No nació en Inglaterra, sino en Hamburgo, y toda su familia era de origen ruso, pero Bill Brandt se esforzó por captar la esencia de lo británico y ocultó su lugar de nacimiento tras la llegada al poder de Hitler y el endurecimiento paulatino del nazismo (e incluso aún en los años setenta). Sin embargo, más allá de esa opacidad respecto a su pasado, gustó en general de cultivar en torno a sí mismo un aura misteriosa; de hecho, en una de sus muestras programáticas en el MoMA de Nueva York, John Szarkowski planteó dividir su producción entre espejos y ventanas, entendiendo como tales las fotografías que reflejan su personalidad y las que se vuelcan al exterior. Sin embargo, al hablar de los espejos tendríamos que llamarlos velados: dejan entrever sus inquietudes, pero no profundizar demasiado en su espíritu como artista.
Es posible que las imprecisiones o mentiras que mantuvo en su vida cotidiana, puede que más por timidez que por otra razón, tengan alguna traslación en sus imágenes, entre las que encontramos desnudos, escenas cotidianas, arquitecturas, naturalezas muertas y retratos, lo que hace del alemán un autor difícil de clasificar.
Su niñez fue difícil: parece que contó con un padre en exceso severo, sufrió maltrato psicológico en el colegio y pasó varios años en sanatorios suizos para curarse de tuberculosis. En 1927 se trasladaría a Viena para ser tratado por Wilhelm Stekel, que consideraba que esa enfermedad podía abordarse mediante el psicoanálisis, como supuesto síntoma de un mal más profundo, y fuera por su mano o no, el artista mejoró.
Parece que en su decisión de dedicarse a la fotografía tuvo que ver la pedagoga Eugenie Schwarzwald, que le puso en contacto con círculos artísticos y, tras recibir las alabanzas de Ezra Pound por un retrato que le hizo, marchó a París, cuando la capital francesa era centro de esa disciplina en Europa. Empezó allí a trabajar como ayudante de Man Ray, aunque su relación con él fue breve y no muy intensa, dado que aquel era, dicen, celoso de sus hallazgos. Flotó Brandt entre tendencias, sin definirse ni obedecer reglas: el eclecticismo es clave en su obra.
Practicó una fotografía aparentemente directa, aunque muchas de sus imágenes de entonces están escenificadas, una práctica habitual en los treinta, aunque fuera por causas técnicas: es difícil captar una instantánea de cualquier cosa cuando entre manos se tiene una cámara de placas. Tampoco renunciaba a la manipulación en el laboratorio: sus copias, que él mismo hacía, presentan retoques fácilmente perceptibles: pinceladas, marcas con punta seca, áreas ensombrecidas a lápiz…
Asumió la influencia surrealista de modo más sutil que la práctica del fotomontaje o el collage, pero la fórmula Bello como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas parece adecuada a sus fotos de maniquíes sin cabeza en plena calle, de montones de objetos apilados… Algo parecido encontramos en las imágenes de los viajes que realizó en esa época, junto a Eva Boros y Lyena Barjansky: en Barcelona no se fijó en los monumentos habituales, sino en la figura de un mendigo en un solar, una mujer en el cubil de su portería o la escultura funeraria de Nicolás Juncosa, con la figura de la parca acechando al empresario.
En busca de mayores posibilidades de trabajo se trasladó a Londres, donde inició un proceso que podríamos llamar de anglicanización (afirmó haber nacido al sur de Inglaterra). Tras recorrer los barrios del este de Londres y las zonas industriales del norte, publicó The English at Home, jugando a las oposiciones en dobles páginas conforme había aprendido en publicaciones alemanas. Reforzaba así la idea de una división social británica en dos clases sociales: la alta burguesía de Londres y las capas trabajadoras del norte. Tras el estallido de la II Guerra Mundial en 1939, su discurso cambió: no trató ya de mostrar distintos modos de vida, sino un país unido ante las amenazas exteriores.
Fue entonces cuando podemos decir que inició lo esencial de su legado: la gestación de la que llamó una estética del límite, esto es, una belleza al borde de lo siniestro. Su punto de partida fue la Crítica del juicio de Kant, quien señalaba, como límite único de la obra de arte, el asco. No era su primera incursión en ese terreno: ahí quedó el retrato de su cuñada Ester Brandt con una máscara china a la puerta de un restaurante de Hamburgo, evidente juego entre lo familiar y lo inquietante.
La oscuridad que este autor mantuvo en torno a su biografía la emanan también sus imágenes, desde las primeras y amateurs hasta sus últimos desnudos de los ochenta. Ese género, el de los desnudos, no lo cultivó Brandt hasta la década de 1940, y durante bastante tiempo mantuvo esos trabajos en su esfera privada. Junto a sus retratos y paisajes, de su mano llegó su entrada en el mundo del arte; también de la de una cámara antigua adquirida en una tienda de segunda mano en Covent Garden.
Es difícil, de hecho, dilucidar si la cámara inspiró sus desnudos o si estos simplemente encajaban con lo que el fotógrafo buscaba como artista: poder captar esos cuerpos en interiores rompiendo con las convenciones del género. La cobertura de la lente, con un ángulo de 110º, producía distorsiones y una profundidad de campo que podemos relacionar con los referentes visuales del surrealismo y los que entonces desplegaba el cine.
También el expresionismo alemán y Ciudadano Kane fueron fuentes de influencia para estos trabajos de Brandt, al igual que la filmografía de Hitchcock, quien utilizaría una poética similar en su Recuerda (1945), un año después de que el de Hamburgo llevara a cabo sus primeros desnudos, de gran complejidad simbólica y con distintos niveles de significación. Es habitual considerarlos, los que se presentan en interiores, como expresiones del subconsciente del autor, pero es una afirmación arriesgada.
Ciñéndonos a las propias imágenes, hemos de fijarnos en la construcción del espacio en la lente de aquella vieja cámara, fascinante. Parecen retratar lo que Freud llamó unheimlich (siniestro): podemos detenernos en el carácter burgués de las habitaciones, con muebles de estilo victoriano -esas sillas de respaldo curvo-. La disminución acentuada del tamaño aparente de los objetos acentúa la profundidad del espacio, aumentando las dimensiones virtuales de la habitación y desorientando al que contempla; además, al fondo casi siempre encontramos un elemento que implica tiempo, amenaza o huida. En Desnudo, Micheldever, Hampshire (1948), la mano tendida de la modelo es una invitación (a ver, a entrar en su territorio), pero su mirada turbia nos advierte de que, tras ese ofrecimiento, pueden llegar peligros, más que promesas. Al fondo, un reloj de pie y una puerta a medio abrir constituyen tanto una advertencia como la posibilidad de escapar, a no ser que alguien nos la cierre.
La foto Desnudo, Hampstead, Londres se tomó el día de la victoria aliada sobre Alemania, el 8 de mayo de 1945, aunque Brandt manejó otro título alternativo para ella: La hija del policía, tomado de una novela de contenido sadomasoquista escrito por A. Ch. Swinburne; mientras, Desnudo, Campden Hill, Londres (1947) nos permite encontrar otra disposición de los anteriores elementos simbólicos: así, el cuerpo femenino ocupa el fondo de la imagen y en primer plano queda una silla victoriana vacía. Junto a la ventana, a su vez, vemos una butaca también desocupada: nos convertimos los espectadores en furtivos que ocupan el lugar de quienes podrían contemplar a la mujer.
Ese juego de elementos perturbadores se da también en Desnudo, Belgravia, Londres y Desnudo, Campden Hill, Londres; en el primero, la modelo, sentada, presenta una toalla en el regazo y sujeta un espejo que muestra el lado de su rostro que nos queda oculto, como si la fotografía quisiera recordarnos lo que no se ve; en la segunda, unos brazos fantasmagóricos rodean a la mujer y guían los suyos.
La reiteración de lo unheimlich marca buena parte de la obra de nuestro autor: en la deformación de los espacios físicos, convertidos en mentales; en la del cuerpo femenino y en la proliferación de elementos que nos hablan de una iconografía del deseo seleccionada por Brandt. A veces se trata de sus propios muebles, porque su casa es el escenario de varias de estas obras. Es posible entender, igualmente, que la guerra tuvo que ver con su modo de mirar: la oscuridad de la ciudad durante los apagones se transmuta en la de las habitaciones, y el sentimiento de opresión y falta de intimidad en los refugios, en el “no poder de ser vistas” de las protagonistas de sus desnudos.
La retórica de estos se transformó en los cincuenta, cuando los situó en playas y acantilados franceses. Lo siniestro se manifestó entonces en la deformación óptica de los cuerpos y su fragmentación, en relación con las formaciones rocosas del entorno. Paulatinamente sustituyó en ellos su vieja Kodak por una cámara más moderna.