En la última edición del curso de verano que tradicionalmente organizan la Fundación de Amigos del Museo del Prado y la Universidad Complutense, Andrés Úbeda, aún director adjunto de Conservación e Investigación de este centro, explicó que las adquisiciones recientes e inmediatamente futuras de la pinacoteca se centran en tres líneas: la escultura en madera policromada, el arte del llamado Virreinato de la Nueva España y la pintura holandesa, constituyendo esta última el terreno más complicado ante la dificultad de encontrar en el mercado obras relevantes de autores como Rembrandt o Hals.
En los dos primeros ámbitos, el Prado poseyó fondos más ricos de los que ahora custodia, pues la cambiante fortuna crítica de esos trabajos llevó en épocas pasadas a que una parte importante de ellos fueran depositados, respectivamente, en el que hoy se denomina Museo Nacional de Escultura de Valladolid y en el Museo de América; en el primer caso, porque durante mucho tiempo solo la escultura sobre piedra o bronce (sin color) se consideró gran arte; en el segundo, al concederse a aquellas piezas un valor más antropológico o étnico que estético.
Con el objetivo de poner del todo fin a esas exclusiones y prejuicios del pasado y también de recordar el extraordinario valor de sus colecciones escultóricas, en crecimiento, el Prado abre al público “Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro”, una de las exposiciones más sugerentes que hemos visto en sus salas en los últimos años, comisariada a su vez por uno de los últimos conservadores en incorporarse a su equipo: Manuel Arias, jefe de su Departamento, precisamente, de Escultura.
Incide el montaje, capaz de conjugar la sobriedad con la incidencia en la teatralidad de algunas de las obras reunidas, en el carácter doblemente clásico, paradójicamente respecto a los clichés mencionados, de la madera policromada: los antiguos ya la empleaban, aunque no se conserven demasiados ejemplos, y sus piezas en piedra y bronce, aunque hubieran perdido su cromatismo cuando se hallaron, también se colorearon. En unos y otros casos, el color dotaba de mayor verosimilitud a estos trabajos; en el caso de los barrocos, no con fines de realismo, sino de persuasión religiosa, incluso de sobrecogimiento. La exhibición demostrará, asimismo, el poco sentido que tenía, en el siglo XVII y refiriéndonos a este tipo de composiciones, establecer distancias rígidas entre los ámbitos de la pintura y la escultura, cultivadas a veces por los mismos autores y con fines semejantes.
Arias ha definido hoy esta exposición como el fruto de una historia de encuentros: los cruces entre escultura y color se abordan desde distintos puntos de vista, no solo en relación con la paleta, también con la cuestión del paragone entre artes. Y aunque muchas de las piezas proceden de los fondos propios del Prado -y cinco corresponden a compras recientes-, cuenta esta exhibición con préstamos de 37 colecciones, la mayoría escultóricos, y ha implicado la realización de 21 restauraciones en sus cerca de tres años de preparación.
El título del proyecto se ha tomado de una cita del teórico Antonio Palomino sobre el Cristo del Perdón tallado por Manuel Pereira y policromado por Francisco Camilo: Que así la pintura como la escultura, dándose las manos, componen un prodigioso espectáculo. Y ese espectáculo, en el contexto concreto del barroco, derivaba de una síntesis de volumen y color puesta al servicio de la inculcación de la fe.
El recorrido comienza recordándonos que la escultura siempre fue, desde la Antigüedad, un medio para devenir corpórea a la divinidad (y quien dice corpórea, dice protectora), y que el color incorporaba veracidad a esas representaciones frente a la palidez de la inanimada muerte; así lo subrayaba Gregorio de Argaiz en 1677: Cada figura, por perfecta que sea en la escultura, es un cadáver; quien le da vida, y alma y espíritu, es el pincel, que representa los efectos del alma.
Hablando de alma y espíritu, las connotaciones espirituales no solo son palpables en la contemplación de las piezas acabadas, también estaban presentes en los pormenores atribuidos a su ejecución: esta solía asociarse a la mediación divina, incluso a talleres angélicos o a autores que debían disponerse en un estado de ánimo determinado para desempeñar su labor, figuras que se multiplicarían en el interior de los templos del siglo XVII, con el fin claro de apoyar la predicación, y en las que el color, como ha subrayado hoy Arias, no era anécdota ni ornamento, sino parte de su fundamento, elemento esencial que potenciaba los valores dramáticos de estas imágenes, se encontrasen en retablos o en pasos de procesión.
Lo subrayaba Gregorio de Argaiz en 1677: Cada figura, por perfecta que sea en la escultura, es un cadáver; quien le da vida, y alma y espíritu, es el pincel.
Junto a las esculturas reunidas veremos pinturas que comparten sus motivos y mensajes, estampas que difundieron las devociones más populares o velos de Pasión, como el que casi cierra la exposición: se trataba de telas que cubrían las imágenes o retablos en Semana Santa, reproduciendo aquello que ocultaban siempre con tonos sobrios; nos referimos al Cristo yacente atribuido a Diego de Urbina (a partir de Gaspar Becerra), un temple sobre sarga que pertenece al Prado y se depositó en el Monasterio segoviano de El Parral, sobre el yacente de Gregorio Fernández.
Una primera sección de la muestra nos conduce hacia los inicios de la escultura e, incluso más allá, del ser humano: según los mitos griegos, el primer hombre fue modelado por Prometeo o a partir de las piedras que Pirra y Deucalión arrojaron tras el diluvio, como Rubens pintó conforme al relato de Ovidio. Los materiales presentes en esas teóricas primeras creaciones serían los mismos que los utilizados en las más antiguas esculturas: hueso, barro, piedra, que de forma natural emularon la figura humana, del mismo modo que a la divinidad se la dotaría de apariencia carnal.
La incorporación de color a aquellas piezas se llevaba a cabo tanto mediante la aplicación directa de pigmentos como a través del añadido de materiales que de por sí aportaban tonos, opciones ambas que se darían siglos después en nuestra escultura de la Edad Moderna: a través de postizos y de la propia policromía. Veremos la preciosa Venus tipo Lovatelli, una Diana y Apolo de origen pompeyano, junto a piezas de talleres romanos; a Pigmalión enamorado de su estatua retratado por Jean Raoux, a Dédalo tallando la vaca de Pasifae por Jean Lemaire, una vaca de taller romano que remite a la de bronce que ejecutó Mirón, y que fue objeto literario por su verismo y por solo faltarle mugir (como las uvas de Zeuxis), y el Cristo crucificado del cardenal Belluga, de taller siciliano. En este último la expresividad no deriva del uso de policromía, sino del de mármol de color con sus tonalidades naturales.
Tan pronto como en 1608, el pintor, escultor y clérigo Pablo de Céspedes hizo esa genealogía del color: Algunos piensan que es nuevo el retocar las esculturas y pintar sobre piedra, pues dice Plinio que preguntando a Praxíteles qué obras suyas de mármol aprobaba, respondía que aquellas en quienes Nicias, famoso pintor, había puesto la mano.
La Virgen de Valvanera, esculpida por un taller castellano para la Catedral de Astorga y pintada por un autor anónimo, abre un segundo apartado en el que se subraya cómo la corporeidad de la escultura y su gestualidad acentuada favorecía para el espectador su correspondencia directa con la realidad, al tiempo que dotaba de apariencia tangible a lo divino, mientras que una vertiente muy determinada y narrativa de la pintura daba testimonio de milagros que fundían lo natural y lo sobrenatural (El milagro de Córdoba de Francesco Maffei, La lactancia de san Bernardo de Alonso Cano, Cristo abrazando a san Bernardo de Ribalta o La Virgen se aparece al cartujo Juan Fort de Carducho).
Ya dijimos que el virtuosismo de algunas esculturas barrocas se atribuyó a la intercesión de ángeles en su creación, a la de santos (san Lucas, san Nicodemo), o a la vocación trascendente de sus artífices. En este último sentido, el taller del carpintero san José en el que transcurrió la infancia de Cristo adquirió el rango de metáfora de su muerte en la cruz, relacionándose además la labra meticulosa de la madera por parte de los artistas con los esfuerzos y renuncias de una vida cristiana orientada a la eternidad. También conforme a esta última lectura se sintetizaban pintura y escultura: Dios sería el escultor del ser humano en su forma primera; el propio individuo, el encargado de policromar la obra divina.
Hay que prestar mucha atención a uno de los Cristos atados a una columna de Gregorio Fernández, llegado del Monasterio de la Encarnación. La priora cuando se ejecutó (hacia 1619) vinculó su realismo al rezo: Costó su hechura muchas oraciones, logradas en el acierto: los ojos, la suspensión del rostro admirable, las heridas frescas (…). Está el cuerpo tan perfecto que se palpan los encajes de los huesos, los nervios y las venas, a las arterias solo les falta el pulsar. También al San José con el Niño esculpido y pintado por Cano; a las creaciones que esta misma composición inspiró en Manuel Salvador Carmona y a la pintura del mismo tema de Ribera.
La madera se coloreó para acercarse al aspecto de la piel, pero también se labraron en ella vestidos que respondían a la moda de la época, con gran sofisticación, o se completaba con telas encoladas o reales, joyas, vidrio o cabellos auténticos que aportaban proximidad respecto a quien contemplaba. Descubriremos los recién adquiridos Buen y mal ladrón de Alonso Berruguete, sensuales y de sabor italiano; un cuarteto de grandes figuras de Juan de Juni y Gaspar Becerra, llegadas del Museo Nacional de Escultura y del retablo mayor de Astorga; y obras mayores de Martínez Montañés, Juan de Mesa o Sánchez Cotán.
Anteceden a un capítulo centrado en la Virgen de la Soledad: una imagen suya venerada desde el siglo XVI en el convento de la Victoria de Madrid, realizada por Becerra y destinada a procesionar, se perdió en la Guerra Civil; aquí veremos otra pieza del siglo XVIII a cargo de Luis Salvador Carmona confrontada a una espléndida Ceres de taller romano y complementada con imágenes de Alonso Cano o Goya. Reproducida y copiada en múltiples ocasiones, fue una de las devociones más plenamente hispánicas, pese a su extraordinaria difusión en pinturas y estampas.
La dimensión teatral y procesional de esculturas como aquella centra la sección que recuerda cómo estas piezas conquistaron los espacios urbanos gracias a su dramatismo, las actitudes en contraste de las figuras cuando se trataba de grupos, su color vivo o su dinamismo, que queda resaltado en su movimiento o cadencia en la calle. Con ese fin, algunas figuras se articulaban o se ligaban las tonalidades de la piel al temperamento u origen de las figuras.
Contemplaremos Sed tengo, el primer paso que elaboró Gregorio Fernández, cuya teatralidad queda realzada por su iluminación cenital, señalado por un San Juan Evangelista de Salzillo prestado por la cofradía murciana de Jesús Nazareno.
Y la última sección de “Darse la mano” alude tanto a la muy analizada relación entre escultura y pintura como al acompañamiento de ambas con palabra y música en los oficios sagrados. Además del mencionado Cristo yacente de Fernández y su velo de pasión, contemplaremos algunos “verdaderos retratos”: pinturas de determinadas esculturas en sus altares flanqueadas por cortinas siempre abiertas. En torno al Cristo del Perdón de Luis Salvador Carmona se han dispuesto Cristos de Luca Giordano, Carreño de Miranda o Herrera Barnuevo y, no lejos, las monumentales figuras de santa Rosa de Lima y santo Domingo de Guzmán por Claudio Coello.
Esta no es solo una muestra excepcional por las piezas convocadas y por el sugestivo relato de una fusión, el de volumen y color: también por lo bien trabado y la amplitud de miras en sus encuentros, por una selección de textos muy apropiada y un montaje que logra por momentos sobrecoger tal y como pretendieron las obras reunidas.
“Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro”
Paseo del Prado, s/n
Madrid
Del 19 de noviembre de 2024 al 2 de marzo de 2025
OTRAS NOTICIAS EN MASDEARTE: