Quienes ya habéis tenido una primera vez con Yorgos Lanthimos (Canino, Alps) sabéis que su cine es cualquier cosa menos convencional y previsible y que pone al espectador constantemente a prueba, en fondo –invitándonos a pensar qué haríamos ante determinadas situaciones, si llegaríamos hasta ese punto- y en forma –alguna que otra vez se puede estar a punto de dejar de mirar-.
Langosta, su última película, aún en salas, no es que sea menos arriesgada que las anteriores, pero sí apunta a temas más fácilmente legibles por un público amplio, a los peligros derivados de las formas de pensar estrictas o de convenciones sociales encorsetadas que, al contrario de lo que pudiera parecer, o precisamente por haber bajado la guardia confiando en nuestra supuesta modernidad, continúan vigentes y no hay que buscarlas lejos: solo hay que afinar el oído o mirarse bien dentro.
El guión de Langosta, protagonizada por Rachel Weisz y Colin Farrell, es menos críptico que el de Alps y Canino y también se ha reducido (algo) el anecdotario, así que el resultado es una película más depurada y clara que las anteriores: sigue sin ser fácil sacar conclusiones (y ese es parte del encanto), pero las propuestas de reflexión del director quedan algo menos escondidas.
Langosta es una comedia, si no negra, gris oscuro, con numerosas secuencias de humor muy inteligente y un drama de fondo: lo absurdos que podemos llegar a ser a la hora de plantear nuestras relaciones sentimentales, y sociales en general. En una primera etapa el protagonista, interpretado por Farrell, es abandonado por su mujer y trasladado forzosamente a un hotel de los horrores donde tendrá que encontrar pareja, sí o sí, en un plazo determinado; de lo contrario, será convertido en animal (él ha elegido el del título). Para que recuerde lo terrible que es la soledad (ironía), se le impide usar en principio una de sus manos, se le somete –a él y a otros solteros- a adoctrinamiento y se le obliga a mantener relaciones físicas nunca completas con una empleada del hotel y también a participar en cacerías en las que los inquilinos se disparan entre sí – no tienen pareja, no valen nada- a cambio de más días de estancia en este lugar acogedor.
Unos y otros tratan de encontrar cónyuge a marcha martillo buscando cualquier rasgo en común con quien sea y, como es de esperar, las parejas nacidas con prisa de tan natural manera no suelen terminar bien. A veces incluso terminan lanzándose dardos. ¿Os suenan los pasos: rechazo a la soledad, rapidez en emparejarse, desastre?
Pues tras el desastre, el personaje de Farrell huye de su reclusión y se adentra en el bosque…y allí es captado por quienes, desde la espesura, traman acabar con los defensores del matrimonio forzoso: otra suerte de secta, dirigida en el filme por Léa Seydoux, en la que enamorarse está prohibido bajo pena de castigos físicos tremendos. Aquí comienzan momentos espléndidos: los que traen Farrell y Weisz cuando intiman y tratan de esquivar la vigilancia y el castigo. Quizá Lanthimos insiste menos en esta modalidad de extremismo –parece derivada del rechazo exacerbado a la anterior-, pero también apunta a los efectos perversos del miedo a relacionarse, sobre todo cuando se asienta y desnaturaliza situaciones y cuando se impone a otros.
No vamos a desvelaros el desenlace, pero sí podemos adelantaros que es una película, en conjunto, romántica, en la que no hay un solo momento pasteloso y sí bastantes para reflexionar sobre “imperativos” sociales, libertad y prejuicios.