Bruce Conner no es un artista fácil de exponer, por el carácter frágil y poco duradero de buena parte de sus obras, elaboradas frecuentemente con desechos y elementos sobrantes, y porque resulta difícil de clasificar: no responde a los estereotipos con los que desde aquí contemplamos el arte estadounidense ni transita únicamente en el terreno de la poesía, la crítica o la espiritualidad; era un creador voluntariamente lejano al mercado y muy libre, en el manejo de técnicas pero también en el de las ideas, así como uno de los más perspicaces de su generación, la de los nacidos en los treinta.
Trabajó en constante autorrevisión, desde sus prácticas conceptuales en las décadas iniciales de los sesenta y los setenta hasta sus piezas de carácter performativo, y tanto su obra plástica como la cinematográfica se basan, a menudo, en la recopilación de fragmentos de orígenes diversos y en el recurso a elementos materiales y temáticos constantes, como las medias de nailon, el hongo atómico, las bombas y las referencias a la sociedad de consumo y a la amenaza nuclear, asuntos muy presentes en el entorno social de posguerra en el que Conner inició su trayectoria.
Los buenos conocedores de su trabajo recomiendan entenderlo como confluencia de caracteres y pensamientos presentes tanto en el conjunto de la sociedad estadounidense como en los artistas que compartieron con él contexto, no únicamente como fruto (que también) de su genio individual. Podemos decir que manejó un sentido de la belleza peculiar, relacionado con lo trágico pasado o por pasar, y desarrolló cada uno de sus proyectos como si se tratara de un universo propio y diferenciado respecto al resto de sus propuestas: assemblages y collages, fotografías punk, finísimos trabajos sobre papel y filmes que pueden tener bastante que ver entre ellos, pero separadamente y si no hubiera cartelas podríamos adjudicarlos a otros. Además, se hace evidente que, sin excepción, sus piezas son fruto de procesos lentos y minuciosos; no era amigo Conner de la resolución rápida y sí un obseso de los detalles.
Nueve de sus películas experimentales, representativas de sus intereses, pueden verse hasta abril en la Fundació Tàpies de Barcelona, en el marco de la exposición “Luz de la oscuridad”. Se trata de filmes que elaboraba a partir de imágenes propias y también tomadas de noticieros, documentales o tráileres: apuntan a cuestiones como la violencia presente en la cultura americana, la cosificación del cuerpo femenino o el mencionado holocausto nuclear, asuntos absolutamente presentes en el conjunto de su carrera.
No falta su primera película, llamada justamente A Movie y producida con solo tres dólares en 1958: se trata de un collage de metraje encontrado y seleccionado de noticiarios, películas de serie B y animación gráfica. Propone Conner una deconstrucción y reconstrucción del cine y de sus técnicas narrativas a partir de efectos de hiperestimulación, fundidos de apertura, fundidos encadenados e imágenes persistentes que desafían los límites de la percepción retiniana. Para hacernos a la idea, escenas de persecución con vaqueros y caravanas del Oeste se montaron con otras de elefantes, máquinas de vapor y automóviles en una carrera sin reglas que genera accidentes y desastres. Un capitán de submarino mira por su periscopio y al divisar una chica de calendario lanza un torpedo que hace estallar la bomba atómica.
Al asesinato de Kennedy remite REPORT (1963-1967), que comienza en Brookline, ciudad natal del presidente y donde el artista vivía en aquel momento. Esta pieza se subdivide en dos partes, sobre la muerte y el mito, pero sobre todo nos induce, a partir de imágenes de publicidad masiva, desfiles, metraje que ensalza la guerra y flashbacks de la escena del crimen, a tomar conciencia del modo en que influyen en nuestras percepciones los mass media y la cultura del espectáculo.
Se proyecta igualmente LOOKING FOR MUSHROOMS (1959-1967), que remite a experimentos de Conner con hongos psicoactivos de psilocibina empleados en vigilias ceremoniales en México, donde el artista residió en los sesenta. En este proyecto, luego rehecho, se evocan fuegos artificiales mediante efectos psicodélicos e imágenes fijas subliminalmente perceptibles. Una década más tarde daría paso el estadounidense a TAKE THE 5:10 TO DREAMLAND, de cariz mucho más poético: constituye la pieza una sucesión de secuencias cinematográficas bastante más estáticas que las anteriores filmaciones; está puntuada por espacios en negro, fundidos y fundidos a negro. Agua, nube y cielos conviven con experiencias personales y retratos simbólicos en un trabajo que se nutre de una composición de Patrick Gleeson, pionero de la música electrónica.
De 1978 data la propuesta más autobiográfica: VALSE TRISTE. Con música de Sibelius, Conner utilizó metraje de película de la década de los cuarenta para articular secuencias oníricas que reflejan lo que significaba criarse en la localidad de McPherson, en la Kansas rural. En un primer momento vemos a un muchacho dormido, después nos adentramos en sus sueños por la vía del surrealismo y el simbolismo: una locomotora va seguida por escenas de minas, un globo que rota, nubes iluminadas por el sol y gimnastas femeninas. Y en ese mismo año se fecha MONGOLOID, obra derivada de su conexión con la contracultura punk: intercala escenas cotidianas, anuncios publicitarios, formas ornamentales y abstractas.
Culminan la exposición MEA CULPA (1981), el reciclaje de gráficos animados de películas históricas de enseñanza de la física y CROSSROADS, que alude a ensayos nucleares realizados en el atolón Bikini en 1946: utilizó Conner metraje de la segunda bomba que hasta entonces había estado guardado en los Archivos Nacionales en la que supone una representación visual posible del apocalipsis nuclear.
La exhibición, organizada junto al Museum Tinguely suizo, incide en la dualidad simbólica en la producción del americano entre la luz y la oscuridad, con alusiones místicas o metafóricas.
Bruce Conner. “Luz de la oscuridad”
Carrer d’Aragó, 255
Barcelona
Del 8 de octubre de 2022 al 5 de marzo de 2023
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