Nacida en 1966 en Boston, Liz Deschenes ha hecho suya la tradición vanguardista de puesta en cuestión de los conceptos que en un principio definían la fotografía (instantaneidad, veracidad, fijeza o reproducibilidad) para convertir sus imágenes en superficies cambiantes que frecuentemente funcionan como objetos escultóricos o arquitectónicos, más que fotográficos. En sus exhibiciones suele conceder protagonismo a los componentes técnicos de este medio, tanto los ya anacrónicos como los recientes, al tiempo que, a través de espejos, genera un juego de reflejos y evaluación de los escenarios arquitectónicos que los rodean, llevando al público a reflexionar sobre la diversidad de materiales que en el pasado y hoy hemos configurado para capturar lo real y sobre la fiabilidad que les hemos otorgado.
En sus anteriores proyectos solía partir de imágenes de paisajes a la hora de abordar las esencias de la fotografía; en la serie Elevations llevaba a escena los siete colores estándar desarrollados por los cartógrafos para representar rangos de elevación de la Tierra al producir fotos monócromas en esa gradación, valiéndose de una impresión en color por transferencia de tinte que recordaba las películas en technicolor con las que Kodak dejó de trabajar hace ya tres décadas, en 1993. Sus Blue and Green Screens, por su parte, nos invitaban a contemplar las pantallas que normalmente se utilizan como base invisible en efectos especiales e imágenes de fondo evaporado y, en Moiré, fotografió una hoja de papel perforado que filtraba la luz que entraba por una ventana, para superponer después el negativo resultante a un duplicado, dando lugar a una imagen de patrón, precisamente moiré, abstracto. El resultado era un trabajo tan deslumbrante como oscilante a nuestra vista, basado en realidad en la manipulación de un solo negativo.
En los últimos años, viene optando Deschenes por exponer papel fotográfico al cielo nocturno, revelarlo y fijarlo en un fotograma con un tóner plateado, creando superficies grisáceas y brumosas, salpicadas con ligeros cambios de tono, que se ven afectadas por la exposición a la luz ambiental o a raíz de esa aplicación manual del tóner. A veces las monta sobre aluminio o Dibond, otras deja estos fotogramas sin enmarcar para que se oxiden (intencionadamente) con el tiempo, incidiendo en la problemática conceptual que envuelve al papel fotográfico como supuesta superficie para la imagen fija. En sus manos, y purgada de contenido representacional, la fotografía funciona como un objeto que registra, precisamente, una evolución entre pasado y presente, aspecto que también vienen a recalcar los espejos que dan fe de las cambiantes condiciones que repercuten en el espacio en torno a sus obras en las exposiciones.
Si no es la estabilidad, si no es la fidelidad a lo real, la artista continúa indagando en qué es aquello que genuinamente solo la foto puede ofrecernos.
En la exhibición que, hasta fines de julio, presenta esta autora en la Galería Parra & Romero de Madrid, la primera suya en esa sala, veremos piezas correspondientes a tres series diferentes y ligadas, en todo caso, a su permanente análisis sobre el modo en que el arte fotográfico y sus dispositivos asociados han condicionado nuestra forma de mirar.
Sobrevuela los fotogramas de su propuesta FPS, precisamente, la figura de Etienne Jules Marey, pionero del estudio fotográfico del movimiento que, antes que Leland Stanford y Eadweard Muybridge, investigó el caminar de un hombre, el de un caballo y los vuelos de insectos y aves utilizando polígrafos y otros instrumentos de registro. Contemplaremos piezas verticales dispuestas sobre la pared conforme a espacios simétricos, en intervalos constantes, como los fotogramas lo hacen en un filme; pero quien se desplaza aquí, obviamente, es el espectador. Todas ellas cuentan con una superficie reflectante, producto del mencionado mecanismo de exponer papel fotosensible al medio ambiente en horario nocturno y revelarlo con métodos químicos, y además de reflejar el espacio circundante de manera necesariamente parcial, se verán modificadas en sí mismas por la luz que las rodea y su propia oxidación en el paso de las semanas. Constituyen, por tanto, una metáfora del cambio permanente y la materialización de una de las tesis básicas de la producción de Deschenes: la de que el tiempo no se detiene o suspende nunca, ni siquiera a través de la fotografía.
Volvió a mirar al pasado, para explorar su duda en torno a lo fijo y estable en las imágenes, en sus impresiones UV sobre placas de Gorilla Glass de la marca Corning: se trata de vidrios ultrafinos y resistentes, como los empleados en las pantallas de los dispositivos electrónicos, sobre los que imprime monocromos con UV, recordando los filtros que teóricamente utilizó Claudio de Lorena para tamizar la luminosidad de los paisajes y lograr en sus pinturas atmósferas que fuesen uniformes. En realidad, no hay pruebas de que este pintor, en concreto, recurriese a estos procedimientos, pero sí es sabido que eran habitualmente usados por los paisajistas del siglo XVII.
Aludiendo a esos métodos de hace cuatro siglos, y al frecuentísimo uso de filtros cuando fotografiamos hoy, en último término para acomodar lo real a nuestros deseos, Deschenes insiste en que esa voluntad, la de llevar la realidad a nuestro terreno y nuestro gusto, no tiene nada de novedoso y que esa es otra de las razones de que buscar verdad en una representación fotográfica sea una empresa fallida de entrada.
Si no es la estabilidad, si no es la fidelidad a lo real, la artista continúa indagando en qué es aquello que genuinamente solo la foto puede ofrecernos; qué permanece y qué es en esta disciplina original cuando eliminamos esas nociones que teóricamente le son esenciales. Su respuesta es cruda y física: materiales y sustratos, impresos y expuestos, que nacieron al albur de aquellos intentos de inmortalizar.
Liz Deschenes
C/ Claudio Coello, 14
Madrid
Del 11 de mayo al 27 de julio de 2024
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