Francis Bacon siempre consideró como el comienzo de su trayectoria artística el tríptico Tres estudios para figuras en la base de una Crucifixión (1944), pese a que cuando lo realizó llevaba ya más de diez años pintando y había participado en exposiciones importantes. Se trata de un conjunto de gran violencia expresiva, porque aunque no se representa ninguna acción violenta sí se hace patente una violencia indefinida, situada en un tiempo y un espacio que no podemos ver pero que imprime su horror en las formas y el color.
Los lienzos distintos que componen el tríptico, coordinados entre sí, ofrecen una originalidad desconcertante. El color naranja, que ocupa el espacio de las tres telas, impresiona al espectador porque invade su capacidad de percepción y elimina prácticamente la posibilidad de interpretar las formas conforme a las convenciones habituales. Un único sentimiento parece unir a las figuras, aislada cada una en su propia imagen: se trata de una expresión dolorosa, furiosa, de un sentimiento ligado a la tragedia; los elementos humanos y animales de las figuras, confundidos en una deformación común, resultan impenetrables y ambiguos; no permiten identificar un significado explícito individual. Cualquier tentativa de hallar en la morfología de estos cuerpos una intención conforme a la lógica está destinada al fracaso, porque estas pinturas se mueven en un territorio impenetrable a los usos habituales de la mirada.
Para el británico, la pintura no era un campo de imitación de la realidad aparente, sino una acción autónoma y artificiosa derivada de las necesidades instintivas del individuo. Lo que transmite el magma gris de estos entes es la desgarradora expresión de un grito del que no sabemos la naturaleza y la causa, y que aquí queda reducido a su fuerza primitiva, más allá de la necesidad humana de identificar y resolver las razones que provocan el malestar profundo. Más animal que humano, ese grito (o alarido) es tan excesivo que llega a trascender las propias implicaciones expresivas: no comunica una emoción racionalmente inteligible, y justamente esa oscuridad sobre el origen de la sensación suscitada y sobre la identidad verosímil del sujeto visible permite que la imagen se libere de cualquier valor ilustrativo e impacte en el nivel más intuitivo de la mente, aquel en el que actúan las sensaciones, formas de conocimiento que preceden a la lógica y son más profundas que esta.
Para el británico, la pintura no era un campo de imitación de la realidad aparente, sino una acción autónoma y artificiosa derivada de las necesidades instintivas del individuo.
Renunciando a esa lógica, Bacon saca a la superficie y dota de forma a todo aquello que procede del inconsciente: la masa compleja, múltiple y contradictoria de las emociones y las imágenes obsesivas que las suscitan. Ese es su material, nada más que la experiencia de la existencia humana y el sustrato inconsciente por el que transcurre.
La superficie de color naranja deslumbra hasta el punto de que el espacio se percibe más a nivel psíquico que lógico. La lucha de las pinceladas revela rastros de líneas, geometrías parciales e interrumpidas, de construcción del espacio. Se trata de fragmentos residuales de la capacidad que poseía la pintura anterior de delinear alrededor de las figuras humanas una configuración orgánica, fuese natural o arquitectónica, de la cual aquellas fueran la medida o referencia. Esa representación del espacio dominada por el ser humano podía expresar por sí sola una buena parte de la inteligibilidad narrativa y simbólica de la representación; de aquellos intentos de perfección sobreviven en Bacon fragmentos perceptibles con la misma inmediatez, y el hundimiento en el abismo de la mente, presentes en el resto de sensaciones que constituyen la materia de la pintura.
Se trata de las huellas de una tragedia identificable a través del paso de la historia, de la forma más interna: el terrorífico y vital ritmo de la transformación de la humanidad y de su cultura. Del pasado de la civilización humana irrumpen en esta obra tipologías biomórficas que recuerdan ciertas figuras de bañistas de Picasso de la década de los veinte, entre lo cómico y lo grotesco. Se trata de formas que surgen de la cultura artística, pero con la misma perentoriedad que una obsesión de la mente, y la figura resultante es la expresión traumática del horror que se origina en sensibilidades profundas, de la historia de la pintura percibida como materia viva. Es como si Bacon hubiera encontrado las invenciones del malagueño en el recorrido de la imaginación, como un trazado predispuesto: “una armadura formal”, como él se refirió a sus propias fuentes en la historia del arte.
Algunos indicios en la pintura, y bastantes más en la memoria histórica, indican que el horror aquí patente se relaciona con el drama inherente a la Europa de entonces, sumergida en 1944 en la II Guerra Mundial. Pero el verdadero objetivo del artista aquí es la expresión del horror en sí, por encima de cualquier causa transitoria y específica. Una causa relativa podría ser superada, pero el horror como fuerza inseparable de la existencia no admite progreso ni distracción.
Del horror, Bacon recoge la expresión más universal a través de la fuerza de la pintura y da forma a un grito. Como las figuras no desempeñan ninguna acción concreta, la clave para comprender su naturaleza en este tríptico se encuentra en la expresión “estudios” que aparece en el título, una expresión ajena a la representación de la realidad y propia de la tradición más propiamente académica de la obra artística. De hecho, las figuras se hallan en un estado de suspensión preparatoria en que todo autor, de cualquier época, coloca a su modelo en el momento en que se dispone a convertirlo en imagen del propio mundo interior.
Si Bacon atribuye a estas obras un título como “estudios”, que se refiere a una condición transitoria y neutral del trabajo artístico, es porque este momento de la práctica tradicional de la pintura se convierte en el objeto mismo de la imagen. Al imponer ese límite, logra transformar la propia experiencia existencial en sensación y expresarla como fuerza universal. Se trata, en el fondo, de una de las finalidades más radicales del arte contemporáneo, al considerar el arte como auténtico protagonista de la obra.