Para entender hasta qué punto fue revolucionario el cubismo tenemos que rastrear su contexto. Las transformaciones artísticas que aportó el fauvismo, siendo relevantes, no afectaron radicalmente a la idea tradicional de pintura: sus objetos eran contemplados desde un punto de vista único y determinado y, pese a lo arbitrario del cromatismo, se hacía patente la identidad entre la imagen pintada y la que ofrecería la cámara fotográfica al enfrentarse a ese mismo motivo. El cubismo, sin embargo, atacaría sistemáticamente esa concepción.
En inicio, esa gran transformación vendría solo de la mano de dos artistas: Braque y Picasso, amigos que trabajaron, durante un tiempo, con tal compenetración que se hacía difícil no confundir el trabajo de uno y otro; ocurrió sobre todo durante el breve periodo en que gestaron el nuevo lenguaje.
La historia del cubismo empezó en 1906, cuando las pinturas del malagueño comenzaron a hacerse más escultóricas y monumentales y la influencia de Piero della Francesca cedió ante la de otras manifestaciones ajenas a la tradición clásica y renacentista. Se aprecia ya en su Retrato de Gertrude Stein, una dura prueba para el artista: lograr el grado de abstracción que buscaba en su rostro obligó a Picasso a repintarlo varias veces. Parece que nunca estuvo satisfecho del todo con el resultado, pero evidentemente los ojos grandes e inexpresivos, la frente amplia y despejada y el óvalo del rostro suponen una simplificación estilizada de la escultura ibérica, que causaba impacto en París por entonces: en la primavera de aquel 1906 se mostraron en el Louvre, con gran éxito de público, los relieves ibéricos de Osuna. Ese mismo museo poseía entonces la Dama de Elche, hallada ocho años antes, y Picasso se sintió fascinado por estas piezas, tomándolas como guía para reorientar su trabajo, estancado entonces en la amabilidad del periodo rosa.
Pero… nada hacía prever entonces la aparición, en 1907, de Las señoritas de Avinón, que causaría un impacto enorme entre todos los amigos del artista. Parece que el tema de la obra surgió como una especie de homenaje a Casagemas, que se había suicidado por amor tiempo antes: algunos bocetos preparatorios muestran a un joven, con una calavera en la mano, penetrando en una habitación donde había varias mujeres desnudas. Era un memento mori: una evocación de la muerte en el lugar del placer, pero todas las implicaciones moralizantes desaparecieron en la obra final, donde encontramos cinco mujeres en posturas insinuantes (se supone que se encontrarían en un burdel de la calle Avinyó). El hipotético actor masculino que observa es ahora el espectador y, a modo de punto intermedio entre interior y exterior, en la parte más baja del cuadro, hay un frutero.
Todo el conjunto ha sido violentamente geometrizado, a base de triángulos, con agudos esquinamientos, y no siempre es fácil determinar los límites entre las figuras y el fondo. Una cierta diferencia de estilo entre las mujeres centrales, más clásicas, y las otras tres, más violentas, ha hecho pensar en la influencia combinada en Picasso del arte ibérico y de las máscaras africanas. Con este trabajo, tan alejado de la tradición occidental, sentaba el artista las bases de una pintura nueva: la obra se regía por leyes que nada tenían que ver con las de la perspectiva renacentista.
Braque fue el primero en sacar sus consecuencias. Hijo de un contratista de pinturas, había recibido una sólida formación técnica antes de imitar el colorido brillante y las intenciones decorativas de los fauvistas y el verano de 1908 lo pasó en L´Estaque, donde llevó a cabo paisajes de tonos apagados: verdes, pardos, grises y marrones oscuros. Lo más sorprendente era su modo de estilizar la realidad sin recurrir a la síntesis intuitiva: reduciendo los motivos a geometrías elementales.
Estas obras se expusieron en el Salón de Otoño de ese año y Matisse, en el jurado, aludió ya entonces a sus “cubitos”. La denominación de cubismo llegaría de la mano de Apollinaire, gran amigo, como sabemos, de muchos artistas de vanguardia.
La evolución de Braque sería paralela a la de Picasso, que pasó, él mismo, dos años tratando de digerir las consecuencias de Las señoritas. En 1909 ambos entraron de lleno en la fase del cubismo analítico: sus cuadros de este momento son de dimensiones modestas y su gama cromática, reducida y apagada. Los temas parecen insignificantes y se repetían una y otra vez.
Una maraña de líneas geométricas y entrecruzadas suele descomponer las figuras en multitud de planos pictóricos: el fondo invade con sus curvas esquinadas partes de los objetos y la profundidad ilusoria de estas pinturas parece limitarse a la de un bajorrelieve imaginario de límites equívocos. Braque llegó a decir que ese espacio producía la sensación de estar al alcance de la mano, como si no solo se apelara a la mirada del espectador sino también a su cuerpo y su mente.
No se persigue la unidad geométrica del punto de vista único, porque la nueva visión carece de centro. El cubismo analítico parece mirar la realidad a través de un prisma cristalino paradójico, porque no descompone la luz sino que la absorbe, haciendo que la forma se refracte en multitud de quebraduras.
Entre finales de 1911 y 1914, Picasso y Braque, en evolución paralela, introdujeron en sus lienzos letras de imprenta, papeles pintados, números y recortes de prensa: la pintura empezaba a parecerse a una construcción. El primer trabajo en este sentido fue obra picassiana: Naturaleza muerta con silla de rejilla (1912); aquel año fue artísticamente decisivo: Duchamp pasó por una crisis de la que surgirían sus primeros ready-mades y el español realizó este bodegón, el primer collage de la historia del arte. Se trata de un óvalo horizontal y pequeño cuya mitad superior está pintada conforme a las premisas analíticas: colores apagados, a base de grises y tonos verdosos, y líneas del dibujo encabalgadas formando geometrías intrincadas. Los objetos parecen representados desde fuera y desde dentro, como si estuvieran vistos con un cristal de roca semitransparente y fraccionado.
Pero hay una relativa novedad: las letras de JOU(rnal), que no pertenecen al ámbito pictórico, sino al tipográfico. La introducción en las obras cubistas de textos más o menos misteriosos había permitido, hacía muy poco, que la pintura recobrara sus nexos con la literatura, tan frecuentes en el Renacimiento y el Barroco. Y lo más significativo: el enrejado de caña, que ocupa la mitad inferior, no está pintado; Picasso recortó un trozo de hule impreso con ese dibujo y lo pegó sobre el lienzo. También rodeó todo el perímetro con una soga de cáñamo, sustituyendo el marco ennoblecedor propio de las pinturas tradicionales. Los encolados de este tipo favorecieron a los grandes planos con tonos uniformes y así la minuciosidad pictórica del cubismo analítico dio paso a la simplicidad del cubismo sintético.
En realidad, observando detenidamente esta y otras obras advertimos que el cubismo sintético no fue una simple evolución respecto al analítico, sino algo diferente: los planos geométricos son amplios y están mejor delimitados y el contorno o dibujo y la masa de color juegan a yuxtaponerse e independizarse. El proceso artístico es, ante todo, un montaje y se vincula a las prácticas artesanales del bricolaje tanto como a las del pintor tradicional. Como resultado, la obra acentúa su materialidad sin dejar de presentarse como un desafío intelectual.