En su autobiografía, el escultor Benvenuto Cellini dijo de sí mismo que los secretos de su arte morirían con él, refiriéndose probablemente a que los procedimientos concretos podían aprenderse, pero las actitudes de atrevimiento e innovación, la originalidad, eran otra cuestión. Es un asunto en el que profundizar y debatir, el de la dificultad de la transferencia de conocimiento: por qué a veces el saber se convierte en secreto personal.
No ocurre así en los conservatorios de música, donde clases individuales y magistrales y discusiones en talleres de trabajo favorecen el análisis de las composiciones y el refinamiento de los alumnos; conocemos que Rostropovich se valía de todo tipo de medios (desde las novelas a invitaciones de vodka) para animar a sus discípulos a incentivar su capacidad de expresión musical. Pero, de nuevo en el terreno de la fabricación de los instrumentos musicales, de la que hablaremos hoy, el panorama cambia: maestros como Antonio Stradivarius o Guarnieri del Gesú fallecieron sin haber legado a nadie muchos de sus saberes y, ni siquiera a través de caros experimentos, se ha llegado a alcanzar información sobre sus misterios.
Ahonda en las razones Richard Sennett en El artesano (Anagrama, 2008), el primero de sus tres libros sobre cultura material: cuando Stradivarius empezó a fabricar violines lo hizo integrándose en una tradición en la que los modelos para el tallado de la tapa, la tabla armónica y el clavijero de los instrumentos de cuerda eran los que había establecido, un siglo antes, Andrea Amati, que fue su instructor. Los posteriores fabricantes se mantuvieron fieles a la herencia de esos maestros de Cremona y a la de su vecino austriaco Jacob Stainer; algunos se formaron en los talleres de sus discípulos y otros aprendieron reparando ejemplares viejos.
Desde los orígenes de este oficio, que dio sus primeros pasos en el Renacimiento, se editaron libros sobre tallado, pero eran escasos y su producción cara, de manera que, en la mayoría de los casos, la formación se derivaba del contacto directo con los instrumentos y de las explicaciones transmitidas de generación en generación: de los Amati, o sus prototipos, que habían pasado por las manos de los jóvenes lutieres.
Ese era el método de transferencia de conocimiento que había heredado Stradivarius; su taller, que era a su vez hogar, estaba poblado, además de por su familia, por aprendices y oficiales varones y en él se trabajaba de sol a sol. Los hijos varones de este artesano que aprendieron su labor estaban sometidos a las mismas reglas formales que los aprendices huéspedes. Normalmente, la tarea de los jóvenes consistía en el trabajo preparatorio (impregnar de agua la madera, moldearla, cortarla de forma aproximada), mientras que los oficiales de nivel superior realizaban la talla más fina y montaban el clavijero y el maestro se hacía cargo del ajuste final de esas partes y del barnizado, que además de ser la última capa protectora de la madera garantizaba finalmente el sonido.
El maestro, no obstante, estaba presente en todas las fases de su producción: Stradivarius, sin ir más lejos, comprobaba cada detalle de la elaboración de sus violines, y varios testimonios, y las investigaciones de Tony Faber, recogen su carácter dominante y su perfeccionismo. En la época en que vivió, el número de lutieres y el volumen de instrumentos era grande, e incluso la oferta llegó a superar la demanda. Pudo llegar a preocuparse este genio por el mercado, pese a su fama, por la falta de estabilidad sobre todo al final de su vida: en la decadencia económica propia de la década de 1720, tuvo que reducir costes y parte de la producción que generó quedó sin vender. Sabemos, asimismo, que los aprendices ambiciosos, ante dicho panorama, comenzaron a pagar para rescindir los últimos años de sus contratos.
El mercado, en todo caso, profundizaba en ciertos rasgos que ya se habían conocido en el Renacimiento, como la imposición de marcas a los bienes artesanales: hacia 1680, el éxito de Stradivarius presionaba a otras sagas, como la de los Guarnieri. Frente a la clientela internacional del primero, los clientes de este último solían ser ejecutantes más humildes de Cremona y que tocaban en los palacios e iglesias de esta ciudad o sus alrededores. Era Guarnieri del Gesú un fabricante de calidad, pero solo pudo mantener su taller durante quince años, y le costó retener a los mejores aprendices.
Antes de morir, Antonio Stradivarius legó el negocio a sus hijos Francesco y Omobono, que nunca se casaron y vivieron siempre a la sombra de su padre o de su legado; durante mucho tiempo comerciaron en su nombre, pero finalmente la firma se hundió. Su progenitor les había enseñado mucho, pero no pudieron hacer suya su genialidad. En los tres siglos siguientes los lutieres trataron de revivir estos talleres caídos y de recuperar los secretos de los maestros fallecidos.
En el caso de Guarnieri, a día de hoy el análisis de su trabajo se desarrolla en tres frentes: a partir de las copias físicas de la forma de sus instrumentos, del análisis químico de sus barnices y del análisis retrospectivo basado en el sonido, conforme a la idea de que podría replicarse este en instrumentos con una apariencia distinta a la de un Guarnieri (o un Stradivarius). Incluso en este último caso, cualquier músico profesional podría diferenciar pronto el original y la copia.
Lo que nos faltaría en esos estudios es una reconstrucción de los talleres de estos maestros y, sobre todo, del tipo de absorción del conocimiento que allí se daba, fundamentalmente el que era no verbal y sí tácito, el basado en el hábito cotidiano. Es muy probable que, al menos en el caso de Stradivarius, el genio saltara de un lado a otro reuniendo y procesando fragmentos de información como solo él podría hacerlo, y no quienes únicamente participaban de una parte de los procesos.
Dicho en otras palabras, en un taller marcado por la individualidad y la originalidad del maestro, es posible que las formas de conocimiento dominantes también fuesen las tácitas. Muerto aquel, probablemente no sería posible reconstruir las pistas que condujesen a su genialidad, a sus conocimientos y movimientos intuitivos reunidos a lo largo de su trayectoria: ya no había manera de pedirle que explicitase todo ese saber acumulado.
Teóricamente, en un taller equilibrado los conocimientos tácitos y los explícitos correrían más o menos pares: se demandaría a los maestros que se explicasen, que sacaran a la luz aquello que habían aprendido silenciosamente, pero habían de poder y querer hacerlo y parte de su autoridad residía en su silencio, en ver lo que otros no veían, y saber, simplemente, lo que otros no saben.
Explica Richard Sennett que, en el siglo XVII, uno de los más conscientes de la dificultad de esa transmisión de conocimiento fue el poeta John Donne, que en unos versos bien conocidos imaginaba a los innovadores como aves Fénix, renaciendo de las cenizas de la tradición recibida:
Príncipe, Súbdito, Padre, Hijo, son cosas olvidadas,
pues cada hombre en soledad piensa ser
un Fénix, y que por eso nada más puede haber
en esa clase, a la que él pertenece, salvo él.
No obstante, también cabe preguntarse por qué sumergirse en el proceso, posiblemente infructuoso, de intentar recuperar la originalidad del otro: el lutier contemporáneo quiere producir los mejores violines conforme a sus aptitudes, no busca la imitación ni se arriesga a quedar inmovilizado por la imposibilidad de conseguirla, en lo que supone una afirmación de la práctica frente a la perfección. Y sin embargo, aún así… el violonchelo Davidoff de Stradivarius define lo que un violonchelo puede llegar a ser, lo que es posible y, una vez visto, resulta imposible olvidar.
Existió el deseo de caminar sobre los pasos del mejor constructor de instrumentos de cuerda de la historia de la música, pero la imposibilidad de lograrlo habría de traer frustraciones.