El próximo 19 de noviembre, el Museo del Prado iniciará la celebración de su bicentenario y, según ha explicado hoy su director, Miguel Falomir, uno de sus objetivos para entonces es que el edificio Villanueva se dedique únicamente a exhibir obras de arte, quedando las dependencias del centro dedicadas a otras tareas ubicadas en la zona de su ampliación. Prácticamente, ese propósito se conseguirá.
En el marco de una reordenación de sus colecciones que se inició en la pinacoteca hace cinco años, el Prado ha presentado hoy una nueva instalación museográfica de sus fondos de pintura flamenca y de las Escuelas del Norte: se han situado en la segunda planta de su cuerpo norte o de Goya, desplegados en ocho salas (de la 76 a la 83) con las que el museo incrementa en un 10% el número de pinturas que expone en esta área de su colección. Son todos los que están, pero no están todos lo que son, porque para ver al completo las obras expuestas de estos autores tenemos que continuar visitando la Galería Central y la sala 16 B, que también han sido renovadas. Allí nos esperan más Rubens y también Van Dyck y Jordaens.
El área de pintura flamenca y holandesa es esencial en la colección del Prado, porque las dos grandes zonas fundamentales de desarrollo del arte europeo anterior al siglo XVIII eran los territorios que hoy corresponden a Bélgica (con Amberes como foco fundamental) e Italia. Las obras expuestas se fechan entre 1400 y 1650 y llegaron a nuestro país gracias, en su mayor parte, al mecenazgo real, dado el vínculo de Flandes con la Corona española entonces.
Dos de las salas se dedican a Rubens; en una podemos ver obras de gran formato esenciales, inflamadas, las que el pintor realizó por encargo de Felipe IV para la Torre de la Parada inspirándose a menudo en lecturas de Ovidio y explorando la representación del sufrimiento causado por el dolor y el deseo sexual. El monarca quiso que fueran 120, pero Rubens logró reducir la cifra a sesenta bocetos (muchos en la actual muestra que el Prado les dedica) y catorce pinturas. Destaca Saturno devorando a un hijo, que influiría en la interpretación de Goya. El rey quedó tan satisfecho que encargó a Martínez del Mazo que las copiara.
La segunda sala rubensiana se centra en sus pinturas de pequeño formato; algunas pertenecientes a la colección personal del artista y vendidas por su familia tras su muerte. La poesía clásica fue su fuente recurrente de inspiración a la hora de presentar la naturaleza como fuente generadora de vida, y en otras ocasiones compraba Rubens obras de otros artistas que repintaba. Junto a Jan Brueghel el Viejo llevó a cabo La Virgen y el Niño rodeado de flores y frutas, porque en Flandes eran habituales las colaboraciones, a diferencia de la gran competencia en Italia.
Hablando de Jan Brueghel, a él se le brinda también una sala monográfica de la que forman parte las cinco pinturas maestras que dedicó a los sentidos en 1617-1618 y que Felipe IV dispuso en su sala de lectura, quizá para verlas como merecen, bien de cerca. Sus figuras son de Rubens, pero entre su repertorio objetual encontramos mucha porcelana china, entonces demandada por los coleccionistas más exquisitos, esculturas antiguas y todo tipo de curiosidades. La pincelada del hijo de Pieter Brueghel es de una elocuencia diferente: su lenguaje bebe del de los grabadores y los pintores de miniaturas y se sirvió de una gama cromática peculiar y suculenta.
Otro que, desde ahora, también cuenta con habitación propia en el Prado es David Teniers, cuya pintura de la disposición de la colección artística del archiduque Leopoldo Guillermo influyó con toda probabilidad en la composición de Las Meninas, dado que esta obra ya se encontraba en Madrid, en el Alcázar, en 1653 y Velázquez pudo verla. Esa imagen habla a las claras de la pasión por el coleccionismo de pintura existente en Flandes, y quizá no fuese la única que mirara el sevillano antes de trabajar en el retrato real: también se encontraba entonces en Madrid el retrato del Matrimonio Arnolfini con su espejo revelador. Teniers, cuya obra ofrece cierto gusto bosquiano, es uno de los grandes beneficiados de esta reordenación de la colección, porque antes el Prado solo mostraba de forma permanente uno de sus trabajos.
Por otro lado, otras dos nuevas salas se centran en los bodegones y cocinas de Clara Peeters (a la que el Prado dedicó una pequeña pero deliciosa exhibición reciente; de nuevo veremos su rostro en los reflejos, su autoafirmación en los cuchillos), Snyders y otros artistas flamencos muy cotizados tanto en Amberes como en España. En algunas de estas pinturas encontramos representaciones animales que hablan del orden y el caos humanos; eran una especialidad flamenca luego importada a Francia.
Cerca quedan los paisajes de Patinir, Joos de Momper, Peeter Snayers y también Jan Brueghel. Algunas de las piezas que forman parte de la sala 80 las encargó Isabel Clara Eugenia para subrayar la placidez y orden del territorio bajo su gobierno; y en algún caso los envió a España, como el de Van Alsloot y Sallaert sobre la procesión de Nuestra Señora de Sablón. Sus detalles revelan muchos datos sobre la vida cotidiana a principios del siglo XVII.
Otra de las nuevas salas abiertas al público se dedica a la pintura holandesa, cuya representación en el Prado es relativamente escasa por razones históricas. Entendemos como tal la pintura realizada en las siete provincias del norte independizadas en 1579, tras la Unión de Utrecht; un arte naturalista que refleja la voluntad política de diferenciarse del sur y del sentimentalismo italiano y buscaba afianzar la identidad nacional.
La obra más significativa de este espacio es Judit en el banquete de Holofernes de Rembrandt, la única obra del autor en España cuya autoría nunca ha sido discutida. Se fecha en los treinta, cuando confrontaba su producción a la de Rubens. Junto a ella, queda una obra con el mismo tema, y mensaje político, de Salomon de Bray, y otras de Wtewael, Matthias Stom o el muy elegante Bramer. También el sobrecogedor Gallo muerto de Metsu, uno de los pocos bodegones de este autor de atribución segura, y naturalezas muertas con muy virtuosos reflejos de los Claesz.
Hay más novedades. En la sala circular que rodea la cúpula de la rotonda de Goya alta, el llamado Toro Norte, se ha instalado el Tesoro del Delfín: un excepcional conjunto de piezas de artes decorativas realizadas, en su mayor parte, con cristal de roca y piedras duras. Pertenecieron al padre de Felipe V, Gran Delfín de Francia entre 1661 y 1711 (no llegó a reinar), y el primer Borbón en España las recibió en herencia. De las colecciones del Prado forman parte desde 1839, pero su historia es azarosa y guerras, robos y extravíos han hecho mella en su número. Esos episodios los enumera un audiovisual en la propia sala, donde también se han dispuesto pantallas para contemplar las piezas más significativas en 360º y con todo detalle.
Componen, como su nombre anticipa, uno de los grandes tesoros dinásticos europeos –no conviene olvidar que en el Renacimiento estas obras alcanzaban mayor precio que pinturas de Tiziano o El Bosco–. Aunque algunos de estos objetos datan de la antigüedad o la Edad Media, la mayoría se fechan en los siglos XVI y XVII; algunos se modificaron para adaptarse al gusto de sus propietarios y otros se mandaban crear a propósito.
Podemos subrayar el cofre ochavado recubierto de oro esmaltado que perteneció al cardenal Mazarino, las piezas realizadas en cristal de roca por los talleres milaneses de los Miseroni y Sarachi o por Annibale Fontana, las obras de los plateros franceses y los camafeos antiguos. Merece mucho la pena fijarse en los estuches, que han dado pistas de cómo serían las obras perdidas.
Más adelante os hablaremos más a fondo del Tesoro del Delfín y también pronto, en los próximos meses, se sumarán nuevas salas al recorrido expositivo del Prado. Estas estarán dedicadas a la escultura y a una muestra permanente sobre la historia del museo; os lo contaremos.
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