En la Baja Edad Media y a principios de la Edad Moderna, cuando comenzó a surgir el género pictórico de la naturaleza muerta, la actitud hacia cualquier utensilio era bien distinta a la actual… y hacia estas composiciones también lo fue. Al artista, como a su cliente, le importaban fundamentalmente el uso y el destino de los objetos de uso cotidiano y, como aún estaba marcada por consideraciones religiosas, su contemplación iba acompañada casi siempre de alguna asociación espiritual.
Evidentemente, esos lazos se hacen más patentes en las imágenes que representan temas bíblicos, como el Políptico de San Bavon de Jan van Eyck: los retratos muestran, muy a menudo, escenas de género, y las historias bíblicas y las leyendas de santos se trasladan a escenarios, entonces, contemporáneos. Lo representado en estas piezas se tomaba, por tanto, de la realidad de su época. En la Anunciación de dicho políptico, una hornacina contiene un cuenco metálico (sea lavabo o pila de agua bendita) sobre el que cuelga, de una cadena, un brasero o incensario; al lado aparece un paño sobre una barra.
Aquellos instrumentos litúrgicos podían encontrarse en las iglesias, pero seguramente también, como puede deducirse del Tríptico de Enrique de Werl con Santa Bárbara, en el Prado, en las casas patricias, donde servirían al culto privado, recordando elementos del tabernáculo. Es interesante que en Van Eyck ese detalle, que al fin y al cabo solo es parte de una continuidad escénica que va desde el ángel de la izquierda hasta la Virgen María de la derecha, esté encuadrado de forma que se podría aislar como un bodegón independiente. Esa separación volverá a producirse, de hecho, medio siglo más tarde, en un maestro de los Países Bajos del Sur que pintó un bodegón con lavabo, jarra y libros, aislado de un contexto más amplio; la obra se encuentra en Rotterdam, en el Boijmans van Beuningen.
Otro ejemplo célebre del detalle de un bodegón en una pintura primitiva flamenca es la composición que forman una gavilla de trigo y dos recipientes de flores (un albarello con azucenas y un jarrón de cristal con capullos de aguileña), en el primer plano de la Adoración de los pastores en la tabla central del Retablo de Portinari de Hugo van der Goes, en los Uffizi. Según la octava homilía de san Gregorio, la gavilla de trigo hace referencia a Belén, lugar natal de Cristo, cuyo nombre en hebreo significa casa del pan; las flores, sin embargo, aluden a la Virgen María y el Espíritu Santo. Lo que en Van der Goes está aún significativamente incluido en la escena de la Adoración se independizará después, en los bodegones de los siglos XVI y XVII, por ejemplo en el jarrón de flores de Jan Brueghel de Velours, en el que no casualmente las azucenas forman parte de la imagen.
En esos ejemplos del siglo XVI es llamativa la exactitud en la representación de los objetos: para el espectador de aquel tiempo, tenían un valor especial y se apreciaban en ellas sus características específicas; en el caso de la pila o lavabo, el brillo metálico; en el del albarello, la calidad técnica de la loza con su barniz de estaño; y en el del jarrón de cristal, su transparencia.
Los primitivos flamencos respondían a las necesidades de su público, para el que aquellas piezas eran aún, en general, artículos preciosos de lujo (el albarello, mismamente, importado de Málaga o Valencia), mediante una forma de representación que ofrecía a la vista, con minuciosidad, las calidades de las superficies. Así, el interés de los profanos, basado en su experiencia cotidiana, exigía una forma de pintar que podemos calificar como ilusionista. La atención a la índole de los materiales, la epidermis de lo representado, fue fundamental en la creación flamenca del siglo XV y abarcó por igual figuras y enseres, de hecho, el tratamiento uniforme de ambos no permitía aún, al principio, aislar los objetos por completo.
Por eso no podemos todavía, en el arte de la Baja Edad Media, hablar de naturalezas muertas en sentido estricto, salvo excepciones como la citada del maestro de los Países Bajos del Sur.
Fue necesaria para la percepción estética de los objetos con detalle la experimentación, iniciada en el siglo XIII, con espejos y lentes ópticas, de los que se sirvieron artistas y profanos: en la Virgen del canónigo George van der Paele (1436), de Jan Van Eyck, que se conserva en el Groeningemuseum de Brujas, el clérigo arrodillado porta en la mano unos anteojos, adelanto técnico de la época, que permitían un aumento notable de lo que entonces quedaba vetado al ojo desnudo.
La epidermis de las cosas, solo visible gracias a la luz, adquiere ahora carácter de signo (entendido como semejanza o imagen) y esos signos ópticos son los que imita Van Eyck con pinceladas precisas, utilizando el instrumento que el canónigo muestra al espectador. Mirar a través de la lente permite penetrar en la estructura afiligranada de las materias más diversas; como el espejo convexo de El matrimonio Arnolfini (1434), tiene la función de recoger algo que completa y complementa lo que la visión en perspectiva de la estancia no permitiría incluir: la pared que hay a espaldas del espectador, cuyo punto de vista se identifica en principio con el del artista. Y este se introduce en la realidad del cuadro, con otra persona, como testigo de lo que ocurre y de todos los objetos pertinentes de la habitación, casi con carácter notarial: se levanta acta de una situación que será transitoria.
Con más claridad aún apreciamos ese impulso legalizador en otra obra de Van Eyck en la National Gallery: la que representa a un hombre, con un tocado parecido a un turbante, tras un pretil de piedra reproducido de forma deliberadamente ilusionista. Este, aunque solo sea apariencia, sugiere una realidad coordinada con la del retratado; en el pretil aparecen cinceladas las palabras leal souvenir: se confirma que fue cierto lo que vemos y las grietas y desconchados hablan de la decadencia física del paso del tiempo.
En las obras que hemos mencionado hasta ahora vemos una situación de mixtum compositum: individuos y utensilios aún no se han separado. En los siglos XV y XVI se da aún esa circunstancia: no suele haber retratos o bodegones puros y se presta cierta atención a la relación entre ambos: el rollo de papel que el individuo retratado por Van Eyck lleva en la mano derecha, ligeramente extendida sobre el pretil, sustenta la identidad del hombre; se discute si se trata de una partitura y estamos ante un músico o de un contrato y sería un escultor.
Con el fin de comunicar esos atributos, se evitan casi siempre las superposiciones; lo apreciamos en el San Eligio de Petrus Christus, que pesa la alianza de una novia en una imagen custodiada en el MET. De nuevo nos llama la atención un pretil; en este caso, un mostrador tras el que se sienta el santo patrón de los orfebres, patricio acomodado según su ropa, atendiendo a una pareja. Dos transeúntes, como vemos en el espejo convexo de la derecha, contemplan desde la calle lo que pasa y, en la estantería tras el santo, se exponen copas preciosas, collares de cuentas, anillos, corales. Estos últimos se consideraban material salutífero para los recién casados.
Esta obra, datada en 1449, ejemplifica el carácter de mercancías de muchos objetos. Producidos manualmente, eran artículos de lujo destinados a una clientela pudiente para aumentar su prestigio y demostrar su privilegio.
Sesenta y cinco años más tarde, Quentin Massys varía a su modo el tema desarrollado por Petrus Christus en El cambista y su mujer: otra vez encontramos el mostrador paralelo al cuadro en primer plano, pero tras él se sienta ahora un matrimonio, enmarcado por detrás por una estantería de dos cuerpos. En la balanza, el hombre no manipula ya las delicadas pesas de un orfebre, sino que pesa monedas, y no se trata de una tienda abierta a la calle, como deja ver el espejo convexo del centro, en el que se refleja la ventana del cuarto y una persona, quizá el mismo artista.
Se diferencian las actividades de la pareja: el hombre se entrega a su quehacer ensimismado y su mujer lo contempla mientras observa un libro piadoso en el que aparece una miniatura de la Virgen (el libro abierto era, desde el último tercio del siglo XV, tema predilecto en la pintura flamenca). Podemos interpretar que se exigía del cambista que ejerciera su profesión escrupulosamente, conforme a la ley divina; se sabe que, desde el siglo XVI, las condiciones del mercado de crédito habían empeorado mucho a favor de los deudores y que aprovecharse de la coyuntura mercantil para obtener beneficios se consideraba usura y ganancia ilícita.
Si nos fijamos en La muerte y el avaro, de Provost, las riquezas acumuladas se presentan al espectador como un bodegón, en el margen izquierdo de la composición, en forma de bolsas de dinero y pagarés, así como en el libro que registra los préstamos por los que se piden intereses exagerados: se subraya ante el espectador que la acumulación de bienes terrenales y la búsqueda del dinero son vanas y contrarias a los mandamientos.
Si este tráfico monetario se sometía a crítica satírica, la pintura también celebraba el desarrollo económico que permitía la transformación de las condiciones agrarias. Aertsen o Beuckelauer nos muestran de forma evidente los progresos en el campo, pero sobre todo el mejor aprovechamiento del suelo, antes solo cultivado en barbecho, y los resultados de la mejora en los abonos, de la rotación de cosechas…
La estética de las mercancías continuó poblando el género del bodegón, pero paulatinamente este se orientó a satisfacer el deseo del consumidor a través de la vista; en un segundo paso, mucho más adelante, en la vanguardia clásica, se despojarán además los objetos de su sustrato material y así quedarán solo colores y formas con su propia existencia autónoma.
BIBLIOGRAFÍA
El bodegón. Galaxia Gutenberg, 2000