Allá por 2014, el Museo del Prado expuso por primera vez en España dos obras maestras tempranas de Gian Lorenzo Bernini: Anima dannata (Alma condenada) y Anima beata (alma bienaventurada), datadas hacia 1619 y extraordinarias por el tratamiento virtuoso del mármol, por la vivaz expresión de las emociones y por su contenido teológico, que prueban la cultura artística y la habilidad del artista ya en su juventud.
Concebidas como pendant (pareja), son previas a algunos de sus grandes proyectos para Pablo V y Scipione Borghese, aunque debieron realizarse durante el pontificado del primero. Anima beata representa una cabeza femenina idealizada, casi en éxtasis, con los cabellos recogidos y adornados por una guirnalda de flores; la boca se presenta entreabierta, como lanzando un suspiro causado por la contemplación de lo divino o del paraíso, pues la mirada se dirige a lo alto. Anima dannata, por su parte, mira hacia abajo, seguramente hacia el infierno y nos ofrece una clara expresión de angustia y terror. Todo el rostro queda afectado por esa visión: lo percibimos en las arrugas, los cabellos desordenados, los ojos incrédulos o perdidos y la boca abierta hasta la deformación expresiva, como en un grito infinito que se acerca a lo grotesco, quizá en la estela de Annibale Carracci, al que Bernini admiraba.
Además de ser retratos del alma, ambas piezas pueden considerarse representaciones figurativas de lo irrepresentable, expresiones de la interioridad humana y puestas en escena de los afectos, esas que tantas oportunidades proporcionaron a artistas y teóricos para medir su talento, de Leonardo a Salvatore Rosa pasando por Miguel Ángel, Caravaggio o Ribera (con independencia de su sentido religioso o político en la Edad Moderna).
Estas Ánimas buscarían conmover y persuadir, aglutinando en rostros lo terrible y lo maravilloso, pero también implicaban el reto evidente de representar la expresión de esas pasiones y afectos: Wittkower advirtió que tenían mucho de experimentales y que debemos entenderlas ante todo como estudios fisionómicos, en la línea de trabajos previos de Bernini como San Lorenzo (1617, Palazzo Pitti), San Sebastián (1617, Colección Thyssen-Bornemisza) o el grupo de Eneas y Anquises (1618-1619, Galleria Borghese), que beben de Miguel Ángel y de la tradición helenística.
Ambas encierran, implícitamente, preocupaciones que Bernini desarrollaría más tarde y son, quizá, germen, de obras posteriores: encontramos mucho del Anima beata en Santa Bibiana, La verdad o El éxtasis de santa Teresa, aunque, en este último caso, el profundo sentimiento no es fruto de la contemplación divina, sino de la propia experiencia, de la vivencia de la fe en las entrañas. Lo mismo ocurre con el Anima dannata, muchas veces relacionada con el David (1623-1624) de la Galleria Borghese o con su Autorretrato como David (1623-1625) del Palazzo Barberini. Pero, mientras que en ambas imágenes del pastor encontramos una metáfora de la identidad de Bernini, buscada en los retos que el rey bíblico afrontó para lograr sus triunfos, en el Anima dannata apreciamos seguramente un estudio de su rostro ante el espejo, un autorretrato de su alma y la expresión de las dificultades vencidas a la hora de representar la deformación corporal derivada del dolor.
Decía Baldinucci, biógrafo del artista, que el cardenal Maffeo Barberini lo ayudó a realizar su mencionado David de la Galleria Borguese sujetando el espejo en el que se reflejaba el rostro iracundo de Bernini. Así, podemos pensar que el Anima dannata sería, además de expresión del terror ante la contemplación del inframundo, un autorretrato del autor o de su necesidad de experimentar y representar vívidamente ese estado del alma, su propia interioridad, lo que concuerda con sus convicciones religiosas y con la intención del encargo.
Pero, como adelantábamos, la dificultad de representar un sentimiento tan extremo era también una respuesta a la hora de medirse como artista frente al pasado (del Laooconte a Caravaggio, pasando por Miguel Ángel y Tiziano) y de proponer soluciones a las teorías estéticas y fisionómicas que sobre la representación de las pasiones eran habitual preocupación de los artistas y los teóricos del arte, desde, de nuevo, Miguel Ángel a Chales Le Brun.
Esa condición de autorretrato oculto en el rostro de una figura que buscaba representar en lo individual un dolor y una desesperación universales encierra la condición teatral que Bernini siempre concedió a su producción: podemos mirar las Animas como actores que ponen en escena sentimientos y expresiones con el fin de obtener su inequívoca plasmación figurativa. El propio autor contó a Chantelou, en 1665, el procedimiento que seguía para ello: cómo imitaba mímicamente, o hacía imitar a sus ayudantes, un rostro que representara una idea o una emoción para que, en el primer caso, alguno de sus colaboradores que supiera dibujar bien lo copiase con el fin de hacer expresiva su imagen para generar otras, sagradas o profanas. También solía invitar a sus ayudantes a realizar gestos semejantes, dibujándolos él mismo.
Un poco antes de las Animas, cuando Bernini llevó a cabo su San Lorenzo, cuenta su hijo Domenico en una biografía de 1713 que, por devoción al santo que llevaba su nombre y para representar con realismo su dolor al ser quemado, Gianlorenzo puso una pierna en el fuego y dibujó la imagen que su rostro doliente reflejaba en el espejo, así como los efectos de las llamas en su cuerpo. También haría uso de un dibujo de Miguel Ángel que presenta el Anima dannata (1525, Galleria degli Uffizi) y que ha cosechado interpretaciones múltiples, entendiéndose como ilustración del infierno de Dante o como alegoría de una pasión extrema del artista florentino por Gherardo Perini, al que regalaría la pieza. Esa ambigüedad debió asumirla el propio Bernini al tratar su obra del mismo tema como autorretrato, ejercicio artístico y emulación del trabajo del pintor de la Capilla Sixtina. El dibujo de Miguel Ángel debió conocerlo a través de la simplificación que del mismo realizó Antonio de Salamanca, reduciendo su complejidad y convirtiendo el primitivo dibujo, no en un apunte del natural, sino en la representación de una cabeza.
Desde Wittkower, además, numerosos estudios han relacionado el Anima dannata de Bernini con otras obras de la historia del arte que consideramos ejercicios de emulación, como la Medusa y otras pinturas de Caravaggio que aquel debía conocer y que, conceptualmente, tantos puntos de conexión guardan con su escultura.
Esas referencias también pueden plantearse en relación con el Anima beata. La crítica ha coincidido en la presencia en esa cabeza de modelos de Guido Reni con este rostro beatífico y dulce, atravesado por la emoción ante la belleza del paraíso. La mirada ausente del mundo, pendiente de una contemplación maravillosa, los labios entreabiertos, suspirando ante tanta belleza y felicidad prometidas, como observadas en ese preciso momento… son de una belleza tan irreal como verosímil. La obra emociona por su ausencia absoluta de inquietud.
Las Animas son expresión de un asunto iconográfico sagrado profundamente enraizado en la Europa cristiana desde el fin de la Edad Media y, sobre todo, tras la Contrarreforma, especialmente en la cultura española y napolitana. Es muy probable que se inscriban en la doctrina bajomedieval de los Quattro Novisimi, reafirmada tras el Concilio de Trento y a la que prestaron especial atención los jesuitas, con los que Bernini mantuvo estrecha relación. Esta doctrina, muy difundida, buscaba que el creyente meditase y preparase su salvación situándose en cuatro estados del alma: la muerte, el juicio final, el paraíso y el infierno. El prepararse para el bien morir requería que el fiel los hubiera visto y experimentado antes en su interior.
Especial importancia para las Animas de Bernini debieron tener, por su despojamiento de relatos escenográficos, las estampas editadas en 1605 por Alexander Mair: cuatro alegorías en forma de bustos, y rodeadas de inscripciones alusivas y de pequeñas escenas entendidas como viñetas, que glosan lo que un rostro representa en cuanto expresión del alma. Las correspondientes al infierno y el paraíso guardan una elocuente proximidad con las obras del romano.
Por otro lado, entender la fisionomía de un rostro, sus gestos y expresiones, como símbolo de otros valores, virtudes y vicios era común en la cultura de la época y en la tradición histórica desde la Antigüedad (Cesare Ripa, en las varias ediciones de su Iconología, acentuó esa idea de que una imagen podía compendiar conceptos más complejos).
Terminaremos hablando del comitente de las Animas. Ambas fueron realizadas al final del pontificado de Pablo V Borghese, cuando Bernini comenzaba a llevar a cabo sus primeras grandes esculturas para el cardenal Scipione Borghese, es decir, cuando sus mecenas comenzaban a construir el mito de Bernini como nuevo Miguel Ángel, espoleados por el entusiasmo de Maffeo Barberini, que sería su gran protector en los años de Urbano VIII.
Siempre han sido vinculadas, estas obras, al encargo de un prelado español: Pedro de Foix Montoya, al que Bernini retrató en 1622, en un busto en mármol en su tumba, situada originalmente en la nave lateral derecha de la iglesia de san Giacomo degli Spagnoli de Roma, en la Piazza Navona. Sevillano, residió en Roma desde 1595 hasta su muerte y pudo relacionarse con el artista a través de los Borghese y el cardenal Barberini.
Las Animas se relacionaron de antiguo justamente con su tumba, acompañándola en sus distintos traslados (el último, en 1820, al Colegio Español de Santa Maria di Monserrato). Sin embargo, en 1892, estas esculturas fueron llevadas a la Embajada española ante la Santa Sede. En su testamento, el prelado dejaba dotadas misas para las Ánimas del Purgatorio en San Giacomo degli Spagnoli.
Pero estudios de Fernández Alonso, entre los setenta y los ochenta, achacaban el encargo a otro español ligado a Montoya: el sacerdote Fernando Botinete y Acevedo, muerto en 1632, que habría legado a San Giacomo ambas piezas. Un documento de 1637 que las describe apunta a que las entregaría Botinete por voluntad del primero.