Según el diccionario de la Real Academia, se califica así a las personas que quieren ser elegantes y no lo logran y a los objetos solo aparentemente bellos que, en realidad, albergan pretenciosidad y mal gusto: lo cursi sería, por tanto, como apuntaba uno de los personajes de la comedia del mismo título de Jacinto Benavente, lo que quiere ser lo contrario de lo que realmente es.
A este concepto de origen poco claro dedica CentroCentro una de sus nuevas exposiciones colectivas: “De lo cursi”, comisariada por Sergio Rubira, explora a partir de objetos ligados en su mayoría a la cultura popular, como abanicos, muebles o piezas decorativas, pero también de libros, fotonovelas, cómics, postales, anuncios publicitarios o de obras de teatro, fotografías de escena y obras de arte, nuestra consideración pasada y presente de esta categoría estética desde una metodología cercana a la de los estudios de cultura visual.
Nos referíamos a lo intrincado de sus inicios: la palabra cursi, difícil o imposible de traducir a otros idiomas, apareció en la lengua española a principios del siglo XIX; hay quien cree que como abreviatura de cursiva, tipo de letra que se había puesto de moda algo antes por influencia británica, y quien ha divulgado que tendría que ver con la repetición del apellido de unas hermanas de Cádiz, las Sicur, que se dedicaban a copiar en su vestimenta la moda llegada de París exagerándola.
Cierto o no este último relato, responderían estas jóvenes a la definición que se ha dado al término: eran muchachas que, no siendo adineradas, replicaban las maneras de comportarse y vestir de la burguesía enriquecida o de la aristocracia, aunque la palabra ha aludido asimismo a los burgueses que copiaban a la nobleza. Los ensayos en torno a lo cursi, curiosamente, son casi tan tempranos como los primeros usos de la palabra: Francisco Silvela y Santiago de Liniers escribieron en 1868, el año de La Gloriosa que expulsó de nuestro país a Isabel II, Filocalia o el arte de distinguir a los cursis de los que no lo son, donde recalcaban, en una afirmación a la que puede sacarse mucha punta, que el punto de partida de la cursilería es hacer uno lo que teóricamente no le corresponde por nacimiento u honorarios. Dijeron: El imperio de la cursilería es uno de los peligros de la revolución. Significa la invasión por las masas del terreno artístico, poético, monumental e indumentario. En la misma línea se manifestó Noël Vallis: Lo cursi resulta de desplazamientos sociales indeseables.
La muestra de CentroCentro revisa las relaciones del concepto con lo kitsch (pretencioso y pasado de moda) y lo camp (lo inspirado en formas estéticas de ayer) y también con lo que consideramos el mal gusto, la nostalgia y las copias aspiracionales, comenzando en el siglo XVIII, cuando se popularizaron, entre hombres y mujeres, modas propias primero de la corte francesa y, después, de la aristocracia parisina consolidada en torno al Imperio de Napoleón. Hablamos de particulares cuellos de las camisas, de cortes específicos de las levitas, nudos de las corbatas más complejos, pantalones extremadamente estrechos -posibles antecedentes de los recientes pitillos- y del imperio de los miriñaques, luego reemplazado por el de las túnicas de aire griego.
Quienes cuestionaron así los modelos dominantes de lo masculino y lo femenino, a quienes podemos considerar cursis primigenios, fueron muy juzgados y ridiculizados, como lo serían décadas después, y puede que siempre, quienes heredaron su interés por las modas y los modos de otros más materialmente afortunados, atreviéndose a hacer suyos tipos de ropa y de lenguaje que supuestamente no correspondían a su clase social. Ese rechazo tuvo, seguramente, bastante de moralista y de él se hizo eco la literatura: no existen novelas o dramas teatrales, en la segunda mitad del siglo XIX o los comienzos del XX, en los que un cursi cumpliera sus aspiraciones; estas se consideraban antinaturales y eran, por ello, castigadas.
En realidad, salvo los reyes, todas las capas sociales eran susceptibles de caer en la cursilería por tener alguien por encima a quien copiar: los aristócratas se inspiraban en los modelos versallescos, la burguesía en la nobleza, los proletarios en las clases medias y los que pretendían parecer modernos, en París, meca de todas las novedades. En este tiempo gozaron de gran éxito los bibelots, que podían adquirirse en las ventas de las desamortizaciones y que permitían adornar viviendas particulares como palacios; los rastros, espacios donde hallar infinitas imitaciones; los manuales de buenos modales e incluso el hábito de escribir en cursiva, que también se enseñaba en libros y que resultaba muy complicado por sus floreos. Tal fue la voluntad de alcanzar lo que por nacimiento o herencia no se poseía, que Ortega y Gasset apuntó que estudiando la historia de lo cursi podríamos analizar, al menos en la segunda mitad del XIX, la historia de nuestro país: Si se analizase, lupa en mano, el significado de cursi, se vería en él concentrada toda la historia española de 1850 a 1900. La cursilería como endemia solo puede producirse en un pueblo anormalmente pobre que se ve obligado a vivir en la atmósfera de un siglo XIX europeo, en plena democracia y capitalismo.
No hace falta incidir, no obstante, en que lo cursi tuvo mayor recorrido y, modificándose sus connotaciones, es también una noción contemporánea, como probó en su momento Gómez de la Serna. A veces se apela a está estética de forma consciente, como hace Costus en su diseño de jarrón de caniches, y boxers con alas y lazos, que podemos ver en Cibeles.
En todo caso, más allá del quiero y no puedo y de sus clichés asociados, el concepto tiene algo de revolucionario, como lo es la búsqueda de apropiación de las normas de otra clase, otro lugar.
“Elogio de lo cursi”
CENTROCENTRO. PALACIO DE CIBELES
Plaza de Cibeles, 1
Madrid
Del 23 de junio al 8 de octubre de 2023
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