El rebobinador

Alfred Sisley siempre empezaba por el cielo

Alfred Sisley es casualmente francés: nació en París, en 1839, de padres británicos. Y también fue artista gracias a su propio tesón, pues su familia, que se dedicaba al comercio, lo envió a Londres para formarse en esa materia y allí pasó tres años; de aquella estancia conocemos poco, pero sí que se interesó por la pintura de Turner y Constable. Quizá bajo su influencia, al regresar a su país en 1860 decidió tomar los pinceles: entró en el taller del suizo Gleyre, donde pudo entrar en contacto con Bazille, Monet y Renoir.

Participaría en los Salones de 1866, 1868 y 1870 y gozó de una situación económica desahogada hasta que, en 1871, la Guerra Franco-Prusiana trajo la quiebra del negocio familiar. No por ello dejó de pintar: en 1874 participó en la primera exposición impresionista y volvió a trasladarse a Reino Unido, donde dedicó lienzos a los alrededores de Londres y a Hampton Court. Más adelante residiría en Marly-le-Roi, Sèvres, Veneux-Nadon y Moret-sur-Loing, captando en varias telas sus paisajes, primero en la senda de la Escuela de Barbizon y después valiéndose de una paleta más luminosa y acentuando los efectos atmosféricos.

De dos de esos paisajes, género al que prácticamente se dedicó en exclusiva, vamos a hablar. Él mismo explicó que siempre empezaba a pintarlos por el cielo porque este, no solo contribuye a dar profundidad al cuadro por sus diversos planos -pues también el cielo, como el terreno, tiene un primer plano y un fondo-, sino que le da vida con las formaciones nubosas. ¿Hay algo más maravilloso y emocionante que un cielo de azul profundo, con nubecitas blancas y ligeras, tal y como suele verse en verano? ¡Cuánto movimiento, cuánta compostura hay en él! ¿No es verdad? Causa el mismo efecto que una ola cuando se está en el mar: uno se siente entusiasmado, embelesado. Otro cielo, más tarde, al atardecer. Las nubes se alargan, se confunden unas con otras como el agua en la quilla de un barco; parecen ser torbellinos petrificados en el aire hasta que, poco a poco, desaparecen tragados por el sol poniente. Este cielo es más suave, más melancólico. Tiene el atractivo de las cosas efímeras, lo que me gusta especialmente.

Alfred Sisley. El estanque de Marly-le-Roi, hacia 1875. The National Gallery, Londres
Alfred Sisley. El estanque de Marly-le-Roi, hacia 1875. The National Gallery, Londres

En El estanque de Marly-le-Roi (hacia 1875), se concentró Sisley en el cielo nublado del invierno, en el que un sol pálido asoma entre las nubes. El color de la imprimación, beige rojizo, se transparenta en varias zonas dada la capa fina de pintura, y en grandes ámbitos del mismo cielo queda sin cubrir; posiblemente se tratara de una imprimación comercial que no elaboró el propio pintor. Este la aprovechó para evocar la luz plomiza de una tarde de invierno, que parece pesar en la tela.

Tanto la capa fina de esa pintura como la paleta, muy reducida, son las propias de la obra de Sisley en esta época: El estanque consta solo de cinco colores, además del blanco y el negro. Las pinceladas precipitadas, por su parte, apuntan a que trabajó con rapidez: se cree que la obra se hizo solo en una semana al aire libre y más tarde, cuando ya estaba seca, se añadieron algunas manchas de color. Sería esta, por tanto, una de las escasas composiciones impresionistas que -conforme a la concepción ideal del movimiento- reproduce una impresión espontánea, inmediata.

Hablemos también de ubicación: el estanque del primer plano se encuentra en un extremo del parque del Palacio de Marly, que Luis XIV hizo construir en el siglo XVII y que quedó destruido a finales del siglo siguiente. En esa localidad, la de Marly-le-Roi, vivió el artista entre 1874 y 1877, una etapa en la que, como dijimos, tuvo que hacer frente a problemas económicos; a su estanque y sus fuentes reales les dedicó en torno a una docena de pinturas.

Se valió del eje visual barroco alargado, que a través del estanque y la calle se extiende al paisaje, como línea compositiva, tal y como hizo Monet en su jardín en Vétheuil para generar profundidad.

Alfred Sisley. El camino a la vieja barca, 1880. The National Gallery, Londres
Alfred Sisley. El camino a la vieja barca, 1880. The National Gallery, Londres

Más o menos un lustro después realizó El camino a la vieja barca, otro paisaje en el que el agua ocupa un lugar muy destacado. Como en la temprana Otoño: A orillas del Sena, cerca de Bougival, pintó una barca cruzando un río, un pueblo en la orilla, un camino que se acerca a esta última y pequeñas figuras humanas.

Los colores son ahora más intensos respecto a El estanque de Marly-le-Roi, y la pincelada se ha hecho más vigorosa: el color ya no produce tanta veladura como en la década de 1870. A modo de línea compositiva, vuelve Sisley a emplear dicha senda que se introduce en el paisaje desde la izquierda, en el primer plano, y que da lugar a la necesaria profundidad. Al mismo tiempo, atrae el pintor la mirada del observador hacia el tejado rojo que ocupa el centro de la imagen y que se encuentra en la otra orilla: dicha mancha roja, en un entorno verde, resulta llamativa porque emplea Sisley colores complementarios.

Inmediatamente debajo del tejado se aprecia a un grupo de personas esperando: el espectador puede anticipar el movimiento que habrán de hacer, trasladarse a la otra orilla, y de ese modo tan sutil nos introduce el artista en la composición y, especialmente, en su dinamismo.

Además, adquiere la obra una tensión inesperada a raíz del cruce de dos direcciones divergentes del movimiento: si el río describe una plácida línea horizontal de derecha a izquierda, indicada con pinceladas horizontales, el barco y la mirada del público cruzan hacia el fondo del paisaje. Parecería que representa Sisley la resistencia del agua al ser atravesado el río; sobre el movimiento también nos dejó testimonio escrito: Además del motivo en sí, el principal interés de la pintura de paisajes radica en la vida y el movimiento. Y allí radica al mismo tiempo la principal dificultad. Dar vida a la obra es la condición indispensable para el auténtico artista. Todo ha de contribuir a este menester: la forma, el color y la realización. La excitación del que crea genera la vida y despierta el mismo sentimiento en el espectador. A pesar de que el pintor debería estar por encima de su arte, en ciertos momentos la ejecución ha de ser apasionada, para transmitir al espectador la excitación que hizo preso al artista.

En definitiva, creía el francés que el autor había de dejar de lado asuntos superfluos para empujar al que contempla a que viese lo que a él lo cautivó; en su expresión, esa esquinita especial.

Alfred Sisley. Regata en Molesey cerca de Hampton Court, 1874. Musée d´Orsay, París
Alfred Sisley. Regata en Molesey cerca de Hampton Court, 1874. Musée d´Orsay, París

 

 

BIBLIOGRAFÍA

Karin H. Grimme. Impresionismo. Taschen, 2008

Impresionismo. Un nuevo renacimiento. Fundación MAPFRE, 2010

 

 

 

 

 

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