El declive, lento, del Imperio romano en el siglo V, y de cuanto implicaba en cuanto a organización institucional y política, trajo consigo cambios de aspecto en sus ciudades, las que fueron civitas romanas. Algunas decrecieron hasta desaparecer, desplazándose su población a las zonas rurales, por lo que hemos de entender que, en los inicios de la Edad Media europea, la base de la economía era agraria; sobre ella se asentaría el régimen feudal. Además, esa diseminación de la población implicó que, paulatinamente, toda tierra fuese cultivable, humanizándose el paisaje y estableciéndose un tejido geográfico humano en el que población y campo formaban parte de un continuum.
Esa situación suponía un cambio notable respecto a las épocas romana e islámica, en las que la sociedad se congregaba en torno a las ciudades, que ejercían una función rectora sobre el conjunto del territorio. En todo caso, este viraje hacia la tierra tendría ramificaciones en la política, el arte, la vida religiosa, la organización social, económica y militar. Si nos referimos a los monasterios, estos eran centros religiosos aislados, independientes de la ciudad y vinculados al campo, y las ciudades como tales también se engarzaron a este de manera orgánica, sin alterar su estructura ni continuidad. Por eso mismo, su tamaño nunca fue grande: en el final del periodo medieval, de los 12 millones de personas que habitaban, aproximadamente, el Imperio Germánico, apenas el 10 o el 15% residía en núcleos urbanos, y estos alcanzaban el número de 3.000 justamente por su pequeñez, ya que únicamente 10 o 15 podían superar los 10.000 habitantes.
En la Edad Media europea se dio, por tanto, el esquema ideal del asentamiento rural, consistente en la colonización continua de todo un territorio; uno de sus modelos es el sistema hexagonal, en el que por medio de una red de esos hexágonos, que abarcan del todo una extensión de terreno, se sitúan jerárquicamente los diferentes centros, desde la aldea más sencilla hasta la capital de un área. Este tipo de patrones pueden darse con mayor facilidad en el caso de asentamientos agrarios; los nómadas o industriales no responden con facilidad a estos esquemas. Se trata, en todo caso, de abstracciones de esa organización que no podemos tomar en su literalidad, y se han examinado otras propuestas: Eliseo Reclus investigó la distribución de las ciudades francesas de origen medieval y encontró relaciones espaciales entre ellas; solían ubicarse entre sí a una distancia que podía recorrerse a pie en una jornada (ida y vuelta).
En todo caso, el modelo de ciudad que hoy entendemos como propiamente medieval no apareció hasta el siglo XI y se desarrolló en las dos centurias siguientes, a raíz del crecimiento de las actividades artesanas y mercantiles: explica el nacimiento de estas localidades el comercio y la industria, que despuntaron a partir del año 1000 y fueron el origen de una sociedad burguesa que se componía por mercaderes viajeros y por otras gentes asentadas de manera permanente en torno a puertos, mercados, villas artesanas o nudos de comunicaciones. Esas ciudades, progresivamente, fueron atrayendo cada vez a un mayor número de población desde el medio rural, en busca de un oficio que les liberara de las servidumbres del campo.
Tuvo que enfrentarse, la burguesía de la que hablábamos primero, a las dificultades que implicaba el orden feudal y señorial establecido, comúnmente aceptado, pues esta clase social no aparejaba en este momento un pensamiento político propio, como ocurrirá en el siglo XVIII: trataban de obtener las mejores condiciones para el desarrollo de su actividad. Pero es cierto que, en este contexto, la ciudad medieval sí implicaba un grado de libertad mayor que el vasallaje al que seguía atado el campo y, en el paso de las décadas, fueron cayendo los antiguos derechos señoriales que impedían un mayor crecimiento urbano; además, en paralelo se vertebró un régimen jurídico propio de estos núcleos (a través de cartas, pueblas y otros instrumentos legales).
En el caso de España, estas circunstancias derivaron en la aparición de los municipios y se favoreció la creación de centros urbanos para lograr la ocupación de los terrenos conquistados a los musulmanes, creciendo los asentamientos con beneficios y fueros especiales; así, se constituyeron nuevas fundaciones de ciudades completas y, en ocasiones, de barrios en ciudades ya creadas, como los dedicados a los francos en Navarra, con una fisionomía particular. Otra causa que tuvo que ver con el nacimiento de estas comunidades fue la necesidad, por parte de los burgueses, de un sistema de contribuciones voluntarias para atender a las obras que fueran necesarias, entre ellas la construcción de murallas, que caracterizan las ciudades medievales y que, muchas veces, también se sitúan en el origen de las finanzas municipales: pronto esas contribuciones fueron obligatorias y se extendieron a otros trabajos, como mantener las vías públicas. De este modo, acabaron estos núcleos por adquirir una personalidad legal que quedaba por encima de la de sus habitantes; definió el historiador Henri Pirenne las ciudades del siglo XII como comunas comerciales e industriales que habitaban dentro de un recinto fortificado, gozando de una ley, una administración y una jurisprudencia excepcionales que hacían de ellas personalidades colectivas privilegiadas.
Hechas las introducciones, nos centramos en su aspecto físico: por razones de defensa, se emplazaban en lugares difícilmente expugnables, buscando utilizar los cauces de los ríos como obstáculos para el enemigo, y el situarse en esas topografías irregulares condicionó el aspecto de estas ciudades, de calles irregulares. Las más importantes partían del centro y se extendían de forma radial hacia las murallas; las secundarias se unían a ellas, muchas veces formando un círculo en torno al centro, atendiendo a un patrón radiocéntrico muy común. El perímetro de este tipo de asentamientos solía ser circular o elíptico y ese centro lo ocupaba siempre la catedral o el templo, que daba una dimensión también espiritual al conjunto.
La misma plaza de la catedral solía albergar los mercados y en ella se elevaban también edificios administrativos, como el Ayuntamiento o la Casa de los Gremios, frecuentes estas en el norte de Francia, Flandes y Alemania. Las calles principales, por cierto, solían ser las únicas abiertas al tráfico y el resto eran peatonales. El número de ciudades planteadas de este modo en Occidente es enorme, pero la variedad de esquemas planimétricos que se siguieron también lo es, porque dependían del crecimiento natural de cada localidad; Luigi Piccinato definió algunos tipos: las ciudades lineales, formadas a lo largo de un camino, como muchas de las que recorre el Camino de Santiago; las ciudades cruciales, con dos calles básicas que se cortan ortogonalmente, como Logroño (Focea); las ciudades en escuadra, semejantes a las anteriores, y las nucleares, tipo este último al que pertenecen la mayoría de las ciudades medievales, formadas en torno a uno o más puntos dominantes (catedral, abadía, castillo).
En todo caso, atendiendo a la morfología, podemos señalar tres tipos fundamentales con sus variantes: el irregular, el radioconcéntrico, donde normalmente no cabe la rigidez de la geometría, y el regular, cuadriculado o en tablero de damas, clasificación apuntada por Robert E. Dickinson. Predominaban los núcleos irregulares o levemente geométricos, definidos por su cerco de murallas; a estas últimas podemos considerarlas como el marco de una obra de arte, con sus volúmenes escalonados y presididos, como dijimos, por un castillo o catedral. Nada en ellas resulta disonante en el conjunto, ninguna plazuela deja de tener su identidad, y ningún edificio de contar con su propio lenguaje, jerarquizados y sometidos en su valor simbólico a los grandes monumentos representativos.
Esa armonía, hoy se nos hace muy claro, no ha sido una nota constante en la historia urbana.
BIBLIOGRAFÍA
Fernando Chueca Goitia. Breve historia del urbanismo. Alianza Editorial, 1989
A.E.J. Morris. Historia de la forma urbana. Gustavo Gili, 2018