A Avigdor Arikha también podíamos llamarlo el renacido. Siendo un niño fue deportado con su familia y llevado a un campo de concentración donde moriría su padre. Arikha sobrevivió y en 1944 fue trasladado al hogar judío en Palestina, Eretz-Israel, y durante cinco años vivió en el kibbutz Ma’aleh Hahamisha, cerca de Jerusalén, trabajando en la granja, estudiando y recibiendo entrenamiento militar.
Su educación artística la inició en la Escuela Bezalel, un hogar colectivo donde un maestro le proporcionó un nombre nuevo, sustituyendo el apellido familiar Dlugacz, que significa “largo”, por su traducción al arameo: Arikha, iniciando con él una nueva vida.
Tiempo después, Arikha se alistó en la fuerza de defensa judía, el Haganah, y combatió en sus filas al final del mandato británico en Palestina. En enero de 1948 resultó gravemente herido por las balas explosivas dum-dum y fue dado por muerto, y su “cadáver” llevado al depósito, donde una enfermera leyó su nombre en una etiqueta y avisó a la hermana del pintor, quien logró que un cirujano lo operase.
Arikha se despertó un día con el deseo irrefrenable de dibujar del natural, él llamó a aquella vocación poderosa “hambre en los ojos”
Tras la operación, Arikha permaneció en coma durante seis días más, y no sería esta su última resurrección. La tercera no fue tanto física sino intelectual, o espiritual: a comienzos del año 1965 visitó en el Louvre una exposición sobre Caravaggio y la pintura italiana del s XVII, y allí quedó profundamente interesado por La resurrección de Lázaro. Esa pintura le hizo pensar que el arte moderno se había vuelto manierista, como ocurrió en Roma en la época de Caravaggio. No volvió a sentirse motivado a realizar la obra abstracta que hasta entonces había desarrollado.
Algún tiempo (poco) después, Arikha se despertó un día con el deseo irrefrenable de dibujar del natural, él llamó a aquella vocación poderosa “hambre en los ojos”. Tras un primer fracaso intentado retratar a su mujer, volvió a intentarlo varias veces, desde la más absoluta pasión. Ese mismo día llevó a cabo treinta dibujos con pincel y tinta sumi, pero no se conservan porque su insatisfacción con el resultado le llevó a destruirlos. Al día siguiente volvió a dibujar con pincel y tinta, y así lo hizo durante semanas y meses. A lo largo de ocho años, se dedicó intensamente a dibujar del natural, hacer grabados y estudiar historia del arte.
El trabajo del natural fue primero su proceso de trabajo preferido, y luego prácticamente el único posible para Arikha, que con él pretendía preservar las huellas de lo vivido. Este artista entendía que la obra de arte se acerca más a la verdad de la vida cuanto más se aleja de cualquier abstracción para centrarse en la individualidad del modelo.
Podemos entender el conjunto de las pinturas de Arikha como retratos, encontremos o no en ellos figuras humanas. Y como le apasionaba la captación del instante, nunca volvía sobre sus pasos para corregir errores, porque esa corrección podía borrar la sensación de inmediatez que pretendía transmitir.
Hasta el próximo 7 de mayo, la Marlborough Gallery neoyorquina nos enseña una veintena de obras del artista, entre óleos, acuarelas, pasteles y piezas realizadas en tinta sumi tanto en Israel como en París, donde desarrolló la mayor parte de su trabajo.
Independientemente de la técnica con que desarrollara las obras, Avigdor Arikha imprimió a todas ellas una sutileza notable, y su gran talento fue ser capaz de compatibilizar esta, y una belleza tonal innegable, con la transmisión de espontaneidad, de esa captación del momento irrepetible.
El artista solo trabajaba a la luz del día, y en vida (falleció en 2010) insistió muy a menudo en que sus pinturas, y en general cualquier obra de arte, debía ser contemplada con luz natural. Independientemente del motivo o tema escogido, realizó sus trabajos con inmediatez, infundió a su producción una vitalidad, luminosidad y frescura conmovedoras.
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