Los más grandes artistas atraen los más bajos prejuicios; bajos pero reveladores.
Sabíamos del amor por lo francés de Julian Barnes desde que en El loro de Flaubert planteara un recorrido biográfico muy original por la vida del autor de Madame Bovary y no nos sorprenden sus conocimientos sobre arte desde que en Una historia del mundo en diez capítulos y medio nos contara con rigor de erudito la triste travesía de la fragata Medusa, a la que Géricault dedicó su balsa. Lo que sí desconocíamos es la amplitud de esos conocimientos y la profundidad de las reflexiones que ha dedicado a la pintura.
Precisamente esa obra, La balsa de la medusa, que rompió con las convenciones del género histórico pero que no carece de cierta idealización en los cuerpos, abre Con los ojos bien abiertos, una recopilación de sus ensayos artísticos en la que Barnes se refiere sobre todo a artistas franceses (a Géricault le siguen Delacroix, Courbet, Manet, Fantin-Latour, Cézanne, Degas, Odilon Redon, Pierre Bonnard, Édouard Vuillard, Valloton y Braque). Ellos ocupan el grueso del libro, pero también nos habla de los juegos visuales de Magritte y de por qué hemos de ver en ellos un mundo personalísimo por encima de la repetición, de lo que las esculturas blandas de Oldenburg tienen de creación y de vida cotidiana, de la relación de la personalidad de Lucian Freud con la crudeza de sus carnes y, por último, de un buen conocido suyo: Howard Hodgkin, del que hasta ahora nunca había querido escribir y al que se ha resistido a entrevistar, precisamente por su amistad.
No proliferan los escritos sobre artistas de autores literarios en las últimas décadas; podemos pensar en César Aira y su ensayo Sobre el arte contemporáneo, que precisamente rompía una lanza a favor de estrechar las relaciones entre creación plástica y literatura, y desde luego en El atrevimiento de mirar de Muñoz Molina, absoluto deleite para iniciados y novatos. Como saben bien sus lectores, este último es licenciado en Historia del Arte, pero ese libro en cualquier caso demuestra (y ocurría también en algunos capítulos de Un andar solitario entre la gente) que las aproximaciones a las obras por parte de quienes las observan con otros ojos y saben narrarlas desde perspectivas más abiertas suelen ofrecer resultados atractivos y enriquecedores para todo tipo de públicos, miradas nuevas que escapan a quien básicamente atiende a lo formal y lo estético.
Si El atrevimiento de mirar constituye un acercamiento al arte desde el terreno literario y mantiene el estilo de Muñoz Molina en sus novelas, su afán por sondear el misterio (Pintar es la secreta satisfacción de ir dominando ciertos procesos químicos, resolviendo con seguridad creciente sutiles problemas de volumen, de perspectiva, de claroscuro y al mismo tiempo la incertidumbre de no saber nada, de ir avanzando en el vacío con las manos extendidas, de ir adentrándose en una oscuridad que sólo se ilumina muy débilmente delante de nosotros, la oscuridad de la noche primitiva de los cuentos…), en Con los ojos bien abiertos, Barnes no realiza un ejercicio narrativo del que el lector se sienta partícipe sino que explica su mirada propia sobre ciertos trabajos de los autores mencionados (no necesariamente obras emblemáticas) a la luz de sus conocimientos de la personalidad y de la vida de esos artistas.
En algunos casos podemos tener la sensación, momentánea, de que alguno de ellos o de sus modelos quedan convertidos en personajes literarios, pero Barnes nunca ha sido amante de florituras y aquí mantiene esa sencillez. Nos deja que adivinemos su sensibilidad elevada, pero no nos la impone, y en la mayoría de los casos opta por situarnos ante los contextos vitales, históricos o artísticos de los pintores elegidos para que obtengamos conclusiones propias: quién engaña a quién en La mentira de Vallotton, cuánto hay de pose y de desesperación en los náufragos de Géricault, qué conexiones tienen en Magritte un huevo y una jaula o cuánto hay de erótico en La nuca de Misia de Vuillard.
El arte no puede ser un templo del que tengamos que excluir a los incompetentes, los charlatanes, los oportunistas y los que buscan publicidad; se parece más a un campo de refugiados donde la mayoría hace cola con un bidón de plástico para obtener agua
Podemos pensar que el británico hace con nosotros lo que sus padres hicieron con él: no insiste en que debamos obtener placer de la contemplación del arte pero tampoco nos la niega y pone ante nosotros ciertos cebos que podrán o no encender la llama; en su caso, era un desnudo que le dejó frío por entender que el marco restaba calidez a la piel. Hasta que llegó a la conclusión de que el arte no solo capta y refleja la excitación, la emoción que encierra la vida. A veces incluso va más allá: el arte es emoción.
Aunque no es la crítica el propósito de sus ensayos, no nos roba a veces opiniones personales, como su posición ante al arte actual. Ni reniega ni aplaude, pide… interés. Atención a la metáfora: El arte no es, no puede ser, un templo del que tengamos que excluir a los incompetentes, los charlatanes, los oportunistas y los que buscan publicidad; el arte se parece más a un campo de refugiados donde la mayoría hace cola con un bidón de plástico para obtener un poco de agua. Lo que sí podemos decir, sin embargo, cuando nos enfrentamos a otro vídeo interminable y repetitivo de un momento ínfimo y nada excepcional de la propia vida del artista, o a una pared con un enorme collage de fotografías banales, es: Si, claro que es arte, claro que eres un artista y que tus intenciones son serias, estoy convencido. Solo que me parece que esto tiene un nivel muy bajo: intenta dotarlo de más ideas, originalidad, oficio, imaginación, en una palabra, de más interés.
TÍTULO: Con los ojos bien abiertos
AUTOR: Julian Barnes
EDITORIAL: Anagrama
EDICIÓN: 2018
PRECIO: 19,90 euros
PÁGINAS: 317 pp.
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