Es creencia habitual que uno de los primeros ejemplos de tratamiento del bosque como asunto pictórico lo brindó Albrecht Altdorfer en su San Jorge en el bosque (1510), obra en la que ese paisaje no es el fondo de una escena sino el escenario que el observador ha de explorar para averiguar qué ocurre en su interior. No obstante, hubo que esperar a la última década de ese siglo, el XVI, para que el bosque se desarrollara plenamente como escenario de pinturas de género, mitológicas o religiosas.
Por entonces, el alemán Adam Elsheimer y el flamenco Paul Bril, los dos establecidos en Italia, comenzaron a manejar un nuevo concepto de bosque, el naturalista, distinto del idealizado en la tradición clásica. Así cumplían con lo anticipado por Vasari: llevaron a cabo paisajes que eran copias del natural en lo que a representación de espacios y atmósferas se refiere y que, por ello, serían inteligibles por todos. La producción de ambos sería punto de partida para los paisajistas nórdicos que les siguieron, como Jan Brueghel el Viejo, figura esencial para la consolidación de la pintura de paisaje como género autónomo.
Hacia 1600, en Flandes, Gillis van Coninxloo, que había conocido a Bril en Roma, y Brueghel el Viejo confrontaron por vez primera vez al espectador con bosques reales: el bosque naturalista flamenco tampoco es el locus amoenus, el lugar arcádico de la poesía pastoril pintado por los clasicistas italianos para deleitar a quien mira. Es el bosque que el pintor conoce, que vive y que desea que el espectador también comparta: para ello nos adentra en su espesura apenas iluminada a través de claros que los robles de follaje espeso no cierran. Porque para los nórdicos (en concepción italiana, los artistas de más allá de los Alpes) el bosque era hábitat natural y fuente de supervivencia para una población no menor. Pocos vivían en él, pero bastantes trabajaban: talaban, repoblaban, recogían leña, la quemaban para obtener carbón vegetal… Era también un espacio de tránsito que ladrones y animales hacían peligroso, por eso las pequeñas cruces de madera que marcan la entrada y salida a estos parajes, para que los caminantes pudieran encomendarse a Dios antes de adentrarse en la espesura o agradecerle haber superado el camino.
Esa estrecha convivencia de los europeos del Norte con el bosque se aprecia en la obra de no pocos autores, de Durero a Rubens: en sus trabajos podemos apreciar su interés por los árboles como obra de arte natural tan digna de estudiarse como las nubes, los ríos, las montañas o las flores.
Entre los bosques más acertados de Brueghel el Viejo se encuentra el presente en Camino en el bosque con viajeros (1607), del que es réplica Bosque con carretas atravesando un arroyo y jinetes. Responde a la tipología de caminos en el bosque que este mismo autor había iniciado en 1605, ofreciendo a la mirada sugerentes opciones de posibilidades a seguir. El tratamiento del espacio con planos enlazados de luces y sombras contribuye a transmitir veracidad, la sensación de que ese bosque es real.
Sin embargo, pese a ese naturalismo, los paisajistas nórdicos no dejaron del todo a un lado la fantasía e incluyeron en ellos edificaciones imaginarias o localidades imposibles, porque realmente estaban construidos fuera de ellos, junto a los caminos o a la orilla de los ríos. Ocurre en Paisaje (1604), atribuido asimismo a Jan Brueghel, que nos sitúa a la entrada de una sombría senda del bosque y, antes de adentrarnos en él, podemos divisar una pequeña aldea a los pies de una fortificación y el ir y venir de sus pobladores, sumidos en sus labores habituales. Es posible que, por su relación con Bosque con vendedora de frutas de Roelant Savery, lo pintara en su estancia en la corte de Praga.
Otras veces, como en Bosque con laguna, los árboles no permiten que el espacio se escape por los lados de la composición, así que el espectador queda en principio desorientado, pues no hay una perspectiva única que lo guíe. Pronto, sin embargo, detectaremos la multitud de personajes que pueblan el lugar y pasean por él hasta llegar a las construcciones donde habitan.
No siempre el pintor quería que el espectador quedara atrapado en los árboles y situaba nuestra mirada a cierta distancia, de modo que pudiéramos contemplar desde fuera lo que ocurre en el claro del bosque. Así lo hacía Jan Wildens en Las aguas de Spa, trabajo tardío de este artista que colaboró con Rubens. Sitúa un primer plano oscuro de rocas con un personaje sentado de espaldas y también emplea la opción del cuadro dentro del cuadro, recurso compositivo propio de la pintura flamenca desde el siglo XVI y consistente en explicar la escena del primer plano por medio de un cuadro o ventana incluido al fondo de la composición. Wildens invierte el orden: el cuadro es reproducido en primer plano y explica la escena del fondo, que representa a un grupo de personas acercándose al manantial del balneario belga de Spa.
La composición es simple, sin apenas profundidad espacial. Está estructurada sobre dos grandes planos horizontales que se corresponden con bandas cromáticas distintas: un plano de rocas y árboles entonado en marrones y verdes y otro azul, el cielo contra el que se recortan los árboles. Las pequeñas notas de color rojo de las vestiduras de algunos personajes guían la mirada desde la dama de espaldas en primer plano hacia el fondo, donde queda el manantial.
Brueghel el Viejo continuaría desarrollando bosques naturalistas a lo largo de los años, no así Van Coninxloo ni sus seguidores Savery o David Vinckboons I, que, sin embargo, sí tuvieron peso en la introducción y difusión del nuevo concepto de bosque en Holanda y en los estados al otro lado del Rhin. Sus seguidores sí supieron evolucionar hacia un mayor naturalismo, alentados por las enseñanzas de Karel van Mander, que en su tratado sobre la pintura datado en 1604 conminaba a los jóvenes pintores a salir del taller para tomar apuntes del natural, prestando atención a los efectos atmosféricos del sol. También recomendaba utilizar el “túnel” que, al fondo, deja entrever el cielo como recurso compositivo para conferir luminosidad y profundidad espacial al bosque.
Siguió sus enseñanzas, por ejemplo, Cornelis Hendricksz. Vroom en Bosque con jinete y perros; este pintor fue figura esencial en el desarrollo de la pintura de paisaje en la escuela de Haarlem. En el polo opuesto de la tranquilidad que sugiere esa escena se sitúa el dramático Bosque de Simon de Vlieger, cuya arboleda imponente, azotada por el viento al paso de una tormenta, anticipa los paisajes de Van Ruisdael (de hecho, esa es la firma apócrifa que aparece en el cuadro). Es ejemplo de los bosques típicos de la etapa final del pintor, caracterizados por la presencia de árboles secos de ramas retorcidas que se recortan contra la frondosidad del entorno. Un rasgo claro del bosque holandés frente al flamenco es la práctica ausencia de una historia y la consiguiente reducción de las figuras de relleno a lo mínimo.
Capítulo especial merece el bosque bíblico. Brueghel el Viejo fue el primero en emplear el interior de un bosque como entorno de dos narraciones bíblicas concretas: Adán y Eva en el Jardín del Edén y la entrada de los animales en el Arca de Noé. Ambas historias le proporcionaron el contexto perfecto para añadir, a la detallada representación de las plantas, árboles y animales autóctonos, los especímenes de aves exóticas y animales salvajes que llegaban a Amberes desde países lejanos.
Era habitual que las representaciones de animales se basaran en grabados publicados en Amberes por Nicolaes de Bruyn y Adriaen Collaert o en las ilustraciones, un tanto esquemáticas, de las historias naturales publicadas en los Países Bajos a lo largo del siglo XVI, basadas en la Historia natural de Plinio. Sin embargo, lo original en Brueghel el Viejo es haber basado sus representaciones de plantas y animales en la observación del natural, también del colorido habitual en el paisaje.
Igualmente, podemos hablar de bosques encantados, cobijo de alegorías y mitologías e invitación habitual, no tanto al goce de la belleza sensual de la naturaleza, como del desnudo. Es el caso de Paisaje con Diana y Acteón de Denis van Alsloot y Hendrik de Clerck, en el que el protagonista es el paisaje, y también Brueghel el Viejo eligió el claro de un bosque como el escenario idóneo para su primera alegoría conocida: una representación de La abundancia y los cuatro elementos (1604); la descripción de esa alegoría le permitió exhibir sus grandes dotes como pintor de animales y flores y como colorista. Para los desnudos recurrió a pintores especializados, en ese caso Hendrick van Balen.
BIBLIOGRAFÍA
Teresa Posada Kubissa. El paisaje nórdico en el Prado. Museo Nacional del Prado, 2012