Diversidad de debilidades al margen, por alguna razón los paisajes nevados ejercen una atracción particular hacia los visitantes de los museos. Fueron muy habituales en el panorama pictórico entre los siglos XVI y XIX, pero si rememoramos nombres Brueghel el Viejo y sus seguidores se encontraron entre quienes con más ahínco llevaron a sus trabajos las heladas y el frío intenso que conocieron y que en aquel tiempo condicionaron la vida de la población en Europa y más allá. Es evidente que la nieve transforma de manera radical los paisajes, en muy breve tiempo, y suscita una gran expectación -más en nuestra época que entonces- entre quienes la esperan al otro lado de las cortinas; puede ser posible considerar que cuenta con una estética propia y los artistas no fueron indemnes a ella.
Y no lo fueron pese a las dificultades, porque contrariamente a lo que pudiera parecer lograr ese blanco sobre blanco en los lienzos entraña desafíos técnicos importantes (también pintar nubes con cierta exactitud). Para intentar trasladar al espectador las sensaciones que genera en nosotros un paisaje nevado, es necesario que el pintor observe con cuidado esos efectos del manto blanco sobre la naturaleza, las formas y texturas de esa capa, los detalles y matices de sus tonos, y tenga en cuenta que ciertos detalles pueden ennoblecer el conjunto, como las rocas, las copas de los árboles o los arbustos cuyas ramas se ven sometidas a la tensión del peso: los árboles cargados de nieve tienen algo de tótems, como supieron ver Friedrich y, sobre todo, tantos artistas rusos muy familiarizados con ese entorno, como Iván Shishkin.

El motivo de las cuatro estaciones floreció en ese país en la segunda mitad del siglo XIX; no solo en la pintura, también en la literatura y la música. La obra de Shishkin Invierno (1890) pertenece al Museo Estatal Ruso y, antes de que nos acerquemos a contemplarla detenidamente, podría parecer una fotografía por su enorme grado de realismo. Con evidente monumentalidad, capta este artista un bosque de coníferas repleto de nieve virgen, en una escena en la que logra evocar silencio y quietud en sus ritmos lineales y sus siluetas; hay que recalcar que la nieve, al igual que incorpora en sí misma infinitos matices, se los resta a la naturaleza en la que cae: los contrastes que el paisaje sin ella pone a nuestra disposición desaparecen. Otros destacados bosques nevados de este autor fueron La primera nevada (1875) o En el inhóspito norte… (1891); en este último, otro árbol nevado es el motivo principal.
Entre los pintores rusos que tampoco escaparon al evidente y muy próximo influjo de la nieve se encontraron, asimismo, Vasili Polénov, Alekséi Savrásov, Boris Kustódiev, Isaak Levitán o Arkadi Plástov, este último autor de La primera nevada (1946), obra en la que un par de niños ven caer la nieve en un porche, disfrutando del momento a juzgar por sus expresiones, e hipnotizados, como tantos en momentos parecidos. Hay algo de peculiar en esta imagen: frente al importante número de composiciones en las que aparece la nieve, son escasas aquellas en las que se representan los copos, en las que apreciamos los instantes previos al suelo blanco. El citado Brueghel el Viejo hizo lo mismo en La Adoración de los Reyes Magos en la nieve (1567), que se tiene por la primera pintura europea en la que aparece una nevada.

En el nordeste de Estados Unidos, por las mismas razones que en Rusia, saben mucho igualmente de inviernos largos y nevadas copiosas. Entre sus mayores paisajistas se encontró Thomas Birch, americano de origen inglés, que vivió a fines del siglo XVIII y en la primera mitad del XIX y llevó a cabo composiciones como Paisaje invernal en Filadelfia, en los fondos del Thyssen; remite a la dureza de los inviernos en Pensilvania, donde residió casi toda su vida. Sus paisajes nevados crearían escuela, se le tiene por el primer artista académico norteamericano en alumbrar escenas invernales.
En el caso de ese Paisaje invernal en Filadelfia, la posición baja del horizonte, es decir, el importante espacio que ocupa el cielo, probablemente se deba a la influencia de los paisajistas holandeses del siglo XVII que Birch pudo conocer en las colecciones de su padre, que atesoraba originales y copias de Ruysdael o Van Goyen, entre otros. No se dan, en este paisaje, elementos atmosféricos demasiado llamativos: se alternan nubes discretas con claros de azul suave; nuestra atención se dirige sobre todo hacia el suelo nevado y a los elementos que quedan sobre él, como un trineo tirado por caballos que se aproxima a un puente; su río está congelado, como prueba que sobre él patine un niño mientras otro se coloca sus patines.

Una vez que la nieve ha cuajado, evidentemente no permanece siempre igual: sus cambios dependen del tipo de nieve de la que se trate, de que llueva sobre esa alfombra blanca, de los cambios en la temperatura y el viento o de que salga o no el sol. Esas derivas suscitaron el interés de autores impresionistas como Pissarro, que en 1869 se instaló junto a su familia en Louveciennes, a las afueras de París, en una casa-estudio junto al camino que enlazaba esa localidad con Versalles. Precisamente a la vista de esa carretera le dedicó más de una veintena de lienzos realizados en diferentes épocas del año, atendiendo a los cambios estacionales y lumínicos. Se fechan esas piezas a lo largo de tres años, de 1869 a 1872, pese a que el pintor tuvo que abandonar apresuradamente este lugar en 1870, y durante cerca de un año, a causa de la guerra franco-prusiana. Sabemos que, a su regreso, encontró el interior de su vivienda destrozado, incluyendo algunas de sus primeras pinturas, pues había sido empleada como acuartelamiento por el ejército prusiano.
Está documentado que, a fines de octubre de 1869, en Francia nevó prematuramente, llegándose a acumular en la capital y su entorno hasta diez centímetros de nieve. Fue el prólogo a un invierno duro y se cree que este autor realizó su Camino de Versalles a Louveciennes (El efecto nieve) tras aquella nevada sorpresiva. Otra imagen de la misma nevada y en el mismo lugar, aunque desde el otro lado de la carretera, nos la brindó Claude Monet en Efecto nieve, el camino a Louveciennes; este último habitaba en la muy próxima Bougival y durante un tiempo vivió junto al propio Pissarro y su familia. En esta etapa, entre uno y otro trabajaron hasta en ocho visiones de ese paisaje.

En cuanto a la pintura española, si pensamos en nieve lo haremos probablemente en Goya: en La nevada o El invierno, uno de los trece cartones de una de las series que la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara le encargó como punto de partida para la elaboración de tapices destinados al Palacio del Pardo (cuatro de ellos relativos a las estaciones). Esta nevada ilustra claramente los rigores del invierno y está dominada, en cuanto a paleta, por el blanco de la propia nieve y por el gris llamado panza de burra que es característico del cielo en esas circunstancias.
Sabemos que una ventisca mueve los árboles desnudos, inclinados por el viento, y también molesta a los cinco personajes de la escena, al burro y al perro con el rabo entre las piernas. Los dos hombres que no se protegen del frío con la manta son guardias y el que apunta hacia ellos con un arma va abriendo camino, mientras el otro tira del burro que porta un cerdo abierto en canal: se trata de una época de matanza. La detención de los tres individuos y la incautación de ese animal estaría relacionada, puede que quisieran entrar en Madrid sin pagar el, obligado entonces, impuesto de consumos.
Esta obra, fechada en 1786 y ahora en el Prado, nos hace pensar en que Goya conoció de primera mano el frío; conocemos, además, que ese año nevó mucho en el centro de la península.

BIBLIOGRAFÍA
José Miguel Viñas. Los cielos retratados. Crítica, 2024
Karin H. Grimme. Impresionismo. Taschen, 2022