Tras las conquistas técnicas alcanzadas en el Imperio carolingio, en el siglo XI se gestó un estilo arquitectónico y artístico más sabio y uniforme, llamado románico por la misma razón por la que llamamos romances a las lenguas derivadas del latín. Esa uniformidad se debía a dos razones fundamentales: por una parte, la influencia de las órdenes monásticas y la reforma de la orden benedictina, que tuvo su origen en el monasterio de Cluny, fundado a principios del siglo X, cuya regla terminaría imponiéndose a un millar de abadías en Occidente; por otra parte, la generalización de las peregrinaciones a Roma y Santiago, que contribuyeron a la internacionalización del estilo. En torno a las rutas de los peregrinos, y en sus puntos estratégicos, se levantaron algunos de los principales templos y monasterios románicos.
Este tipo de arquitectura, que, como toda la cristiana medieval, es fundamentalmente religiosa, creó un tipo de templo abovedado muy uniforme, lejos del puramente basilical, que, evolucionando, pervivió a través del gótico hasta el Renacimiento. También dio forma a un nuevo tipo de monumento religioso: el monasterio, que nació para responder a las necesidades de las florecientes órdenes monacales. Igualmente este, pese a sus cambios posteriores, conservó durante muchos siglos parte de los rasgos generales que ahora se imponen y, dado que la ciencia se encontraba en los propios monasterios, sus monjes solían ser los arquitectos.
Al margen de los grandes progresos técnicos que la arquitectura románica aportó a los estilos occidentales anteriores, los maestros románicos siguieron confiando más en la gran masa de muros y bóvedas que en el equilibrio y el contrarresto de las presiones. Ya que no se abren grandes vanos en los gruesos muros y las ventanas son pequeñas y estrechas, a veces como saeteras –sobre todo en los ábsides–, los interiores son oscuros, invitando al recogimiento. Buscándolo.
En la arquitectura románica, que ya no aprovecha elementos constructivos ni decorativos de los monumentos romanos, el sentido de la proporción clásica desaparece, y donde esa ruptura con el pasado se hace más patente es en la columna, cuyo fuste deja de ser troncocónico y se hace cilíndrico. La proporción entre el diámetro y la altura de la columna se olvida y el arquitecto románico no tiene inconveniente en dar el mismo grueso a la baja columna de un claustro que a la altísima que, adosada a un pilar del templo, se eleva hasta la bóveda de la nave mayor.
Perdido también el recuerdo de los órdenes clásicos, todas las columnas tienen basa con plinto y el fuste, o bien se conserva liso, que es lo más frecuente, o se estría, incluso en zigzag, o se recubre de ornamentación vegetal. El collarino, que en la columna romana se labraba en la parte superior del fuste, pasa ahora a formar parte del capitel, del que desaparece ahora todo recuerdo del dórico y el jónico. Se emplea, en cambio, el tipo de capitel cubierto de hojas que deriva del corintio aunque, salvo en determinados momentos y escuelas, el recuerdo del acanto desaparece y el follaje es distinto.
Los escultores románicos no se contentan, sin embargo, con esos capiteles de abolengo clásico más o menos desfigurados. Con ese ritmo insistente y tortuoso que caracteriza su decoración vegetal, alargan esos tallos vegetales y los entrelazan una y otra vez hasta crear un caprichoso enrejado de formas orgánicas, ya sin parentesco con el diáfano orden de las hojas de acanto clásico.
A veces, quizá por influencia de los marfiles hispanoárabes, de las telas y las decoraciones orientales, se entretejían junto a los elementos vegetales figuras de animales o humanas, bien reales, aunque muy estilizadas, bien monstruosos o fantásticas. Son figuras animadas que se retuercen, estiran o abultan caprichosamente, se muerden o forcejean entre sí, revelando una tensión espiritual que representa el extremo opuesto del reposo y la diafanidad clásicos.
Si la sensibilidad anticlásica crea estos dramáticos capiteles cargados de monstruos, el sentido didáctico y evangelizador de la Iglesia convierte a su vez el capitel en un relieve corrido en que se recuerdan las historias del Antiguo y el Nuevo Testamento. Una vez creado este tipo de capitel historiado, netamente cristiano, los artistas introducen a veces temas tomados de la fábula, como el apólogo, y escenas de oficios relacionados con la construcción.
Respecto a las cubiertas, al reemplazar el arquitecto románico la techumbre de madera por la bóveda con arcos de refuerzo fajones, y hacerla cabalgar sobre arquerías, le fue necesario recibir no solo los arcos de estas, formeros, sino también los transversales o perpiaños. Como para recibir bien ese doble juego de arcos son insuficientes la columna y el pilar rectangular, nace un nuevo tipo de pilar, bastante más rico, de sección cruciforme: con un cuerpo resaltado por cada uno de sus frentes para recibir los cuatro arcos. Dado este paso, la evolución y el enriquecimiento del pilar románico es un camino natural.
Al no tratarse de arcos sencillos, sino con un resaltado más estrecho en su intradós, cada uno de los frentes recibe también un nuevo resalte central que no hay inconveniente en transformar en una columna adosada. El empleo de la bóveda de arista, que, junto a la de cañón, es la preferida del románico, introduce a su vez una columna de menor grosor en el ángulo entrante del pilar.
Teniendo en cuenta la tendencia al recargamiento de toda evolución estilística, el primitivo pilar cruciforme llegó a convertirse en un haz de columnas y molduras verticales que lleva en sí el germen del futuro pilar gótico. Y si el sistema abovedado con arcos de refuerzo transforma en el interior el pilar de esta forma, exteriormente da lugar a un gran número de estribos que contribuyen a la decoración de las fachadas laterales.
Dada la tendencia al recargamiento de toda evolución estilística, el primitivo pilar cruciforme llegó a convertirse en un haz de columnas y molduras verticales que lleva en sí el germen del futuro pilar gótico
En cuanto a los arcos, el preferido es el de medio punto de sección rectangular. Impulsado por el deseo natural de enriquecerlo, pronto se dobla, es decir, se resalta en su intradós otro más estrecho, y se decoran sus ángulos con dos toros o molduras de sección semicircular.
El proceso evolutivo continuaría multiplicando molduras cóncavas y salientes, rectilíneas y quebradas, aligerándolo de masa.
Como hemos dicho, las bóvedas más frecuentes en la arquitectura románica son las de cañón semicircular con arcos de refuerzo y la de aristas. En cuanto a las de tipo esférico, se emplea tanto la bóveda sobre trompas como la cúpula y la de cuarto de esfera, esta última en los ábsides. Tampoco es rara la esquifada.
Aunque el estribo sirve para contrarrestar el empuje de la bóveda de cañón concentrado en los arcos fajones y los muros son gruesos, la multiplicidad de las naves y la doble planta que a veces existe en las laterales crean numerosos problemas de equilibrio que el arquitecto románico procura resolver contraponiendo unas bóvedas a otras para que contrarresten sus mutuos empujes.
Las puertas de templos y monasterios suelen ser abocinadas, aspecto que persistirá en el gótico. El arco de la puerta suele tener tímpano y, si la puerta es ancha, se refuerza el dintel sobre el que descansa ese tímpano con un parteluz o soporte central.
3 respuestas a “Arquitectura románica: apuntes básicos”
Pedro
me hubiera gustado que estuviera mas resumido pero me ha valido para mi trabajo de historia
masdearte
Nos alegramos, Pedro. Un saludo.
David Canales Perea
La admiración que estos constructores nos han legado es permanente. Llama la atención su trabajo sobre la piedra, creo que, de acuerdo con las nuevas corrientes históricas, investigar sobre sus herramientas, la organización de la escuela y su formación técnica.