Son varias las ocasiones en las que las manos de madre e hija, Sarah y Stella, aparecen en Próxima separadas por un cristal y también constantes las ocasiones en que cortes de segundos en el montaje “distancian” la vida personal y la profesional de la primera (Eva Green), que desdobla su tiempo y su mente entre las responsabilidades familiares y las de empresa en un equilibrio que a veces parece sólido y otras delicado, por momentos irrompible y en otros a punto de venirse abajo.
El conjunto del filme de Alice Winocour pivota en torno a ese asunto tan cotidiano, el de la conciliación de pasiones y necesidades, llevando una vez más la reflexión sobre la importancia y las dificultades de las relaciones familiares al espacio: Ad Astra también partía de una relación paternofilial, abordada desde un enfoque muy distinto; las distancias que en aquel filme eran a la vez internas y externas, en Próxima pueden medirse únicamente en metros. Pero, al menos, un tema más quiere apuntar con claridad Winocour: la pervivencia del machismo en el ámbito profesional, sobre todo allí donde las mujeres son escasas: una discriminación que no solo afecta a la puesta en duda de sus méritos, sino que también pone trabas a esa compatibilización de empleo y familia. Como este no es un filme maniqueo, esos problemas se diluyen por parte de su expareja y padre de Stella, quien desde el principio se hace cargo de su hija y trata de diluir desconfianzas.
Eva Green interpreta con enorme solvencia a una astronauta francesa que se entrena duramente en la Agencia Espacial Europea para viajar a Marte, siendo la única mujer entonces en hacerlo y debiendo enfrentarse, en primer lugar a su propia culpabilidad por alejarse de la niña durante un año, y después a la doble presión que ejercen sobre ella sus compañeros (por ser la única astronauta femenina y por mantener en lo posible el contacto con su hija, dado que ellos escapan de su familia con absoluta naturalidad). La confianza de estos (al más reticente lo interpreta Matt Dillon) sabemos que la logra antes de partir, pero la película nos hace intuir que vencer los desafíos de su conciencia le llevará más tiempo.
Incide Próxima en el rol insustituible de la madre para la niña: los empeños de la secretaria, e incluso de su padre, se adivinan en la trama como soluciones temporales a un vacío por llenar, y entre madre e hija se da una relación que va más allá de la necesidad o la dependencia para acercarse a la fusión de sentimientos: Sarah hace suyos los problemas de la niña en la nueva etapa, sus dificultades escolares o a la hora de hacer amigos, e incluso podemos pensar que llega a somatizarlos. Cuando esos problemas se solventan, la astronauta no solo tiene motivos para sonreír: también parece obtener un permiso para marcharse.
Y, sin embargo, ese drama interno no llega a hacerle dudar verdaderamente sobre la conveniencia de la partida: implica un sufrimiento hondo, pero no tambalea su vocación hacia el espacio y hacia los retos, por más que a veces estos supongan, en su caso, esfuerzos físicos casi insuperables. Y Stella, lo sabemos, toma como modelo a su madre y adivinamos, finalmente, que pasa por su mente ese mismo afán al observar caballos correr en el viaje de vuelta a casa.
No cuestiona Próxima si esos altísimos sacrificios merecen o no la pena, ni el sistema económico, social o de pensamiento que los exige, solo indica que así son las cosas y que continuarán. Lo cotidiano y familiar roza en esta obra permanentemente lo extraordinario, por la profesión de Sarah pero también por el grado de superación y dolor de madre e hija y por el continuo contraste entre espacios íntimos y cálidos, y fríos y profesionales. En unos y otros flotan sus contrarios y también lo trascendente.