferenciar el amor (considerando así la satisfacción que nos despierta cualquier cosa bella) del deseo o la lujuria, que implican una energía mental que nos empuja a la posesión de determinados objetos, o seres, que no nos afectan solo por ser bellos. Así, para Burke, la belleza y la pasión que causa, a la que llama amor, son distintas al deseo, aunque puedan llegar a confluir, pero es a este deseo, y no a los efectos de la belleza tal cual, al que podemos atribuir las pasiones violentas.
Recuerda el dublinés que se dice en ocasiones que la belleza consiste en la proporción de las partes, pero él no cree que este concepto tenga dependencia de esa noción: se relaciona la proporción con la conveniencia, al igual que toda idea de orden, y por eso la considera una criatura del entendimiento, no una causa primaria que opera sobre sentidos e imaginación. No encontramos que un objeto es bello después de contemplarlo largo tiempo, ni tras reflexionar a fondo sobre él, ni siquiera cuando lo deseamos por propia voluntad, sino de forma instantánea, del mismo modo que hacen mella en nuestra piel el frío o el calor; cálculo, geometría o medición serían, así, cuestiones ajenas a la idea de belleza y, en el caso de que la proporción pudiera considerarse como componente de ella, su poder habría de manifestarse mecánicamente y por fuerza de la costumbre.
Pone Burke como ejemplo a las flores, que se modelan y comban en infinita variedad de formas, como no es posible encontrar en un naranjo proporción entre la altura, la anchura o entre sus partes. En el mundo animal se acuerda del cisne, de cuello más largo que el resto del cuerpo y cola muy larga, o del pavo real, de cuello corto, cola más larga que este y que el resto del cuerpo junto; sin embargo, ambos son extremadamente bellos. Reconocer que disposiciones y formas muy distintas, incluso contrarias, son compatibles con la belleza equivaldría a conceder que no es necesaria la proporción, como tal, para que esta se de; afirma, por razones semejantes, que dicha proporción tampoco es la causa de la belleza en las especies humanas, porque puede encontrarse por igual en los cuerpos bellos y en los feos y en estatuas antiguas que no las respetan es posible hallar formas inmensamente agradables; termina por concluir que no es la medida, sino la manera, lo que crea toda belleza en lo que tiene que ver con la forma.
Señala, además, Burke que buena parte de las ideas que entiende equivocadas sobre el poder de la proporción tienen que ver con la consideración errónea de que la deformidad es opuesta a la belleza y, allí donde la primera se elimina, la segunda aparece de manera natural. Según el irlandés, lo deforme no se opone a lo bello, sino a la forma común y completa, y lo bello puede causarnos impacto (por su novedad) tanto como lo deforme mismo. En suma, el verdadero concepto opuesto de la belleza no es la desproporción o la deformidad, sino la fealdad; entre ambas habría un término medio en el que el mantenimiento de ciertas proporciones es común, pero estas no tienen efecto sobre las pasiones.
Se ha querido encontrar, igualmente, una fuente de la belleza en la idea de utilidad, de lo apto para responder a su fin; según esta concepción, los objetos naturales y los artificiales son bellos o no en función de la adecuación de las partes a sus diversos propósitos. La experiencia, para Burke, apuntaría en sentido contrario: habrían de ensalzarse, por esa causa única, los hocicos de los cerdos o las bolsas que cuelgan del cuello de los pelícanos. Y pocos animales existen, anotó, cuyas partes estén mejor concebidas que las del mono y no consideramos la agilidad y la fuerza como únicas bellezas; si así fuera, atribuiríamos los mismos calificativos a Venus y Hércules. Pero no podemos conceder fácil función a las flores.
Todo ello, desde luego, no quiere decir que proporción y adecuación carezcan de valor, ni que tengan que ser desatendidas en el arte, la esfera de su auténtico poder. Y, al margen de los objetos sensibles, otros conceptos ligados, para Burke erróneamente, a la idea de belleza son los de perfección, las grandes cualidades de la mente, como la fortaleza o la sabiduría, que suscitarían terror más que amor, o la virtud.
Delimitado, según su entender, lo que la belleza no es, trató de establecer en qué sí consiste: en una cualidad de los cuerpos que actúa mecánicamente sobre la mente humana a través de la intervención de los sentidos. Tendríamos que atender, por tanto, a la manera en qué esas cualidades sensibles están dispuestas en las cosas que la experiencia nos hace encontrar bellas, y el elemento más obvio que se nos presenta al empezar a examinar cualquier objeto es su cantidad o extensión. Para Burke, lo sublime, que es causa de la admiración, reside en los grandes y terribles; el amor, en los pequeños y agradables: amamos lo que se nos somete y, ante lo que no, nos vemos obligados a ceder. Atendiendo a la cantidad, por tanto, los objetos bellos son comparativamente pequeños.
Otra propiedad en la que fijarse es la lisura: el irlandés se atreve a decir que no recuerda nada bello que no sea liso, que una parte considerable del efecto de la belleza se debe a esa cualidad y que dejaremos de percibir como hermoso cualquier objeto al que se le de una superficie rugosa y áspera. También atendió a las variaciones graduales: los cuerpos perfectamente bellos no se compondrían de formas angulosas; sus partes no se prolongan en una misma línea durante mucho tiempo, a cada momento viran su dirección en un constante desvío. Lo vemos en una paloma, cuyas partes se funden unas con otras, sin protuberancias inesperadas.
La fuerza y la robustez resultan, asimismo, perjudiciales para percibir un objeto como bello; una apariencia de delicadeza o fragilidad le será esencial. Y el color también tiene algo que decir: los de los cuerpos bellos, en palabras de Burke, no han de ser sombríos, sino claros y limpios, y tampoco deben ser de los más fuertes. En el caso de que sean vivos, contendrán matices, gradaciones.
Resumiendo, y siempre para Burke, las cualidades de la belleza, en cuanto que meramente sensibles, serían la pequeñez, la lisura, las variaciones en la dirección de las partes y la fusión de estas entre sí, sin ángulos. También asocia este concepto a una estructura delicada, que no transmita claramente fuerza; y que posea colores brillantes y claros, pero no demasiado fuertes o llamativos. Estas propiedades serían las menos susceptibles de verse alteradas por el capricho o la diversidad del gusto.