El pueblo romano, como sabemos de temperamento más práctico que el griego pero de sensibilidad artística menos refinada, al igual que el etrusco, siguió los modelos de su península vecina, aunque, evolucionados ya en una época más tardía, sobre todo los del periodo helenístico. Su mayor personalidad se desarrolló en el ámbito de la arquitectura, seguramente por su carácter utilitario: no solo se emplearon la bóveda y el arco como elementos arquitectónicos corrientes, sino que se les hizo desempeñar un papel de primer orden hasta alcanzarse, en la época del Imperio, una arquitectura abovedada de extraordinaria grandiosidad, distinta de la griega.
Es cierto que, incluso en este ámbito de la arquitectura, los artistas griegos continuaron bajo el Imperio dirigiendo obras de primer orden (uno de ellos fue Apolodoro de Damasco, autor de las mayores empresas arquitectónicas de Trajano), pero la verdad es que no faltaron arquitectos romanos al frente de edificaciones destacadas en el mismo Oriente.
Desplazado el arte etrusco, a comienzos del siglo III, por el helenístico, la arquitectura republicana asimiló cada vez con mayor intensidad las formas griegas, pero dio también pasos decisivos hacia la creación del estilo propiamente romano. Así, antes de finalizar el siglo I a.C, se edificaron puentes y acueductos que demuestran un dominio del arco y de la bóveda superior a los modelos orientales: en el Tabularium (78 a.C.) se emplean a la vez arco y dintel, novedad de consecuencias trascendentales para la arquitectura posterior, y también se definieron las características esenciales del templo romano frente al griego.
Bajo el Imperio, la arquitectura romana, al contacto con Oriente, se transformó, y se construyeron edificios más lujosos y de proporciones gigantescas. Se creó un nuevo capitel, el compuesto, más rico que los griegos, y el entablamento se trató cada vez con mayor libertad, resaltándose trozos de él para producir contrastes de claroscuro más intensos. En los últimos tiempos, incluso se utilizó la misma columna como simple tema decorativo y en Siria, en concreto, se llegó a un movimiento en las formas, a un recargamiento ornamental y a unos efectos de carácter pictórico que hacen pensar en cierto barroquismo. Pero lo que más contribuyó a la consolidación de una arquitectura propiamente romana fue la generalización de las cubiertas abovedadas y su empleo en edificios de una amplitud antes desconocida.
En lo relativo a construcción e ingeniería, se logró un avanzado dominio de los materiales. En sillería se emplearon los más diversos aparejos, que describió Vitrubio, pero además se concedió un papel de primer orden al mortero u hormigón muy fuerte, con cantos rodados o piedras pequeñas, que, una vez fraguado, convertía la obra en él labrada en un solo bloque de consistencia pétrea y duración quizá eterna. Ese material pobre y barato, y que, por tanto, exigía un revestimiento rico o con apariencia de serlo (opus tectorium) fue decisivo en los destinos de la arquitectura romana, sobre todo en lo gigantesco de sus proporciones.
Material tan frecuente como el hormigón fue el ladrillo, que comenzó a emplearse cocido en el s. I a.C. y recibió nombres diversos según su tamaño: bipedalis, sexquipedalis y bessalis. Dentro de la nomenclatura vitrubiana, merecen recordarse, por lo frecuente de su uso, el opus quadratum (sillería a tizón aprendida de los etruscos), el opus incertum (mampostería menuda) y el opus reticulatum (muro de esa naturaleza revestido con pirámides de base cuadrada y dispuestas al sesgo).
Los romanos adoptaron los órdenes griegos, pero introduciendo en ellos novedades, y crean uno nuevo, en el que se funden jónico y corintio. En su orden dórico, la columna, que suele ser de fuste liso, termina en la parte superior en un toro muy estrecho llamado astrágalo, transición al capitel. Este, por influencia etrusca, transforma la sección parabólica de su equino en un cuarto bocel, añadiéndole por la parte inferior un breve cuerpo cilíndrico. Es el orden que se conoce también como toscano.
En cuanto al orden jónico, la principal novedad se refiere a la preferencia romana por el empleo en todas las columnas, al margen de su emplazamiento, del tipo de capitel jónico de esquina, en el que las volutas aparecen, además de en los frentes anterior y posterior, en los laterales. Como en otras innovaciones, al olvido del origen de la forma se une el deseo de producir un efecto de mayor riqueza.
Por esa afición al lujo, el orden preferido por el pueblo romano fue el corintio, que solo en contadas ocasiones emplearon los griegos.
La principal aportación romana a los órdenes clásicos fue el capitel compuesto, llamado así por estar formado por elementos de los capiteles jónico y corintio. Reflejo de ese amor por la riqueza de la Roma imperial, se trata en realidad de un capitel corintio enriquecido, en su parte superior, con el cimacio e incluso las volutas del jónico. Así formado, aparece por primera vez en el arco de Tito (81 a.C.), pero en tiempo posterior se introducen en él figuras humanas como la de Hércules en los capiteles de las Termas de Caracalla.
En cuanto al entablamento, los romanos manifestaron cierta inclinación a decorar las metopas del orden dórico con rosas, bucranios, discos… pero la mayor novedad es, como en el arte helenístico, la libertad con que los arquitectos imperiales interpretan sus diversas partes. Así, a mediados del siglo II, veremos frisos convexos. El arquitecto romano se sirve, además, con frecuencia, de pedestales que constan de plinto o basa, dado o cuerpo central y cornisa.
Si los griegos utilizaron alguna vez, en el interior y el exterior de un mismo edificio, dos órdenes distintos, los romanos podían superponerlos en una misma fachada, convirtiendo esa superposición en uno de sus sistemas constructivos más usados en los grandes monumentos.
Aunque ya no se atribuye a los etruscos la invención del arco, de ellos lo aprendieron los romanos, sus verdaderos difundidores y quienes lo convirtieron, como a la bóveda, en elemento arquitectónico corriente de primer orden. El arco empleado por los romanos es el semicircular o de medio punto. A juzgar por los relieves, se le hace cabalgar ya sobre columnas en tiempos de Augusto, pero la primera vez que se construye en esa forma en gran escala fue en el Foro de Leptis Magna, a principios del siglo III.
El sistema de los templos griegos pseudoperípteros de adosar la columna y el entablamento al muro, de gran efecto decorativo, sirve de base al arquitecto romano para una de sus principales innovaciones: encajar entre esas columnas y bajo el dintel un arco, simultaneando así dos sistemas constructivos, suficientes cada uno para la solidez del vano pero estéticamente contradictorios, ya que horizontalidad y reposo y curva y dinamismo son los signos opuestos del dintel y del arco.
Los triángulos que forman el trasdós o exterior del arco, el arquitrabe y las columnas son las enjutas, nueva forma arquitectónica que tendrá fecunda historia. La colocación del dintel sobre el arco aparece ya en el citado Tabularium o archivo del pueblo romano (78 a.C.), en cuyo interior se empleó la bóveda de arista, conocida por los arquitectos helenísticos desde principios del siglo II a.C. La superposición del dintel al arco se usó como fórmula perfectamente lograda en el Teatro Marcelo (13 a.C.).
Ese empleo no puramente constructivo de los órdenes adintelados griegos, adosados al muro, transformaba el entablamento en un elemento decorativo más que los arquitectos romanos manejaron con libertad. Ya en el arco de Tiberio en Orange (46 a.C.), el arco se eleva tanto que llega a interrumpir el entablamento; en el templo de Minera, del Foro de Nerva (96-98), ese entablamento aparece a trozos alternativamente con todo el relieve de las columnas sobre las que descansan, o simplemente al ras del paramento del muro. Y en las termas de Caracalla, se reduce a un trozo tan estrecho que llega a convertirse en una suerte de segundo capitel, novedad que tendrá consecuencias en el Renacimiento.
La bóveda, que llegó a presentar gran número de variedades, se utilizaba en Roma con gran perfección técnica ya a mediados del siglo II d.C., como vemos en la Cloaca Máxima, el Pons Aemilius y el Pons Milvius. Pero las grandes edificaciones cubiertas por bóvedas gigantescas y complejas no aparecen hasta la época imperial. Bajo los flavios, a fines del siglo I, se generalizó la bóveda de aristas (como en el Coliseo), aún infrecuente en el periodo republicano. Y en tiempos de Adriano, la Villa de Tívoli (130 d.C.) nos muestra bóvedas de cañón con lunetos y semiesféricas gallonadas sobre anillo de lóbulos cóncavos y convexos y con arcos de descarga, muy importantes en la arquitectura medieval. Particularmente interesante es la bóveda de nervios de la Sette Bassi de Roma, consecuencia de los arcos de refuerzo del Coliseo, y es importante la novedad de apoyar la bóveda de arista sobre columnas adosadas en las Termas de Caracalla, donde aparecen, además, unas incipientes pechinas para pasar de la planta octogonal a la bóveda semiesférica.
Como adivináis, los sistemas abovedados romanos, de grandes proporciones y presiones laterales considerables, exigen muros muy gruesos.