En una reciente entrevista, preguntaron a Julianne Moore sobre las últimas películas dedicadas a parejas homosexuales en las que ha participado, incidiendo en sí creía que las historias con esta temática se habían convertido en moda. Ella contestó, aproximadamente, que el cine está poblado de historias de amor heterosexual y hasta la fecha nadie ha presentado queja.
Mañana, en fechas doblemente oportunas por el título de la película y por su contenido, llega a cines Un amor de verano (originalmente La belle saison) de Catherine Corsini, la crónica de una historia de amor llena de dificultades, desde dentro y desde fuera, entre dos mujeres en la Francia de comienzos de los setenta; un filme que, más allá de dejar patentes los prejuicios a los que las parejas homosexuales se enfrentaban, incluso en un contexto tan proclive a la libertad como el inmediatamente posterior a mayo del 68, destaca precisamente por transmitir con bastante encanto, a través de su luz, su fotografía y su estética, esa etapa de reivindicación y huida hacia adelante, y por subrayar la necesidad, en cualquier época y circunstancia, de vivir conforme a lo que se es y no a lo que la mirada ajena demanda.
Las protagonistas de este amor de verano proceden de ambientes sociales muy distintos y las separan también varios años; el planteamiento de inicio tiene bastante que ver con el de Carol o La vida de Adele, pero el momento histórico en el que se enmarca cada una de las películas marca las diferencias vitales en el desarrollo de cada trama: si la de Todd Haynes mostraba un amor prohibido y sutil, en la de Kechiche la discriminación quedaba en un segundo plano y podemos entender que La belle saison se desarrolla en una etapa de transición entre la invisibilidad y la aceptación.
Delphine (Izïa Higelin) es una veinteañera que ayuda a sus padres trabajando en la granja del pueblo donde viven y ha mantenido soterradamente alguna relación homosexual que acabó mal precisamente cuando la joven con la que salía decidió ocultar su condición casándose. Cuando fue a estudiar a París, frecuentó en la Universidad las reuniones de un grupo de mujeres feministas entre las que se encontraba la muy concienciada Carole (Cécile De France), que entonces vivía con su novio.
Y entre reunión y reunión y acciones para llamar la atención sobre la desigualdad asistimos al nacimiento de su relación, más o menos fácil en París, donde Carole parece llevar las riendas, y endiabladamente complicada cuando ambas se mudan al pueblo de Delphine a raíz de los problemas de salud de su padre. Allí quedan sometidas a los ojos de la gente y al juicio escrutador de la madre de ella, un personaje riquísimo y representativo, seguramente, de una generación a medio camino entre dos mundos. Monique (Noémie Lvovsky) es perfectamente consciente, por experiencia propia, de que las mujeres son tan válidas para el trabajo como los hombres –pero no lo decimos, explica- aunque la inercia o el pensamiento heredado le hacen pensar que siempre es mejor contar con un hombre al lado. Su mentalidad la anticipa ya el padre de Delphine, cuando al inicio de la película la apremia a casarse, porque la soledad es terrible.
La mirada de la madre (que es la del pasado, la del resto del pueblo, la de una decencia equiparada a la heterosexualidad y el matrimonio) es la que aleja a Carole y a Delphine, porque ejerce, en un primer momento, como voz de la conciencia. Después la conciencia de la granjera vendrá de dentro, pero aún no entonces.
Un amor de verano combina la mirada reivindicativa con la narración de la historia sentimental, y aunque en algún momento parezca haber contaminación, el resultado es lo bastante logrado para que ambas caras de la película mantengan su peso.