El rebobinador

Antonio Saura y el perro de Goya: un retrato imaginario

Francisco de Goya. Perro semihundido, 1820-1823. Museo Nacional del Prado
Francisco de Goya. Perro semihundido, 1820-1823. Museo Nacional del Prado

Antonio Saura dejó por escrito que, ya desde niño, le había cautivado El perro semihundido de Goya que pudo ver en el Museo del Prado, pero los primeros ensayos que llevó a cabo a partir de esta composición, para muchos perturbadora, y perteneciente a la serie de las Pinturas negras, datan de finales de los años cincuenta y la más celebrada la realizaría a principios de la década siguiente: se trata de Retrato imaginario de Goya, se fecha en 1963 y hoy pertenece a los fondos del Museo Boymans-van-Beuningen de Rotterdam. En todo caso, en los setenta y los ochenta continuaría trabajando en torno a este motivo el artista oscense, de cuyo fallecimiento hace un cuarto de siglo, seducido por la que él llamaba una imagen extremosa.

Sobre este perro, como sobre el conjunto de la producción última de Goya y sus Pinturas negras, se ha escrito mucho, tratando de encontrar en él referencias iconográficas y literarias, significados, pero al aragonés no le interesaban tanto estos como lo que la obra, emblemática, tiene de asunto pictórico en sí, al margen de lecturas interpretativas y existenciales. Lo expresó de este modo en muchas ocasiones, subrayando el tratamiento del espacio y del vacío por parte de Goya, y sobre todo no dejó de pintarla desde su enfoque personal una y otra vez: se fijó en la curva extraña del monte que queda frente al animal, en la intensidad de las tonalidades en las dos grandes zonas en que se divide la pintura y en la dramática que irradia de la misma cabeza, eje de un relato enigmático que explica lo perdurable de nuestro interés por este can solitario.

Observando este Goya, Saura haría algunos descubrimientos durante esos treinta años, aunque ninguno anulara el misterio ni lo pretendiera: entendió que esta cabeza era un signo de alumbramiento, de un asomarse al vacío angustioso y a la vez revelador. A los maestros del Renacimiento se les debe la conquista del espacio en la pintura y el prodigio técnico de haber sabido plasmar en el terreno limitado de un lienzo la visión completa de un cosmos inabarcable a nuestra mirada, pero al arte moderno y contemporáneo le correspondió la tarea de afrontar el reverso del espacio, es decir, el vacío. La experiencia del creador contemporáneo es la de una irrupción renovada en dicho vacío, en el contexto de un mundo que algunos de estos autores percibían cercano a la nada.

Una cabeza sin cuerpo como la de este can también podría ser una cabeza rodada, como las que efectuó Géricault copiando las de dos individuos que habían sido ejecutados en la guillotina, pero la que plasmó Goya, como las de las telas de Saura, no yacen sino que ofrecen un gesto vivo, agónico o expectante: se trata de cabezas con ojos que dirigen su mirada hacia algún lugar que el espectador no ve porque va más allá de los límites del cuadro; este ya no abarca lo que en su conjunto acontece, sino solo un acontecimiento entendido ahora como definitivo y no menor: el de mirar. El espectador ve alguien que está mirando, esto es, una mirada, fija como lo son siempre las captadas en los lienzos; somos testigos del desvelo visual de este perro y descubrimos en él, quizá, una suerte de autorretrato de todo observador con los ojos abiertos ante algún abismo, y por ello de Goya o de Saura, por muy ocultos que queden. El último lo esbozó: La cabeza del perro asomándose, siendo nuestro retrato de soledad, no es otra cosa que el propio Goya contemplando algo que está sucediendo.

Antonio Saura: La cabeza del perro asomándose, siendo nuestro retrato de soledad, no es otra cosa que el propio Goya contemplando algo que está sucediendo.

La cabeza rampante y el cuerpo tapado podrían señalar la naturaleza fragmentada del mirar, como solo puede descubrirse quizá a través de la pintura: la mirada contemporánea, en lo existencial y lo artístico, es desordenada, puesto que busca acceder a lo inconmensurable allí donde se halle, hacia el interior o hacia el exterior, lo que requiere de una intensidad y una extensión ilimitadas (e imposibles). Esa demanda de perspectivas sin ninguna barrera, contraria a los principios del clasicismo, tiene como consecuencia una desviación de la atención hacia la realidad exterior, siendo sustituida esta por las complejidades del interior de un individuo devenido medida absoluta, a menudo ser extraviado, que observa con fijeza pasmosa lo nunca antes visto, como quizá le ocurriese al perro de Goya.

Antonio Saura. El perro de Goya, 1980
Antonio Saura. El perro de Goya, 1980

En todo caso, este perro semihundido adquiriría una importancia excepcional en lo artístico, al iniciar una de las dos sendas con que la creación contemporánea respondió a una ansiedad subjetiva impulsada desde el romanticismo: la del vaciamiento del espacio (la otra se correspondería con una gestualidad furiosa que tachará o cubrirá del todo los lienzos). Ambos caminos, el del vaciamiento y la ocupación completa, dan lugar a un mismo vértigo y a una sensación común de desvalimiento o soledad: se trata, en último término, de estrategias destructivas, que responden a la experiencia histórica desde una cierta agresividad, la del todo o la nada.

Saura se valió de ambas, y en el caso de sus pinturas en torno al perro goyesco, incluso simultáneamente: el fondo vaciado y la figura multitrazada se insertan, como elementos cosidos aunque nunca fundidos. A veces, la efigie se encuentra del todo centrada, pero otras escapa casi dramáticamente por las esquinas, acentuándose de esa manera la sensación de que queda perdida en la intensidad.

Antonio Saura. Cuatro retratos imaginarios de Goya, 1972. Museo Reina Sofía
Antonio Saura. Cuatro retratos imaginarios de Goya, 1972. Museo Reina Sofía

 

 

BIBLIOGRAFÍA

Juan Pablo Fusi y Francisco Calvo Serraller. El espejo del tiempo. La historia y el arte de España. Taurus, 2012

Antonio Saura. El perro de Goya. Casimiro Libros, 2013

 

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