Llena de humor y muy relacionada con la versátil y divertida personalidad de su autor: así es la obra del brasileño Vik Muniz, que antes de artista fue camarero, mecánico, expendedor de gasolina, restaurador de pinturas baratas, publicista…
Algunos de sus trabajos más conocidos, en su mayoría fotografías a gran escala que incorporan muy diversos materiales (chocolate, kétchup, diamantes, polvo, basura) y que versionan obras maestras clásicas de la historia del arte (de Edward Hopper, Paul Cézanne, Caravaggio o Warhol) se muestran hasta el 2 de agosto en el Tel Aviv Museum of Art. Forman parte del proyecto “Pictures of Anything”, una retrospectiva que examina su producción de los últimos 25 años y que nos invita a reflexionar, como el conjunto de la obra de Muniz, sobre los conceptos de apropiación, original y copia.
Entre las series que forman parte de esta muestra figuran Pictures of Chocolate, Pictures of Dust, Pictures of Earth y Pictures of Garbage.
Se trata de piezas en las que Muniz busca romper con los tópicos que rodean al arte contemporáneo en cuanto a elitismo y falta de accesibilidad: el brasileño, que hace dos años también protagonizó una amplia antología en el CAC malagueño, defiende que es posible una creación inteligente, popular, nacida de la observación del entorno y cuya función sea invitar a la reflexión, proponer nuevos caminos, o en palabras del artista, “provocar desvíos” en una rutina que invita al automatismo y la pérdida de sensibilidad.
Uno de los ejes de la producción de Muniz es la tensión entre material e idea, sobre todo en relación con la revolución tecnológica en la que estamos inmersos. En ocasiones esos vínculos son aleatorios: el artista prueba varias imágenes hasta encontrar aquella que funciona mejor con las características físicas del material empleado. Otras veces, la relación es congruente, como en Niños de azúcar, una serie que surgió tras el contacto de Muniz con algunos trabajadores y sus hijos en las plantaciones de caña de azúcar en la isla de San Cristóbal del Caribe. En sus imágenes, reprodujo los rostros de los niños espolvoreando azúcar sobre una cartulina negra.
El artista trabaja mucho con los iconos y con la familiaridad del público hacía ciertas imágenes. Muniz elabora la mitad de la obra, el resto la pone el espectador y su proceso de contemplación al ver la pieza. Muniz explica: procuro que haya una interactividad dirigida hacia el bagaje visual del espectador. Iconos o arquetipos. Que tenga la impresión de haber visto eso antes y encontrar a su vez algo distinto en ella. Un cortocircuito, una discrepancia que hay que ajustar. Y ese ajuste es una especie de conversación consigo mismo. No se trata solo de ver, sino de negociar con lo que se ve.
El momento en que el espectador se acerca a la obra y se da cuenta de que lo que identificó a cinco metros cambia drásticamente si se ve a unos cuantos centímetros de distancia es esencial en las obras de Muniz. Se trata de un juego que el artista introduce deliberadamente, consciente de sus limitantes y del contexto de su obra, proponiendo al espectador que se pregunte cómo fue hecha la imagen y qué es realmente lo que está mirando.
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