El Museo del Prado abrirá al público el próximo martes, 24 de noviembre, la primera muestra monográfica que en España se dedica a Ingres, una exposición organizada en colaboración con el Louvre y con el museo del artista en Montauban en la que podremos ver más de sesenta de sus obras estructuradas según criterios cronológicos y temáticos.
Además de por la calidad artística evidente de los trabajos de este artista, tan buen dibujante como colorista, la muestra es fundamental por dos motivos: porque no está representado en ninguna colección pública en nuestro país y porque esta presentación busca romper con el tópico que lo vincula únicamente con el neoclasicismo y el academicismo, presentándonoslo como figura modernizadora de la tradición clasicista y como fecundador de las vanguardias del s XX gracias a su trabajo refinado y casi musical de las líneas y a su afán por deconstruir y construir formas, sobre todo en sus desnudos femeninos y en El baño turco, la obra que según Vincent Pomarède, comisario de la muestra junto a Carlos G. Navarro, puede entenderse como resumen y conclusión de las búsquedas de su carrera. Miguel Falomir ha subrayado, además, que esta de Ingres es la tercera y más importante de las grandes muestras que el Prado viene dedicando a la pintura del s XIX desde 2003: las anteriores fueron las centradas en Manet y Chardin.
La relación de Ingres con el arte español fue de interés verdadero, pese a sus críticas a quienes valoraban a Velázquez y Murillo por encima de Rafael, al que él prácticamente endiosaba. En una obra de su discípulo Jean Flaux que refleja su estudio en Roma vemos que, junto a una puerta, aparece una pintura que hoy se atribuye a un anónimo madrileño pero que él consideró una Velázquez (hoy se conserva en el museo de Montauban). En el atelier de Jacques Louis David conoció a artistas españoles como Carlos Luis de Ribera, Cubero o José de Madrazo; también con autores españoles participó en la adecuación del Palacio del Quirinale para que se convirtiera en residencia de Napoleón en Roma y su influencia es patente en las obras de los Madrazo, sobre todo de Federico, que podemos ver en el Prado y en las de los alumnos de este en la Real Academia de san Fernando, como Casto Plasencia (comparad, como ejemplo, su Institución de la Orden de Carlos III en San Francisco el Grande con El voto de Luis XIII del francés). También Sorolla, y sobre todo Picasso, se fijaron en él: podemos considerar El baño turco todo un acicate en el desarrollo de la pintura contemporánea.
Aunque se atiende a todos los géneros pictóricos que Ingres cultivó (desnudos, pintura religiosa, pintura de historia) y se presta mucha atención a sus dibujos, el hilo conductor de la exposición del Prado lo constituyen, sin duda, sus retratos, algunos propios o familiares pero la mayoría realizados por encargo. Le dieron el éxito, aunque se sabe que el pintor no disfrutó con ellos. No se nota: prestó una gran importancia a los detalles y, cuidando la maestría de las formas, buscó captar el carácter de sus modelos.
LA BELLEZA DE LA CURVA
Repasamos diez obras fundamentales presentes en la exposición:
Autorretrato con 24 años, 1804. Tenía Ingres 24 años y esta obra resulta plenamente romántica por su carga psicológica intensa.
Técnicamente es una obra muy lograda, en la que se elude la frontalidad: está de perfil, torciendo la cabeza hacia nosotros, una novedad respecto a los retratos románticos en los que rostro y mirada tienen una importancia decisiva, rasgo que aquí sí se mantiene, subrayando su singularidad personal.
Pese a la sobriedad del cuadro, Ingres viste prácticamente como un dandy romántico (mirad los frunces de la camisa) y en la mano lleva una tiza que alude indirectamente a su condición de artista. Comparado con sus contemporáneos ultraclásicos, esta obra no presenta voluntad de irrealidad ni evanescencia, podemos asociarla a los acentos realistas del retrato de David.
Retrato de Madame Rivière, 1805. A Ingres le interesaba formalmente más la representación del cuerpo femenino que la del masculino, un aspecto entonces nada ortodoxo. El cuerpo del hombre es más fácilmente reducible a un canon matemático, pero pintar el cuerpo femenino es un desafío asumido por pintores de tradición anticlásica, como Rembrandt o los artistas de la pintura galante. Los giros del cuerpo (rostro, pecho, tronco, piernas) se captan con un naturalismo espectacular en esta obra de gran complejidad.
En el mismo rostro ya se aprecia el interés de Ingres por la curva: cejas, cuello, brazos…todo el cuerpo de Mme Riviére se compone de curvas que se inscriben unas en otras. Su atuendo, de estilo Imperio, con transparencias, le permitió desplegar su refinamiento en el tratamiento del color y los detalles.
Napoleón en el trono imperial, 1806. Se inspira probablemente en el Cristo Imperator de Van Eyck, entronizado con una tiara que simboliza su triunfo. Hay que recordar que secularizar los grandes iconos sagrados era una obsesión de Napoleón.
François-Marius Granet, 1807. Recorta su imagen sobre un paisaje urbano y afronta su figura de perfil con un giro. Da menos importancia a la vestimenta que a la posición del modelo, aunque también la trata con exquisito cuidado.
Edipo y la esfinge, 1808. Por esta obra el crítico T. Silvestre dijo de Ingres que era un “chino extraviado en Atenas”, porque lo único clásico de esta obra es el tema. El desnudo idealizado en primer plano puede remitirnos a la pintura etrusca.
A diferencia de los ultraclásicos, el pintor no utiliza recursos como la fosforescencia y mantiene cierto naturalismo. El diálogo de Edipo con la esfinge enlaza con la fascinación de la época contemporánea por fantasmas, monstruos… La esfinge aparece representada con ese mismo brutal naturalismo, como mezcla entre mujer, felino y pájaro, con alas y pechos erguidos. Es una figura muy romántica por horripilante y se cobija en una cueva pintada con esmero.
Se une aquí lo fantástico, lo tenebroso y la muerte (la de los esqueletos en la cueva devorados por la esfinge, macabros). La oscuridad del lugar contrasta con el día luminoso en el exterior. Lo único que parece sereno y real en esta pintura es la propia figura de Edipo, que quiere averiguar, según la mitología, el secreto de esa esfinge y liberar Tebas.
La Gran Odalisca, 1814. Fue la primera obra de Ingres en colgar en el Prado y supone un avance del elenco de posturas estudiadas por el pintor en El baño turco: la posición de sus piernas y la torsión de su espalda son imposibles. Causó escándalo en el Salón por su exaltación del desnudo como recreación sensual del cuerpo femenino, no como mera representación proporcionada.
Retrato de La señora Marcotte de Sainte-Marie, 1826. Ingres nunca repitió un modelo de retrato ni buscó evitar las dificultades que optar por la variedad en estas representaciones pudiera plantearle. Las manos juegan un papel importante, huye de nuevo de la frontalidad, busca la torsión y comba la figura, sentada sobre cojines. Le obsesiona lo curvilíneo, y, una vez más, resuelve la figura entrelazando líneas, plegándola en un solo plano. Aunque de prioridad al dibujo y la línea, no dejamos de apreciar que Ingres es un colorista soberbio: el cojín amarillo ilumina el marrón sombrío. Pliegues, arrugas, joyas, complementos…se muestran muy detallados y la presencia de un libro nos habla de la creciente importancia de la lectura femenina desde el s XVIII.
Retrato de Monsieur Bertin, 1832. Era empresario de prensa, cuya importancia crecía en la vida pública. Sabemos que a Ingres le llevó años acabar esta obra, sobria, dedicada a un personaje típicamente burgués. Lo pintó con esmero e interpretando su personalidad. En la misma posición Picasso pintaría el retrato de Gertrude Stein.
El cono que forma el personaje está inserto en el cilindro marcado por la silla: en esta disposición se percibe el interés de Ingres por el orden clásico que reduce lo visible a un canon matemático.
La señora Moitessier, 1851. Esta obra es un nuevo ejemplo de la capacidad de inventiva de Ingres en el terreno a priori encorsetado del retrato de encargo. Se preocupó por la captación psicológica del personaje en mayor medida que en el resto de sus obras, más formalistas: captó los rasgos fisonómicos y lo que tienen de expresión anímica.
Se mantiene también la melodía de la línea, el aplanamiento, y va más allá del exhibicionismo de su técnica virtuosa y la exaltación del detalle, alcanzando un realismo óptico.
Es obra de plena madurez encargada por la señora Moitessier cuando iba a casarse con un rico prometido, de ahí que buscara un retratista de prestigio para la ocasión. Interpretada a partir de formas geométricas, se nos presenta como figura rotunda de tradición clásica en la que perviven los juegos de curvas. Apoya el índice derecho en la sien con aire desenfadado y en la otra mano lleva un abanico.
Ingres utiliza el espejo para refractar la imagen en diagonal en sentido divergente y revela la imagen oculta: el otro perfil, la espalda y el tocado sobre la cabellera. Ha logrado abarcar todo el cuerpo en un mismo plano sin emplear los recursos tradicionales del barroco; es una imagen de gran complejidad compositiva dentro de su aparente sencillez.
En el aparador hay además un extraordinario bodegón, que Ingres tampoco repetía nunca.
El baño turco, 1862. Es su obra maestra, muy influyente en el arte contemporáneo: Picasso le dedicó una serie y antecede a sus Señoritas de Avignon. Representa la apoteosis carnal de numerosos desnudos en posiciones distintas y, para culminar lo curvilíneo de los cuerpos, el cuadro tiene forma circular.
La figura de la derecha, con su peculiar posición de los brazos, la copió literalmente Picasso. Es una obra por necesidad erótica, aunque el erotismo sea lo que menos importa: cada bañista tiene una posición más sorprendente que la anterior y el efecto es asombroso.
Por cierto, como agradecimiento al préstamo de obras del Musée Ingres, el Prado llevará a Montauban una selección de sus mejores retratos de El Greco a Goya. Podrán verse allí desde el 3 de diciembre.
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