El rebobinador

Ángel Ferrant, la sencillez del cuerpo sobre la lámina

Me decidí a hacer escultura, porque siempre me sedujo más un cuerpo que una lámina: un cartón me pedía una tijera más que un lápiz, dijo Ángel Ferrant, en sus notas autobiográficas, para explicar por qué su terreno fue el de las tres dimensiones.

Nacido en Madrid en 1891, era hijo de Alejandro Ferrant, un pintor, y se formó en escuelas oficiales de arte que no dejaron en él demasiada huella; a pesar de ello, concurrió a una Cátedra de Escultura en la Escuela de Artes y Oficios de A Coruña, desde donde fue trasladado a Barcelona y después a Madrid. En soledad y desde el silencio, fue trabajando en su obra personal conjugando esa actividad con la docencia; además de una vida interior fecunda, poseía una elevada capacidad de concentración. Nunca se adscribió con claridad a tendencias, aunque sí se dejara influenciar por autores que tomaban caminos que le interesaban.

Tuvo épocas de crisis y cierta parálisis creadora, pero su participación en la Exposición de Artistas Ibéricos de 1925 refrendó sus esfuerzos y lo acercó al público; en todo acaso, en adelante, no trató de cautivar al espectador, sino que sacrificó elogios en favor de sus exigencias íntimas, en ocasiones espirituales. Tanteó rumbos escultóricos diversos, no buscando fórmulas ni esquemas definidos, sino la superación de estos: no le motivaba lo rebuscado, sino lo sencillo; una sencillez que no equiparaba a lo trivial.

Interior de la casa de Ángel Ferrant en El Viso, Madrid. Asociación Colección Arte Contemporáneo-Museo Patio Herreriano, Valladolid
Interior de la casa de Ángel Ferrant en El Viso, Madrid. Asociación Colección Arte Contemporáneo-Museo Patio Herreriano, Valladolid

Confió en la sobriedad a la hora de huir de los lugares comunes y de estimular los juegos mentales: al restringir los medios empleados, multiplica su eficacia y sutileza, impulsa la imaginación y permite la eclosión de lo inesperado. Otra de sus apuestas mayores fue la no repetición: no hurgó con la tierra ni con la piedra, descubriendo en sus bloques lo ya encontrado, sino que se planteó cuáles eran, en el momento en que trabajaba, las necesidades de la escultura y cómo podían satisfacerse. A ese propósito responden su proyecto de monumento al poeta Curros Enríquez o su relieve pétreo La escolar, que le valió el Premio Nacional de Escultura en 1926 y que conjuga ternura y gravedad: destaca la expresión de la niña inclinada sobre el pupitre, el modelado suave de su cabeza y de la mano o las piernas apenas flexionadas, que aluden al difícil reposo en la infancia. Pudo caer en la anécdota, pero optó por trabajar desde las citadas vías de sobriedad y sencillez sin recurrir al halago (puede que más fácil) de la mirada: su atención la condensó en la transmutación de la materia.

Ángel Ferrant. La escolar, 1925. A.C.A.C. Fundación AON España. Museo Patio Herreriano, Valladolid
Ángel Ferrant. La escolar, 1925. A.C.A.C. Fundación AON España. Museo Patio Herreriano, Valladolid

El mismo afán, quizá purificador, lo mantuvo en La Virgen de la ofrenda y Tableros cambiantes: sus piezas de mediados de los treinta son tentativas de representar lo real en lo que se pretende esculpir, aunque sin excesivos cálculos previos; la imagen fue observada para luego habitar en la mente del artista, donde sería sublimada antes de ser animada en la materia. En otros trabajos de la misma época, como sus mujeres dormidas, el desnudo femenino es labrado con mucha delicadeza y sus acabados son perfectos, pero no demasiado perfectos; ese equilibrio evita tanto lo tosco como lo excesivamente relamido. En ocasiones por esa razón, algunas de sus piezas pueden parecen ásperas o inacabadas, pero solo en un primer momento: lo cierto es que se oponen al simulacro y la falsa poesía.

Paulatinamente, evolucionó Ferrant hacia la combinación de objetos banales (un peine, un chupete, una sierra, un molinillo) que trata de modo que, en su agrupación, sugieran significados, aunque alusivos y no precisos. Tendía a ordenar en el espacio sus volúmenes, ya elaborados de manera no manual: un alambre o un platillo de madera bastan para sugerir el rostro de una gitana, y si no sugiriesen esa impresión no importaría, porque el objeto creado es bello por sí mismo. Contienen un juego dramático, estos trabajos, a la vez que responden a normas armónicas.

No tardó en ir más allá: tras la guerra y su conmoción, produjo dos series fundamentales y complementarias entre sí, como Los toros y La comedia humana; los primeros, compuestos con intención humorística pero también con finura. No pretendía alcanzar la plástica pura, pero sí pureza, volúmenes expresivos e innovadores en su disposición. La comedia humana consta de siete gigantescas cabezas, de rasgos no exagerados aunque algo caricaturescos, entre la humanización y la sátira. Un conjunto y otro parecen polos opuestos.

Ángel Ferrant. Toro manso al corral, 1939. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid

Ángel Ferrant. Cabeza de mujer, 1930. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid
Ángel Ferrant. Cabeza de mujer, 1930. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid

Tenemos que mencionar, igualmente, su pequeño retablo para la capilla del Pardo, la citada Virgen de la ofrenda, de líneas frágiles y contornos definidos; los motivos de fauna y flora que decoran la Escuela de Ingenieros de Montes en Madrid o sus esculturas mecánicas para la fachada del Teatro Albéniz, que fueron sustituidas y que representaban once tipos regionales. Otra de sus mejores obras es el San Francisco hablando a los pájaros para la Escuela de Ingenieros Agrónomos de la Ciudad Universitaria, un relieve en el que la figura del santo es fina y etérea; quiso espiritualizar la materia. En esta pequeña composición, todo parece vivir de forma natural y espontánea.

A finales de los cuarenta sintió Ferrant atracción por las formas en movimiento (peces, pájaros, aviones); ya antes había tentado la animación de figuras, pero con alcance más limitado, y entonces lo hizo desde propósitos más ambiciosos. Al margen de reflexionar en sus móviles sobre las opciones de la escultura, los constituye como obras extraídas de la materia, sin otras injerencias; desdeña en estas piezas lo solemne para abonarse a la gracia y el divertimento.

Tenemos que referirnos, aún, a sus trabajos abstractos: no lo son por alejarse de las formas reales, sino por su voluntad de conseguir una belleza ideal. En Tres mujeres o Amantes, arrancó de formas existentes para retener lo esencial de ellas y logró un nivel de depuración muy alto. Para el artista madrileño, crear no era ni misterio ni bagatela, sino deleite derivado del esfuerzo.

Ángel Ferrant. Móvil estático cambiante, 1953. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid
Ángel Ferrant. Móvil estático cambiante, 1953. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid
Ángel Ferrant. Tres mujeres, 1948. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid
Ángel Ferrant. Tres mujeres, 1948. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

Ricardo Gullón. De Goya al arte abstracto. Seminarios y ediciones, 1972

Ángel Ferrant. Todo se parece a algo: Escritos críticos y testimonios: 87. Machado Libros, 1997

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