En domicilios sin textiles estampados, y prácticamente sin más muebles que los básicos, viven vecinos de rostros tan anodinos como sus casas (celdas de un bloque-enjambre de suburbio) que parecen moverse como guiñoles y que apenas se conocen entre ellos. Alguno incluso desconfía al dar su nombre.
Componen La comunidad de los corazones rotos un gafe reincidente que se queda en silla de ruedas al día siguiente de rechazar pagar el ascensor; un adolescente silencioso que vive solo y se relaciona con gentes que saben abrir puertas sin ser cerrajeros, una actriz que ya vivió sus mejores tiempos y que acusa igualmente la soledad y una madre anciana y bondadosa que acoge en su casa a un astronauta recién llegado con toda la naturalidad del mundo.
Son gentes extrañas; son entrañables, somos todos. El quinto largo de Samuel Benchetrit, a quien quizá recordéis por Janis & John, se inspira en un proyecto literario del propio cineasta, que es también escritor: Crónica del asfalto, localizable -su primer volumen- en Anagrama. Se trataba de un repaso (extenso, en cinco libros de los que se han publicado ya tres) de sus primeros treinta años de vida, pero no examinados a través de sus vivencias personales sino desde un enfoque mucho más original: prestando atención a los espacios en los que transcurrió ese periodo y a las personas con las que más o menos, más menos que más, convivió.
Benchetrit creció siendo niño y joven en uno de estos barrios de las afueras y precisamente su hijo, Jules, interpreta al chico que podría ser su alter ego, un joven algo huraño que, muy poco a poco y marcando distancias, entabla cierta relación cuasi maternal con su vecina (Isabelle Huppert, encantadora en el rol de una señora misteriosa, siempre en apuros y nunca apurada). Una relación semejante entablan también el astronauta americano (John McKenzie) que se pierde en el espacio y acaba apareciendo en el tejado del edificio y la señora de origen árabe (Tassadit Mandi) que lo acoge, amorosa progenitora de un chico conflictivo a quien visita en la cárcel. El señor constantemente gafe (Gustave Kervern) también encuentra con quien compartir mentiras piadosas en una enfermera de un hospital cercano (Valeria Bruni-Tedeschi), con quien aprende a coincidir a la hora de su cigarro. Unos y otros se cruzan en encuentros que empiezan en prosa y terminan en verso.
La comunidad de los corazones rotos es la historia de una vecindad de números primos que, ellos sí, parecen astronautas llegados de algún punto del espacio a ese lugar. Pero aunque Benchetrit juegue con humor a acentuar su aislamiento y sus rarezas, nos queda claro que lo que estos vecinos tienen en común es su soledad (sentimental, social o ambas) y su desamparo, y que ni la una ni el otro tienen edad ni profesión, aunque quizá sí caldo de cultivo: ciudades en crecimiento desordenado.
Mientras el formato 1:33 subraya las estrecheces vitales y de espacio en que viven los personajes, el tono cómico y una atmósfera de cierta irrealidad restan seriedad, y sentimentalidad, a lo que podría entenderse como tragedia y aquí es motivo de risa amarga.
Es inevitable pensar que cada uno de los corazones rotos podría ser objeto por sí mismo de otra película. Si Benchetrit continúa optando por lo autorreferencial, veremos.