Andrea Mantegna nació en 1430 o 1431 en Isola di Carturo, cerca de Vicenza, y a los pocos días de nacer pasó a pertenecer a Leone di Francesco de Lazara, quien a su vez fue mecenas del que sería su maestro: Francesco Squarcione, autor de un célebre políptico para De Lazara en el que pudo haber intervenido el propio artista (data de 1452 y se encuentra en el Museo Cívico de Padua). Cuenta Vasari que, anteriormente, nuestro pintor había sido pastor, una circunstancia extraña al ser él hijo de carpintero, pero de ser cierta no sería el primer artista al que se le atribuye ese trabajo, seguramente para encumbrarlo por su origen humilde (pensemos en Giotto).
Squarcione no debío ser un virtuoso, pero formó en su taller a muchos alumnos: se habla de squarcionismo para definir a la pintura paduana de mediados del siglo XV y a la de su ámbito de influencia, dentro del Quattrocento italiano. Chastel considera características de esta tendencia el encuadre de figuras en nichos por su expresionismo arqueologicista, la atención a formas cortantes y quebradas, piedras labradas, corales y recortes de metal y la propensión a lo patético, los rostros doloridos y las actitudes violentas.
Se sabe que, en 1455, cuando Mantegna ganaba reconocimiento gracias a sus frescos en la capilla Ovetari, acudió a los tribunales para que Squarcione -quien había comenzado a llamar studium a su taller- le pagará unos cuadros, pleito que tardó en resolverse. En ocasiones usaba el nombre de su maestro y firmaba documentos como Andrea Squarcione, y de ahí muchos problemas, pero las desavenencias venían de antes: en 1452 se había casado su discípulo con Nicolasia, hija de Jacopo Bellini, uno de los grandes pintores de la Venecia de entonces, y la boda no sentó bien al maestro, que comenzó a criticar a Mantegna lo que antes le había alabado.
La fama no tardó en llegarle: su primer encargo importante lo logró en 1448 (fue un retablo hoy perdido) y a aquel le siguió la decoración de la citada capilla funeraria de los Ovetari en la iglesia de los Eremitani de Padua. Fue, en principio, una obra colectiva: se le encargó en 1448 a Giovanni d´ Alemagna y Antonio Vivarini, pintores mucho más tradicionales que él, y también a Pizzolo y el propio Mantegna, alumnos ellos dos de Squarcione. Pizzolo había trabajado, además, en el taller de Donatello cuando este estuvo en Padua.
Pero un destino algo negro le dejó solo. D´Alemagna murió en 1450, Vivarini se retiró poco después, Pizzolo fue asesinado en 1453 y Mantegna quedó como único responsable de la obra, con la ayuda de Ansuino da Forli y Bono da Ferrara. No obstante, antes de la muerte de Pizzolo, las desavenencias entre este y Mantegna llevaron a ambos a poner fin a su colaboracion en 1449: aunque lo habitual era que se especificara tema, número, disposición de figuras y materiales… lo cierto es que ambos actuaron con más libertad de la establecida, quizá para evitar diálogos.
La mayor parte del conjunto, encargado por Imperatrice Ovetari, fue destruido en un bombardeo, en 1944, pero ha sido reconstruido y vemos que una única columna en primer plano separa dos escenas, que comparten escenario, relativas al martirio de san Cristóbal y al traslado de su cuerpo decapitado. La pirámide visual viene marcada en sus líneas de fuga por las columnas de la derecha y los árboles de la escena izquierda.
Además, las líneas del suelo y el entramado de la parra superior confluyen en el edificio del fondo, algo desplazado a la izquierda para huir de la simetría completa. En la escena de la izquierda, el santo, atado a una columna durante su martirio, ocupa el primer plano, casi totalmente perdido en la II Guerra Mundial. En los planos intermedios se situaban los arqueros (algunos se han considerado retratos de contemporáneos) y, en la ventana del fondo, el tirano rey de Samos es herido por una de las flechas que, misteriosamente, no hirieron al santo. La fuente de Mantegna en esta obra fue la Leyenda dorada de Jacopo della Voragine: cuenta cómo el rey, creyendo muerto a san Cristóbal, lo insultaba, pero una de aquellas flechas se separó del cuerpo del mártir y enfiló hacia donde estaba él, clavándose entre sus ojos y dejándolo ciego.
Los cuerpos y las actitudes de algunos personajes pueden recordar la estatuaria clásica, pero es sobre todo en los escenarios donde Mantegna refleja su erudición arqueológica: las columnas, los entablamentos, la ornamentación del edificio central… son fragmentos de Antigüedad capaces de transformar la imagen de la ciudad medieval que aparece al fondo. Las figuras también son escultóricas, monumentales y macizas, y las perspectivas, amplias. Comienza a incorporar Mantegna escorzos arriesgados que se mantendrán en su obra.
En la Asunción de la Virgen de la misma capilla, iniciada por Pizzolo, encontramos una monumentalidad inusitada: figuras esculturalmente macizas, perspectivas nuevamente muy desarrolladas y escorzos virtuosos. La propia Virgen, por su alargamiento y posición, se ha relacionado con modelos bizantinos.
Tenemos que mencionar el conflicto surgido entre Mantegna y su cliente, Imperatrice Ovetari, por el hecho de que hubiera pintado solo ocho apóstoles en esta escena. El pintor Pietro da Milano, llamado a dar su opinión, lo defendió diciendo que había sido así por razones de espacio pero que los ocho estaban bien realizados y tenía que pagársele como si hubiera ejecutado los doce. No conocemos el dictamen de Squarcione, pero sí el de Giovanni Storlato, que opinaba lo contrario: bastaba con haber pintado los apóstoles más pequeños para que hubiesen cabido todos.
El problema planteado es significativo porque refleja los cambios que entonces se estaban produciendo en la relación entre cliente y artista, al ponerse en cuestión convenciones consolidadas como que el pintor había de ser fiel al tema encargado o cobrar en función del número de figuras representadas. Emerge ahora el nuevo pintor-genio que está por encima de esos detalles y tiene que ser aceptado por el cliente. Como así fue: Mantegna siguió trabajando, después de ese episodio, en la capilla Ovetari y los ocho apóstoles forman un círculo, abrazando uno de ellos la pilastra del arco que enmarca la composición con naturalidad.
Su retablo de san Zenón (1457-1460) sería punto de referencia para no pocas pallas. El abad de San Zenón de Verona, Gregorio Correr, humanista cristiano, se lo encargó en 1456. Su marco en madera, en cuyo diseño intervino el pintor, recuerda la forma de un templete, coronado por volutas, sobre un pedestal y abierto al exterior por columnas y pilares.
Se aparta de las pallas de altar en cuanto que es un políptico, sí, pero sus tablas centrales buscan ya una espacialidad unitaria. La dedicada a la Virgen y el Niño es la más importante y el espacio se compartimenta a través de una arquitectura clasicista, con afán de nuevo arqueologicista heredado de su maestro Squarcione. Incorpora también guirnaldas.
La parte inferior se compone de una predela con grandes pinturas, tan grandes como falsas, porque las originales se diseminaron: la Crucifixión del centro se encuentra en el Louvre y la Oración en el huerto y la Resurrección en el Museo de Bellas Artes de Tours.
Las piedras cortadas de la Oración remiten a las enseñanzas de su maestro Squarcione y al modo de trabajar de Padua y Ferrara; cuida Mantegna perspectivas y escorzos y sobre las colinas realiza con detallismo pequeñas poblaciones, por influencia del mundo flamenco. Además, baña la composición una iluminación que influirá poderosamente en Bellini.
Los ochos apóstoles que acompañaban a la Virgen y el Niño de la tabla central eran San Pedro, san Pablo, san Juan Evangelista y san Zenón (a la izquierda) y san Benito, san Lorenzo, san Gregorio y san Juan Bautista (a la derecha) y a todos los representó con naturalidad en sus actitudes.
La arquitectura y los relieves interiores del fingido templete están tomados del mundo clásico y ciertos detalles decorativos remiten a un mundo exótico conocido en Venecia a través de los mercaderes, como la alfombra oriental del trono de la Virgen, las inscripciones islámicas de su corona y las de la del Niño. En las tres tablas inferiores se aprecia la influencia flamenca, por el tratamiento dado al paisaje y el realismo minucioso de las figuras. En todas ellas habría habido intervención de otros pintores.
Se sabe poco sobre los ayudantes de Mantegna a lo largo de su carrera, y en algunas obras prefirió trabajar en soledad, como en la capilla que le mandó decorar Inocencio VIII en su villa del Belvedere en Roma. Se considera pintores plenamente formados con Mantegna a Francesco Bonsignori, buen retratista, y a Giovanni Caroto, que según Vasari asimiló muy bien la obra de su maestro.
En la Resurrección, la naturaleza toma formas arquitectónicas para acotar el espacio que ocupa Cristo y en la Oración y la Crucifixión aparece al fondo Jerusalén, unida a Jesús por un camino sinuoso donde aparecen varias figuras. También en la Crucifixión, la simetría y el orden acogen novedades perspectívicas, como el abombamiento de la plataforma de piedra de las tres cruces o las figuras cortadas del primer plano, como si el espacio pictórico pudiera prolongarse más allá de lo que vemos. Destaca también la precisión del dibujo.
Igualmente en Padua y para un cliente privado pintó Mantegna en 1455 una Oración en el huerto, ahora en la National Gallery de Londres. La dureza del paisaje rocoso se convierte en la arquitectura que articula el espacio: se da aquí de nuevo ese gusto del pintor por las ciudades lejanas y las pequeñas figuras en los caminos que las unen, con primeros planos donde aparecen monumentales y patéticos cuerpos.
En 1456, el marqués de Ludovico Gonzaga le pidió que acudiese a Mantua, y hasta allí se desplazó en 1458. Hay que recordar que los Gonzaga mantenían el poder en esa ciudad desde 1328, cuando se lo arrebataron a los Bonacolsi, y que su dominio allí duró hasta 1707. Ludovico II, que gobernó entre 1444 y 1478, dio gran prestigio a aquella corte, que se hizo comparable a las de Milán, Urbino y Ferrara y durante su mandato trabajaron allí Alberti, Fancelli…
Después, Mantegna trabajaría también para sus sucesores, Federico y Francesco; el matrimonio de este último con Isabella d´ Este en 1490 supuso una renovada etapa de esplendor para la ciudad.
En la residencia de los Gonzaga, llevó a cabo sus obras más importantes, gracias a la educación humanista de sus comitentes. Solo en ese ambiente refinado y culto podría alumbrar la Cámara de los esposos, que inició en 1471 y terminó en 1494.
Los retratos que forman parte de esta estancia son síntesis de la historia personal de los personajes y captan sus rasgos más característicos, a través de las facciones, pero también de expresiones y atuendos: forman parte de una decoración que ejemplariza la que contendrían las cortes italianas del Quattrocento.
Conocida en los documentos como Camera picta o depincta, la Cámara de los esposos se utilizaría como sala de representación del palacio y, en algún momento, para guardar en ella parte de sus colecciones. Fue a mediados del siglo XVII cuando empezó a ser llamada de este modo: en ella se celebra el poder de los Gonzaga con las dos grandes escenas de las paredes, en las que aparecen Ludovico Gonzaga con su corte (pared norte) y en el momento de recibir a su hijo Francesco hecho cardenal (pared oeste).
La gloria de esta familia, cuyos miembros aparecen retratados en ambas escenas acompañados de visitantes y cortesanos, es legitimada mediante referentes (habituales) a la Antigüedad clásica y a la mitología y subrayada con una arquitectura fingida con valor, también, decorativo en pilastras, relieves y techo.
En este último, alrededor del óculo central, aparecen bustos de emperadores romanos como emblema del poder y, en los lunetos, algunos de los trabajos de Hércules y episodios de la historia de Orfeo y Arión, lo que se ha asociado al gusto de esta corte por la música. Todo en esta decoración remite al mundo antiguo: el fondo de mosaico fingido para esos bustos de los emperadores, los lunetos, las guirnaldas que rodean los bustos, el tipo de motivos que adornan nervios y pilastras… en los que Mantegna demuestra un conocimiento erudito y arqueológico del mundo clásico.
El óculo central al que nos referíamos, con niños y mujeres asomándose y detalles muy anecdóticos, es precedente de las rupturas escenográficas de cúpulas y bóvedas en los siglos siguientes, un hito del ilusionismo espacial reforzado por los estucos escultóricos que parecen decorar la bóveda y que no son tales.
Toda la estancia se rodea de una barra o galería de la que cuelgan cortinas también fingidas, cerradas en dos de los lados y abiertas en los otros para dejar ver las dos escenas de las que hablábamos: La corte y El encuentro (1474).
En la primera, Mantegna repitió el zócalo de círculos de la cámara: lo vemos en el fondo que cierra el espacio en que se sitúa a sus personajes, y la chimenea se convierte en parte de la decoración pictórica, como si fuera un desnivel mediante escaleras para salvar a los cortesanos de acceder al estrado donde se halla la familia.
El engaño visual acentúa el dinamismo provocado por un criado que aparece en escena introduciendo movimiento: Ludovico Gonzaga se vuelve hacia él para recibir su mensaje ante la mirada atenta de su esposa, Bárbara de Brandeburgo. En el grupo que rodea al matrimonio aparecen algunos de sus hijos (Gianfrancesco, Rodolfo, Ludovico, Paola y Bárbara) y otros personajes de la corte.
El hombre de negro se ha identificado con el humanista, entonces ya fallecido, Vittorino da Feltre, preceptor de la familia, y una enana nos recuerda lo cotidiano de esta escena, en la que el perro favorito de Ludovico está también bajo su sillón. Si nos fijamos bien, veremos que los miembros de la familia Gonzaga se nos muestran con todos sus defectos físicos, que a su vez son un factor de diferenciación. La idea de familia, reflejada en la naturalidad del grupo unido, parece aludir a la grandeza histórica ligada a la continuidad dinástica.
En este retrato colectivo también se ha querido identificar a Mantegna con el personaje con guantes junto a la pilastra, aunque es solo una hipótesis débil.
En El encuentro, por su parte, vemos al guerrero Ludovico recibiendo a su hijo Francesco, que llega a la corte de Mantua siendo ya cardenal. Entre el follaje de la pilastra a la derecha de la puerta, esta vez sí, el rostro de Mantegna contempla la obra.
La inscripción que sostienen unos putti sobre la puerta de la estancia también recuerda que fue este artista, padovano, quien llevó a cabo estas pinturas, cuyas obras se iniciaron el 16 de junio de 1465.
Al fondo de la escena, encontramos formaciones rocosas de arquitecturas imposibles, coronadas de edificios (alguno aún en construcción, subrayando quizá esa faceta de Ludovico Gonzaga de mecenas también en la arquitectura). Criados, perros y un caballo lo acompañan y nos hablan, a su vez, de un Gonzaga caballero y buen cazador.
A la derecha de la puerta, Ludovico recibe a Francesco ante un paisaje dominado por la ciudad del fondo, puede que planteada como una nueva Roma o una nueva Mantua en la que coexisten en armonía formas urbanas medievales y edificios de la Antigüedad clásica. Pueden identificarse algunos, como el Coliseo o la pirámide de Cayo Cestio, pero en conjunto esta imagen supone la reconstrucción de una Roma que aún Mantegna no conocía.
La obra refleja explícitamente la voluntad de continuidad de la dinastía. Algunos autores han identificado entre los presentes a Pico della Mirandola o Alberti, pero prevalece la búsqueda de representar la legitimación del poder apelando a la historia.
Asisten al triunfo de Francesco -al que vemos en el centro, vestido como cardenal- el heredero Federico I y dos de sus hijos (Francesco y Sigismondo), así como el emperador Federico III y el rey Cristián I de Dinamarca, que estaba casado con una hermana de Bárbara de Brandeburgo.
Lo más destacado del trabajo de Mantegna en Mantua es quizá la confusión entre el espacio real y el figurado, la anulación de la sensación de espacio real. Antes de finalizarlo, en 1488, visitó Roma, donde pudo ver y dibujar arquitecturas antiguas todavía en pie, y también mientras trabajaba en Mantua llevó a cabo su excepcional Lamentación sobre Cristo muerto (1480-1490), que presentaba su figura de forma rompedora: con un escorzo extremo, los pies con sus llagas en primer plano.
Son varios, precisamente, los planos en los que se estructura la obra, pero no se articulan sino que se presentan en continuidad, en una suerte de perspectiva lineal que superaba las logradas por Masaccio y Piero della Francesca.
Pese al escorzo, no percibimos rigidez en la figura, de formas laxas y angulosas. Podríamos decir que Mantegna pintó con sobriedad la muerte si no fuera por los pliegues de la sábana (que parece arroparlo amorosamente más que cubrirlo) y sus claroscuros.
Para Isabella d´ Este, mujer de Francesco II Gonzaga, aún realizaría más tarde El Parnaso y El triunfo de la virtud.