Más de un cuarto de siglo separa sus nacimientos -en San Vicente de Alcántara el de Godofredo Ortega Muñoz, y en San Sebastián el de Chillida-, pero sus trayectorias los terminarían uniendo de forma prolongada: durante las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta. Aunque sus fines y registros divergían y mucho, al igual que sus desarrollos tanto conceptuales como técnicos, y el extremeño parecía prestar atención a la tradición realista y el vasco a una abstracción personal bien acogida, es posible hallar lazos en sus respectivos trabajos y ese es el fin de la muestra que el Museo de Bellas Artes de Bilbao les dedica hasta octubre, en el marco de su programa BBKateak, por el que desde hace dos años se han articulado más de sesenta encuentros entre piezas de autores representados en los fondos del centro dirigido por Miguel Zugaza.
Justamente esta exhibición pone fin a BBKateak, reuniendo aproximadamente una veintena de obras en tres salas: cinco proyectos sobre papel y siete esculturas de Chillida (en materiales como granito, terracota, alabastro, acero, piedra y madera) y nueve pinturas de Ortega Muñoz, todas ellas composiciones seleccionadas por el comisario Javier González de Durana, que es coordinador artístico de la Fundación Ortega Muñoz de Badajoz, para dar lugar a una conversación sutil entre el legado de estos creadores a partir de colores, líneas, gestos y vacíos; un diálogo en el que se ponen de relieve los puntos de encuentro sin difuminar, obviamente, lo mucho que los distancia.
De esas zonas comunes forma parte la evocación de la tierra: de los paisajes abiertos de Extremadura en el caso de Godofredo, muchas de cuyas pinturas se basan en la dispersión panorámica, y de una tierra compacta en la escultura de Chillida, tendente a la aglutinación y la condensación. En los dibujos de este último, bastante anteriores los aquí presentes respecto a sus esculturas, contemplaremos espacios blancos gestualmente ocupados por trazos de tinta que asociaremos a muretes, caminos o a las lindes entre los sembrados.
Si los territorios al pie de las montañas de Ortega Muñoz quedan divididos en pequeñas parcelas por cercas blancas, los alabastros que talló Chillida presentan surcos cincelados que generan tramos que se quiebran y, a su vez, desembocan en espacios recónditos. Contemplando próximos alguno de los paisajes lanzaroteños de Godofredo y esos alabastros, detectaremos declives del terreno, escalones en cadencia regular, gestos elementales sobre la tierra o sobre la piedra que podrían aludir a caligrafías simples pero no por ello fáciles de descifrar.
En las terracotas del guipuzcoano y en los veranos de Ortega Muñoz, el movimiento simula repetirse en olas abiertas, en tramas de curvas y rectas que parecen dar lugar a ámbitos de un cuerpo; también serán confrontados sus muros de mampostería en los bancales con blancos y negros entremezclados, adecuados topográficamente a una ladera, con los trazos sobre tinta china o los terrenos esculpidos por Chillida; podremos atisbar quizá, en uno y otro, puertas, calces, arqueologías.
Y en las laderas de Ortega, el aterrazado progresivo germina en sombras ondulantes y repetidas, aquí enlazadas a los papeles entintados y encolados superpuestos de Chillida, que sugieren ondas sobre las que la luz recae de manera desigual, como si lo hiciera al ritmo de ese escalonamiento abrupto. Se correlacionan igualmente estradas que en la pintura del pacense esbozan rozas sobre el páramo y los vericuetos esculpidos del vasco, estratigrafías de líneas paralelas que escalonan las tierras vacías; los dibujos del segundo, además, aparentan contener capilares susceptibles de canalizar vida. Uno y otro manejaron la sencillez compleja.
Eduardo Chillida – Godofredo Ortega Muñoz
MUSEO DE BELLAS ARTES DE BILBAO
Museo Plaza, 2
Bilbao
Del 25 de junio al 21 de octubre de 2024
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