Al comenzar la Guerra Civil, España ofrecía, en lo poético, un panorama variado. Junto a los maestros consagrados, vivía una etapa dorada la generación del 27, y el propio Miguel Hernández afirmó entonces que en ese momento se hacía en España la más hermosa poesía de Europa. Durante la contienda, fallecieron Lorca, Unamuno y Machado y, poco después, el mismo Hernández; y, como sabemos, quedaron en España poetas que no escribían desde un enfoque social y otros partieron al exilio, entre ellos Juan Ramón Jiménez.
Muchos de estos últimos se aclimataron a la sensibilidad de los países que los acogían, como los muy jóvenes entonces Manuel Durán, Luis Rius y Tomás Segovia. Otro grupo, que ya se había formado en España, puede subdividirse a su vez en otros dos: el de quienes, habiendo salido de nuestro país tras consolidarse, ya no volvieron (Quiroga Pla, Rejano, Arturo Cuadrado, Herrera Petere, Serrano Plaja…) y el de los poetas del 27, que desarrollaron buena parte de su producción fuera.
En los primeros se aprecia un estilo dual, entre las formas extremas del surrealismo y el lenguaje claro y directo que demandaba la nostalgia de la tierra perdida. Respecto a los segundos, hay que citar a Pedro Salinas, que abandonó su lírica amorosa anterior a la guerra en favor de una poesía vinculada a la necesidad de conectar con el sentido de la vida y del mundo; a Jorge Guillén, que experimentó un cambio similar de perspectiva, queriendo dar fe de las contrariedades de la vida; a Luis Cernuda, que acentuó su pesimismo; a Alberti y su recuerdo nostálgico del mar, y a Emilio Prados, quien, desde el intimismo, escribió sobre el amor y la muerte. También a León Felipe, cuyos poemas se sitúan entre el horror por la indignidad humana y la esperanza. Algunos expertos consideran que nuestros poetas en el exilio pasaron por tres etapas sucesivas: combate dialéctico y desesperación, nostalgia y ansia de volver. Muchos lo hicieron en 1975, a otros les pesó más la querencia por su país de acogida.
ENTRE EL 27 Y EL 36, MIGUEL HERNÁNDEZ
Dámaso Alonso lo llamó genial epígono de los poetas del 27. Autodidacta, empezó a escribir versos siendo adolescente, y en sus viajes a Madrid se empapó del gongorismo de sus amigos de aquella generación, apartándose de la poesía fácil. Junto a Sijé conoció la mitología, y junto a José María de Cossío la poesía y el teatro del Siglo de Oro.
En 1936 entabló amistad con Neruda e inició su aproximación al surrealismo, patente en El rayo que no cesa, libro con el que se consagró y que incluía su Elegía a Ramón Sijé, con quien al parecer él no se había portado demasiado bien. Traspasada de recuerdos juveniles, no puede leerse sin estremecimiento. Se ganó los halagos de Juan Ramón Jiménez y la Revista de Occidente publicó su Égloga a Garcilaso. En la misma época escribió odas en verso libre a Aleixandre y al propio Neruda, a quienes consideró sus maestros: en ambas late un sentir hondo, completamente personal, a la vez que un vitalismo propio.
En la guerra tomó partido por la República, fue encarcelado y, como es sabido, murió en 1942. Antes continuó empleando el verso libre, siempre sonoro. En Viento del pueblo conjugó el idealismo conmovedor con cierto realismo descarnado, contrapunto en un libro bello y sugerente como pocos. Se divide en elegías, odas, cantos épicos y poemas imprecatorios.
Posterior es El hombre acecha, más sencillo, que incide en el tema bélico, pero con una contención casi clásica. Su estilo se depura hasta entroncar con lo popular; las metáforas son cada vez menos pulidas. Se trata de un diario íntimo en el que expresa el amor hacia su hijo, su estado de prisionero y el horror a la guerra en sus tiempos más adversos. Decía Hernández, en el prólogo de Viento del pueblo, que los poetas nacen para pasar soplando a través de sus poros y conducir sus ojos (los del pueblo) y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas.
LAS REVISTAS Y LAS TENDENCIAS
La sacudida de la guerra motivó, en general, que los poetas saltaran del juego al fuego, de la belleza en las torres de marfil a la belleza de la humanidad machadiana. Aunque hubo algunas excepciones.
En la primavera de 1943, un grupo de jóvenes poetas, con García Nieto a la cabeza, fundó la revista Garcilaso, y con ella apareció el movimiento Juventud creadora. Frente al barroquismo de Góngora, buscaban la norma clásica y la dulzura de Garcilaso, rompiendo nexos con la poesía del 27, que entendían libérrima, y con las vanguardias y el surrealismo. Volvieron al soneto y a las formas clásicas y no aludieron a la experiencia de la guerra ni a su fin, en un tono próximo al escapismo; algunos quizá lo hicieran para esquivar enfoques triunfalistas dominantes. A este colectivo pertenecieron Luis Rosales, Leopoldo Panero, Dionisio Ridruejo, Luis Felipe Vivanco, Rafael Morales y el propio García Nieto, a quienes Dámaso Alonso se refirió como poetas arraigados.
Pero su periodo garcilasiano duró poco, gracias, en parte, a la aparición en 1944 de Hijos de la ira, de Alonso. Eliminó los versos regulares, cambió los temas y adoptó una nueva actitud ante el mundo; su poesía era, como decía Machado, palabra en el tiempo. Ese mismo año surgió en León un grupo poético caracterizado por su inconformismo en torno a la revista Espadaña, que fundaron Victoriano Cremer, Eugenio de Nora y García Lama. Propusieron una rehumanización de la lírica, incluso adoptando a veces formas tremendistas. Reclamaban una poesía más cálida y humana, próxima a la circunstancia del hombre contemporáneo.
Aquel tremendismo supuso el punto de partida desde el que consolidar voces personales, como las de Carlos Bousoño, Gabriel Celaya y Blas de Otero. Todos ellos formaron parte de la llamada Primera generación de la posguerra, y alguno inició ya la temática existencial del drama del hombre y de España. Estamos ante lo que Dámaso llamó poesía desarraigada: la de aquellos autores que, ante la circunstancia, lanzan un grito desgarrador y no se contentan con expresiones entonadas.
Garcilasismo y tremendismo no fueron, pues, estériles. Los poetas más dotados de uno y otro grupo lograron acendrar su acento humano y eludir los tópicos, alcanzando una calidad reflejada en libros de valor indiscutible. Por otra parte, el surrealismo previo al 36 resurgió en la figura de Edmundo de Ory y en el postismo (postsurrealismo), desde un enfoque lúdico y antiacadémico que cultivaron Cirlot, Ángel Crespo y Chicharro hijo, todos reivindicados en décadas recientes.
Completan el panorama de la lírica de posguerra poetas de difícil clasificación, como José María Valverde o José Hierro. Este último habló sobre todo de melancolía y de la necesidad de desterrarla del alma (sin conseguirlo). Su lírica no es decididamente social, sino testimonial y humana; opinaba que el poeta es obra y artífice de su tiempo.