Hace solo unas semanas hablamos en esta sección de los Van Eyck, maestros de la escuela flamenca; en la misma les sigue en importancia y personalidad, en el segundo tercio del siglo XV, Roger van der Weyden. Íntimamente ligadas a su estilo, aunque anteriores a él, se han conservado un grupo de pinturas muy valiosas y tan análogas a las suyas que hasta fueron consideradas por algunos su obra juvenil; en realidad, se da por seguro hoy que pertenecen al Maestro de Flémalle (Robert Campin), probablemente su maestro en Tournai, por proceder de aquel monasterio.
Quizá su obra más inspirada es la Santa Bárbara del Museo del Prado, que lee en su habitación mientras al fondo construyen la torre que le servirá de prisión. Si no supiéramos el destino de la torre, podríamos creer que se trata de un bello estudio de interior, con una joven leyendo y un singular efecto de luz roja proyectada por el fuego de la chimenea. En el tríptico de la Anunciación de Mérode, del Metropolitan de Nueva York, la preocupación por las calidades y por lo anecdótico es igualmente sensible.
Mientras en los Van Eyck podemos decir que domina la sangre holandesa, Weyden nació en tierra de lengua francesa, en Tournai, y se llamaba en realidad Roger de la Pasture, apellido que, traducido al flamenco al marchar al Norte, se convierte en Weyden. Gozó pronto de gran fama, porque cuando solo tenía 32 años el Papa poseía ya una obra de su mano. Cerca de veinte años después haría un viaje a Roma, que dejó muy poca huella en su estilo.
Fue el gran creador de composiciones de la escuela flamenca, la cantera inagotable en que se inspiran casi todos sus sucesores hasta principios del siglo XVI. Su influencia en ese aspecto fue enorme, bien directamente o a través de sus imitadores flamencos: las formas del pintor de Tournai se difundieron rápidamente por toda la Europa dominada por el arte gótico. Más unilateral que los Van Eyck, se preocupó especialmente de la figura humana y de sus ropajes. Estudió cuidadosamente las actitudes y la disposición y distribución de los plegados de las telas, desde el extremo de la toca que cubre a medias el cuello de la Virgen hasta el gran manto que se rompe en hermosa cascada de quebrados pliegues a los pies de los personajes.
En su deseo de concentrar la atención en la figura humana, en el Descendimiento del Prado, una de sus obras maestras, imaginó la escena sobre un fondo liso dorado, como si se tratara del alto relieve de un retablo. La correspondencia del movimiento en sentido inverso de las dos figuras extremas, que cierran el grupo por ambos lados, y el paralelismo entre el cuerpo de la Virgen y de Cristo, así como las estudiadas y elegantes actitudes de todos los personajes, nos ponen de manifiesto su preocupación por el arte de componer.
Pero Van der Weyden no es un pintor de figuras inexpresivas y refinadas; por el contrario, poseyó un fino sentido de la expresión y sabía hacer sentir la emoción de los asuntos trágicos. En el Descendimiento, por ejemplo, procuró distinguir entre la palidez mortal del cuerpo de Cristo y la palidez del rostro desvanecido de la Virgen e insistió en el enrojecimiento producido por el llanto en el rostro de la Magdalena. Obviamente, el artista fue también un gran intérprete de la Piedad, en la que sirve de modelo a casi todos sus sucesores; lo trágico es una de las categorías del gótico del siglo XV y él es una de sus personalidades más representativas.
La visión dramática de San Buenaventura, del dolor de la Virgen abrazada a su Hijo muerto, logró en Van der Weyden su intérprete más perfecto. Otras obras capitales suyas, como el retablo de Miraflores, o el de los Sacramentos, parecen escenas encuadradas por el pórtico de una iglesia gótica, decorado con grupos escultóricos. También es importante, por el desarrollo de su composición, el Juicio Final de Beaune.
Ya en la primera mitad del siglo XV se advierten diferencias de sensibilidad artística entre flamencos y holandeses, diferencias que, con el paso del tiempo, producirán dos escuelas definidas y con con caracteres propios. Dirk Bouts, natural de Harlem y contemporáneo de Van der Weyden, es un buen ejemplo de ello; es el pintor de las telas ricas y de las joyas aterciopeladas pero, sobre todo, el pintor de la luz y de los colores intensos, de los fondos de paisajes y los bellos efectos crepusculares. Sus personajes, de elegantes proporciones, no padecen como los de Van der Weyden, sino que se mueven con parsimonia.
En La justicia del Emperador Otón, una de sus obras principales, un caballero, víctima del amor decepcionado de la emperatriz, es injustamente decapitado ante la impasibilidad de los que presencian la escena. En el hermoso tríptico del Descendimiento, de la Catedral de Granada, si tanto en el encuadramiento en forma de pórtico como en la ligereza de las actitudes se encuentra influido por Van der Weyden, el sentido del color y los bellos efectos crepusculares son específicamente suyos. Obra de juventud se considera el políptico del Prado.
A ese mismo sector holandés del primitivismo pertenece Ouwater, autor de La resurrección de Lázaro, uno de cuyos principales valores es el estudio de la luz. En la línea ascendente del primitivismo flamenco solo puede citarse, en la segunda mitad del siglo XV, a Van der Goes, artista de vigorosa personalidad. Sus Adoraciones de los Reyes y de los Pastores, la última pintada para la familia florentina de los Portinari, ponen de manifiesto la originalidad de sus composiciones.