Cuando, en septiembre de 2022, la Comunidad de Madrid abrió en su sala en Alcalá 31 la muestra “El Japón en Los Ángeles. Los archivos de Amalia Avia”, hacía un cuarto de siglo que no se le brindaba una exposición individual a esta artista; únicamente se sumaban sus trabajos a colectivas en torno al realismo madrileño. En realidad esa etiqueta, la de realismo, ella nunca quiso compartirla del todo, dado que eran otros sus métodos; además, la denominación pudo ser una de las causas de que, tras conocer el éxito en vida, su pintura quedara, de alguna manera, diluida entre la producción de aquellos autores de su generación: Pinto lo que no puedo fotografiar. Uso la fotografía como modelo (…). Mis compañeros realistas pintan del natural.
Aquella revisión, hace un par de años, del legado de Avia fue comisariada por Estrella de Diego haciendo hincapié, precisamente, en ese rasgo diferenciador: el uso de fotografías que ella o su familia tomaban, o que encontraba en prensa, como herramienta de trabajo. Las empleaba como punto de partida sin pretensión de llevarlas a sus composiciones desde la literalidad: más bien desarrollaba, fijándose en ellas (tras cortarlas, pegarlas, intervenirlas) escenas que, del mismo modo que las instantáneas, pueden considerarse instantes detenidos, traducciones sentimentales o documentos del paso del tiempo tamizado por su personalidad.
Reunidos entonces sus objetos, estos podían contemplarse más como retratos con retazos pop que como bodegones y, en sus paisajes urbanos, detectábamos una conceptualización compatible con un carácter también retratístico de calles o tiendas, no siempre representados frontalmente.
Diecisiete de los óleos sobre tabla que pudimos ver en Madrid se exhiben este verano en el Museo Salvador Victoria de Rubielos de Mora (Teruel), en una exposición llamada “La memoria de las puertas”, motivo continuamente presente en sus escenas de interiores y exteriores, de casas, colmados y tiendas, muy a menudo sucias o desgastadas por los años.
La captación de la vida cotidiana, desde una perspectiva no específicamente social pero sí atenta a ciertos sucesos de su época; con esas ciudades vaciadas o casi, sobre todo Madrid pero también París, Lisboa y algunas capitales provinciales, y con los citados retratos de objetos dan fe de lo poco que le interesaba a Avia la copia y cuánto el tiempo suspendido; resulta fundamental para comprender sus imágenes conocer que los espacios complejos que estas nos presentan y su desjerarquización de temas tienen que ver con la mirada entrenada en álbumes y archivos que documentaban, esencialmente, el paso de los años por edificios en declive. Atraía especialmente a la artista lo que está a punto de extinguirse o ya ha desaparecido, por eso siempre envuelve sus obras en una atmósfera brumosa.
Esa inquietud por captar la huella material, casi el tacto, de los muros deteriorados, las humedades, los desconchones… hizo que tratara de llevar a sus óleos y aguafuertes sobre tabla reproducciones de texturas llenas de verdad: su hijo, Rodrigo Muñoz Avia, ha contado que llegaba a valerse de aguarrás y de cerillas encendidas para sugerir lo que el pincel no alcanzaba a contar (por eso recurría a dichas tablas y no a lienzos, que no hubiesen resistido esos procesos; maneras que, por otro lado, la emparentan indirectamente con los informalistas coetáneos, al igual que su paleta reducida, en la que predominan las tonalidades tierra).
El desgaste de las arquitecturas, de la cartelería rota en las calles, el cierre de comercios antiguos e, incluso, el envejecimiento de los muebles supone, en realidad, la mayor huella humana en su trabajo, porque las figuras, cuando aparecen, se nos presentan anonimizadas, en grupo pero sin interactuar o, en el caso de encontrarse a solas, ocultándonos su rostro. Y sus objetos retratados, como decíamos algo más que naturalezas muertas, no dejan de ser, igualmente, estudios de momentos congelados que ofrecen esos tonos velados que podemos considerar los propios de la memoria cuando evoca, los de lo necesariamente intangible (cuando no pintaba a partir de fotografías, recurría la autora a sus recuerdos).
En Rubielos de Mora, y en una presentación comisariada por Ricardo García Prats, director del Museo Salvador Victoria, nos esperan en definitiva puertas cerradas, tapiadas o entreabiertas, desconchadas y sugerentes, sin más ni menos historia que la del uso anónimo, aunque sí muchos ecos personales que comprenderán seguramente quienes compartieron generación con Avia: a la muerte de su padre (asesinado en la Guerra Civil, cuando ella era niña) y la de sus hermanos (a causa de la tuberculosis), sus habitaciones quedarían cerradas y Amalia comenzaría a pintar al otro lado -donde sí siguió la vida- años después. No es casual que las memorias de la la artista, publicadas en 2004 por Taurus, se titulasen De puertas para adentro; en ellas reflexionaba sobre su querencia por la paleta apagada: No sé qué es lo que hay en mí que me impide llevar el color a mi pintura; color brillante o fuerte, quiero decir, porque color sí tienen mis cuadros, siempre apagado, suavizado, amortiguado, como si las cosas quisieran simular su posesión y pedir perdón por ella. Muchas veces me han preguntado el porqué de esta neblina y he tenido que contestar siempre la verdad: que no lo sé.
Junto a Despacho de leche (1994), Calle de San Mateo (1974), El Japón de los Ángeles (1995) o El mercado de Santander (1988), una de las composiciones emblemáticas de Avia que ha llegado a Teruel es Mi casa (1976), que refleja su vivienda madrileña y que en la exposición se pone en relación con la pieza de Salvador Victoria Kas-ko, que se fecha en la misma época y pertenece a los Muñoz Avia, hasta el punto de aparecer colgada en la primera composición. Fueron grandes amigos.
“Amalia Avia. La memoria de las puertas”
C/ Hospital, 13
Rubielos de Mora, Teruel
Del 22 de junio al 29 de septiembre de 2024
OTRAS NOTICIAS EN MASDEARTE: