Estuvo muy presente en los mosaicos paleocristianos y en las miniaturas de época carolingia, pero el primer gran momento del azul en la creación artística coincidió con una etapa de incremento de sus tonos: se dio entre fines del siglo XI y principios del siglo XII. Hasta entonces era tenido por un color secundario o periférico, menor a nivel simbólico respecto a los tres básicos en las culturas antiguas (rojo, blanco y negro). En pocas décadas todo cambió, como prueba el nuevo estatus iconográfico del azul y su cada vez mayor presencia en escudos y vestidos, comenzando por los muy significativos de la Virgen María.
Su figura en el arte no siempre vistió de azul; será justo desde el siglo XII cuando la asociaremos sobre todo con este, hasta el punto de convertirse en uno de sus atributos: el azul sería el color más frecuente de su manto, de su vestido o, con menor asiduidad, de su indumentaria al completo. Con anterioridad, veíamos a María ataviada en cualquier tonalidad, normalmente oscura (gris, negro, morado, marrón, azul o verde oscuro); se buscaba que se tratara de un color que expresara dolor o luto por su Hijo muerto en la cruz, una idea que ya veíamos en composiciones paleocristianas -sabemos que en la Roma imperial eran habituales los trajes oscuros en los funerales de familiares o amigos- y que se mantendría en las etapas carolingia y otoniana. Sin embargo, en la primera mitad del citado siglo XII esa paleta se va reduciendo, convirtiéndose el azul en la única opción a la hora de expresar el atributo mariano de luto y haciéndose a su vez, poco a poco, más luminoso: miniaturistas y vidrieros se esforzaron para que el nuevo azul mariano se correspondiese con el también nuevo concepto de la luz aplicado por los constructores en los templos y ligado a la teología.
El desarrollo del culto mariano tuvo mucho que ver, por tanto, con la promoción del nuevo azul en el arte; hacia 1140, los pintores vidrieros lograron formular el azul de Saint-Denis, relacionado con la construcción de la abadía del santo, y años más tarde, cuando los artífices de este templo (y sus técnicas) se desplazaron al oeste, ese azul se convertiría en el azul de Chartres o el de Le Mans; posteriormente se difundió aún más y lo veremos en muchos vitrales de finales del siglo XII y principios del XIII, manifestando una nueva concepción del cielo y de la luz. Con el tiempo, se diversificaría en matices hasta el punto de, ya en el siglo XIII, adquirir tonalidades más densas u oscuras; esos cambios tenían que ver con cuestiones tanto técnicas como financieras, como el mayor uso del cobre o el manganeso respecto al cobalto, y generaría permutaciones estéticas relevantes: el azul gótico de la Saint-Chapelle parisina, hacia 1250, tiene poco que ver con el románico de Chartres, un siglo anterior.
Los esmaltistas de este momento procuraban imitar a los maestros vidrieros y contribuyeron a difundir los nuevos tonos de azul en objetos litúrgicos (patenas, cálices, relicarios, píxides) y también objetos de la vida cotidiana, como los aguamaniles; más tarde, saldrán a nuestro encuentro, igualmente, en libros manuscritos y los miniaturistas comenzarían a enlazar u oponer sistemáticamente rojos y azules. En el primer tercio del siglo XIII, asimismo, figuras con cierto poder, a imitación de la Virgen, comenzarían a vestirse de azul, rasgo que hubiese sido inconcebible algunas décadas antes: san Luis fue el primer rey de Francia en hacerlo habitualmente.
Si repasamos la evolución del azul mariano después del final de la época gótica, su momento de apogeo, detectaremos que la consagración del azul como color propio de la Virgen sería relativa: al principio de la Edad Moderna continuaba siendo su atributo cromático más frecuente, pero el barroco traería algunas tendencias nuevas, como las vírgenes doradas, en alusión a la luz divina, una corriente que triunfó en el siglo XVIII y pervivió en el XIX. No obstante, a partir de la adopción del dogma de la Inmaculada Concepción, según el cual María quedó preservada del pecado original por privilegio divino (el dogma lo reconoció el papa Pío IX en 1854), el color iconográfico de la Virgen pasaría a ser el blanco, como símbolo de pureza. Era la primera vez, desde los tiempos más tempranos del cristianismo, en que el color iconográfico de María y su color litúrgico coincidían: en la liturgia, desde el siglo V para algunas diócesis y desde el pontificado de Inocencio III, entre los siglos XII y XIII, para buena parte de la cristiandad romana, las fiestas de la Virgen se asocian con dicho blanco.
A lo largo de los siglos, por tanto, la Virgen pasó por casi todos los colores, o casi: una Virgen románica tallada en madera de tilo que se conserva en el Museo de Lieja y se data hacia el año 1000 fue pintada en inicio en negro, como era usual en aquel momento, y en el siglo XIII repintada en azul, atendiendo a la iconografía y la teología góticas. Pero la transformación no acabó ahí: a fines del siglo XVII el azul se sustituyó por el dorado, que se conservó durante cerca de dos siglos hasta que se asentó el dogma de la Inmaculada Concepción y la figura fue enjalbegada por completo con pintura blanca, hacia 1880. Esta imagen deja patente lo que la escultura tiene de objeto vivo y documento de la historia de los colores y su simbología.
La promoción del azul en los siglos XII y XIII no se dio solo en el arte, sino que alcanzó la vida social, donde tuvo consecuencias económicas importantes. Tenemos que hablar, en este sentido, de los escudos de armas, cuya difusión fue muy rápida en este momento; eso sí, en los escudos se ignoran los matices cromáticos: sus colores son abstractos, absolutos y el artista que trabaja con ellos los selecciona atendiendo a materiales y soportes. En los escudos de Francia, por ejemplo, encontramos el llamado azur sembrado de flores de lis de oro, que a veces se expresa a través de un azul celeste, otras medio y otras oscuro, sin que esto tenga ningún tipo de significado; además, muchos escudos de armas medievales no los conocemos por representaciones que incorporen color, sino por descripciones en tratados o textos literarios que no detallan especificidades, sino colores puros. Las contingencias relacionadas con los citados soportes, con las posibilidades de las técnicas pictóricas o de tintura, la química de los pigmentos, los colorantes, el deterioro del tiempo o, incluso, las preocupaciones estéticas no se recogen en esos textos.
En todo caso, el estudio estadístico sí demuestra una progresión en la frecuencia de la presencia del azur en los escudos europeos entre la época en que estos aparecen, hacia mediados del siglo XII, y principios del XV: pasa del 5% en 1200 al 30% en 1400, es decir, un escudo de cada veinte lo contiene al terminar el siglo XII y, a principios del XV, serán casi uno de cada tres. Esta tendencia, aún siendo clara, no era simétrica en todas las áreas del continente: el azur era mucho más frecuente en el este de Francia que en el oeste, en los Países Bajos que en Alemania o en el norte de lo que sería Italia que en el sur. Curiosamente, en las regiones donde más se empleaba el azul menos se utilizaba el negro: en lo heráldico, y también en otros sentidos, tenían la misma función.
Un terreno distinto, pero también relevante, es el de los escudos imaginarios: los que autores y artistas de tiempo medieval atribuyen a personajes que también lo eran en mayor o menor grado (como héroes de canciones de gesta, figuras mitológicas o bíblicas, aquellas que simbolizan vicios y virtudes…) y que podían aportar informaciones valiosas a los historiadores a la hora de comprender la sensibilidad medieval. La literatura artúrica guarda un topos heráldico ejemplar desde esta perspectiva: la irrupción en el curso del relato de un caballero desconocido con un escudo raso (de un solo color), que se sitúa en medio del camino del héroe y lo reta; el color del escudo atribuido a ese caballero desconocido sirve al autor para dar a entender de quién se trata.
Así, un caballero rojo solía tener malas intenciones o venir del Trasmundo; uno negro es un personaje relevante, bueno o malo, que quería ocultar su identidad; el blanco suele ser una figura positiva y protectora; el verde, alguien de comportamiento temerario. Hasta el siglo XIII, sorprendentemente, no hubo caballeros azules, hemos de suponer que porque no tendrían ningún sentido para el lector u oyente: la promoción del azul en los códigos sociales y los sistemas simbólicos aún no había llegado y el código de los colores de los caballeros que se topan con los héroes se había elaborado antes.
Los cambios llegarán en el siglo XIV a las novelas de caballerías, como prueba la anónima Perceforest: el negro empieza a asociarse a lo negativo, el rojo deja de considerarse peyorativo y aparece el azul, enlazado con personajes leales y valientes, al principio secundarios y paulatinamente protagonistas. Como muestra, el botón de Dit du blue chevalier, de Froissart (1361-1367).
En suma, a partir del año 1000, y sobre todo desde el siglo XII, el azul dejaría de ser en Occidente el color de segunda categoría que era en la Antigüedad y la Alta Edad Media; se convertiría pronto en un color aristocrático y extendido, cambió su estatus y su valor económico se multiplicó por diez. Tras difundirse mucho en la indumentaria, invadiría igualmente la creación artística, lo que supuso una reorganización poderosa de la jerarquía de los tonos en los códigos sociales y los sistemas de pensamiento.
BIBLIOGRAFÍA
Michel Pastoureau. Azul. Folioscopio, 2023
Michel Pastoureau, Dominique Simonnet. Breve historia de los colores. Paidós, 2006