Cuando se cumplen veinte años desde que Steven Spielberg estrenase Múnich, su reconstrucción de la operación israelí destinada a capturar a los responsables del secuestro y posterior asesinato de parte de la delegación de ese país en los Juegos Olímpicos de 1972, el suizo Tim Fehlbaum ha regresado a ese episodio negro -que ya había sido abordado en otras dos películas con poco eco, en los setenta- para aproximarse a él desde otra perspectiva: la de los periodistas, especializados en deportes, que por evidente cercanía cubrieron estos sucesos en un tiempo en que la actualidad internacional no nos tenía acostumbrados al terrorismo, término cuya aplicación se discute precisamente aquí.
En el fondo, Septiembre 5 podría definirse como una constante discusión: este filme está rodado como travelling continuo, pero no saca al espectador de las dependencias en Múnich de la cadena estadounidense ABC salvo a través de las pantallas. Los hechos son conocidos; lo novedoso es el centrarse en la experiencia de los informadores, que se enfrentan, además de a la violencia del momento a dos pasos de ellos -esto queda prácticamente relegado-, al desafío de adentrarse en un terreno que no es el suyo (el de la política internacional, la seguridad); y después a un dilema detrás de otro: qué emitir y qué no en la villa olímpica, contar noticias esperanzadoras o esperar su confirmación, cómo no herir a la familia estadounidense de uno de los rehenes, qué hacer cuando se sospecha que, al igual que ellos pueden ver a los secuestradores en la terraza, estos terroristas se sepan grabados y quizá actúen en consecuencia.
El contexto social o político queda ausente de los planteamientos de Fehlbaum de no ser por el personaje fundamental de una joven traductora alemana (Leonie Benesch, que encadena buenas películas); a ella se le hace responder, en un momento dado, por el pasado alemán, a treinta años del Holocausto, que no conoció; ella sufre los inevitables tics machistas de un equipo mayoritariamente masculino; y ella logra que informaciones delicadas lleguen primero a este equipo, en ocasiones exponiéndose mucho más de lo que su labor exige. Más allá de esta figura, significativa por introducirnos en el deseo general en Alemania de ofrecer al mundo una buena imagen y en la frustración final ante el hecho de que de nuevo mueran allí inocentes, la película pone el foco en el reto de narrar lo que se atisba como un suceso terrible cuando los datos llegan con cuentagotas, buscando ser los primeros en informar sin que ello implique faltar al respeto al espectador -y a la ética-. Y con los medios básicos de aquel momento, pero con una increíble agilidad -se admiten comparaciones-.
No hay en Septiembre 5 drama en primer término, solo difícil trabajo en equipo, incertidumbre, normalmente entrega, a veces riesgo, nervios: conciencia de encontrarse ante un momento histórico y deseo de estar a la altura; la perspectiva de esta historia es la de humanos reporteros falibles que tratan de responder a la catástrofe con eficacia. Se trata, en definitiva, de una película de oficio; un oficio con una vertiente artesanal: conocer hasta dónde contar, cómo hacerlo y en qué momento tenía mucho de filigrana, y supone en sí misma una experiencia placentera asistir a las dudas de quien se cuestionaba esos pasos antes de actuar -emitir- en falso; más allá de que no siempre se acierte, estos periodistas eran conscientes del peso de su palabra en esos momentos sin certezas, de que portaban una responsabilidad tan acusada en esas circunstancias como la de profesionales que trabajan, en principio, con material más delicado. Tal viveza es la que se concede a esos debates que esta obra puede considerarse un thriller, pese a que el espectador sea en todo momento consciente del desenlace de los hechos fuera de los estudios; un thriller en el que, además, no existen las anécdotas: no conocemos ningún dato sobre la vida personal, aficiones y vicios de los protagonistas, únicamente interesantes aquí por su modo de enfocar su tarea.