Se habría dicho que, por el mero hecho de existir y de ocupar un espacio delante de él, la muchacha cometía un abuso, un atropello al derecho de Wilhelm Gerace a sentirse libre como los ángeles, y yo encontraba muy legítimo el infantil encarnizamiento con que mi padre lo defendía. En efecto, ese derecho aparecía a mis ojos como el principal origen de su desgracia y de su inmortalidad.
Una de las reediciones afortunadas que nos ha dejado este año ha sido la de La isla de Arturo, de Elsa Morante, autora también de Mentira y sortilegio, igualmente recuperada por Lumen, y de La Historia. Su regreso a las librerías coincide, además, con cierta tendencia –bienvenida sea y que dure– a poner de nuevo en valor el legado de autoras italianas como Natalia Ginzburg (en Acantilado) o Elena Ferrante (también en Lumen), que de otro modo hubieran podido pasar desapercibidas, sobre todo para los más jóvenes.
En 2012 se conmemoró el centenario del nacimiento de Morante, que no se aferró a una temática única pero sí que mantuvo en sus obras una tendencia clara a poner voz y rostro a quienes “la historia” deja de lado, a los inocentes que son víctimas de las decisiones o la dejación de los protagonistas habituales.
En el caso de La isla de Arturo esos inocentes son dos, ambos agraviados por la personalidad egocéntrica y despótica de Wilhelm Gerace: su abandonado hijo, Arturo, y su joven esposa, madrastra del chico y de casi su misma edad, Nunziata. Wilhelm es un individuo sin oficio pero con beneficio, un padre distante y marido sin ternura que apenas visita su casa, heredada de un anciano misógino que se encaprichó de él y que también le influyó en su carácter independiente, arisco, machista y descreído. Representa una suerte de superhombre de Nietzsche: nada necesita, de nadie depende, en nada cree y desprecia la fragilidad.
Arturo vive, más solo que con él, obnubilado por ese carácter, deseando parecerse a Wilhelm, llamándolo así, por su nombre de pila, y queriendo hacerse adulto para acompañarlo en esos supuestos viajes a paraísos lejanos que siempre lo mantienen lejos. Lo adora con esa veneración ciega, casi religiosa, que algunos niños profesan a sus padres, una fe fomentada por su soledad y por el ambiente cerrado de la isla en la que campa a su aire: Procida. Este escenario es real, Morante ambientó la novela en un pueblo cercano a Nápoles que antes de la II Guerra Mundial tenía unos 10.000 habitantes y, con ellos, más o menos, se mantiene. También contó con cárcel, como aparece en la obra, y sabemos que aquí pasó algún tiempo la escritora buscando alejarse de Roma en la etapa fascista.
En esa ceguera de amor al padre vive Arturo hasta su adolescencia, cuando Wilhelm se casa con la cándida Nunziata, hacia la que Arturo desarrolla sentimientos encontrados: celos y misoginia heredada primero y atracción difícil de contener después. Esa confusión interna le hace odiar a todo, a todos y a él y va a más cuando descubre las debilidades de su padre, la razón de sus ausencias, que él nunca hubiera imaginado.
Todas las bajadas del pedestal son duras y saber detectar las debilidades de los nuestros es lo que supuestamente nos empuja a la vida adulta, pero la transición, en el caso de Arturo, es especialmente abrupta: encerrado en Procida, amante contra viento y marea de la hombría, descubre a su padre –no a su padre, al rebelde Wilhelm Gerace– dejándose humillar y empobrecer por un muchacho joven, ex convicto, que lo llama parodia y recibe sus regalos.
Si Procida es la infancia, despreocupada y ciega, la infancia de todos, la Nunziata atractiva y el padre ultrajado representan para Arturo su entrada en la madurez (y en la guerra). Es una historia cruel, pero Morante maneja –lo hace también en el resto de sus obras– algo parecido a la justicia poética: el padre ausente pasa de ridiculizar a ser el ridiculizado, Arturo abre por fin los ojos y Nunziata, inocente pero conocedora de lo que se cuece en su entorno, sufre en la justa medida porque nunca llegó a amar al débil Wilhelm, en el fondo el más vulnerable de los tres.
Y esta es sobre todo la historia del crecimiento de Arturo, que podemos entender como un camino universal. Lento, pero inexorable. Lo explica en el prólogo Juan Tallón: Elsa Morante es una autora que captura como pocos ese movimiento perpetuo que se produce dentro de todo ser humano. Sus personajes jamás se detienen, aunque permanezcan tendidos, en silencio, o solo sueñen. Algo los zarandea continuamente (…). No son los mismos ahora que dentro de unas páginas.
La novela le valió a Elsa –mujer de Alberto Moravia durante veinte años, como anécdota– el Premio Strega, muy prestigioso en Italia, en 1957, y en 1962 inspiró una película del mismo título y rodada en Procida que aún no hemos visto pero vamos a buscar. La dirigió, dicen que con mucho rigor, Damiano Damiani.