Cada vez me resultaba más fácil ver cómo la gente terminaba por esfumarse en las ciudades, cómo desaparecía a la vista de todos, cómo se refugiaba en sus apartamentos, por una enfermedad o una pérdida, o un trastorno mental o la insoportable y persistente carga de la tristeza y la timidez, de no saber cómo impresionar a los demás en el mundo. Yo estaba experimentando lo mismo, sí, ¿pero cómo sería pasar la vida entera en ese estado, vivir siempre igual, en el punto ciego de las vidas de los demás y sus ruidosas intimidades?
Cada vez más personas pueden decir que no sería extraño ni, quizá, desagradable.
Olivia Laing ha planteado en La ciudad solitaria un ensayo sobre las circunstancias que pueden llevar a sentirse solo en la gran ciudad y sobre las que pueden derivarse de esa soledad, tomando Nueva York como escenario geográfico de sus impresiones. Pero conviene matizar: no se trata de un estudio sociológico que aborde las mil caras de la soledad, sus motivaciones generales, qué implica la soledad elegida o la impuesta, por qué ha sido una condición (¿es una condición?) estigmatizada hasta ayer ni si lo sigue siendo, sino que la autora analiza –en profundidad, eso sí– casos muy concretos de artistas de distintas disciplinas que fueron solitarios o estuvieron solos, con o sin abundante compañía alrededor, por razones distintas a una elección personal consciente. Y el tratamiento dado a sus circunstancias, como se intuye en el párrafo de entrada, queda muy condicionado, en la mayoría de los casos, por una visión negativa de la soledad que es forma de vida y no estado puntual, entendida como falta o deficiencia de conexión, relación estrecha o afinidad; imposibilidad, por las razones que sean, de encontrar la intimidad que deseamos. Recuerda Laing que, según algunos diccionarios, la infelicidad es el estado del que se ve privado de la compañía de otros.
Partimos, por tanto, de un planteamiento previo específico sobre lo que es estar solo: tan obvio es que existen soledades placenteras como que en este libro no aparecen; la autora explora las que se equiparan al desamparo y al aislamiento o nacen de ellos, conllevan dolor y han de ser resistidas o solucionadas. Las que son un problema. Busca no estigmatizar (y formula lo evidente y tabú: lo que la soledad tiene de rasgo sospechoso y hasta repulsivo), pero algo hay de estigma en la base.
Dicho eso, Laing sí describe con mucho talento costumbres conscientes e inconscientes de quien vive solo mucho tiempo (tan sanas e insanas como otras de quienes viven siempre acompañados), es el caso de la tendencia a mirar mucho a sus adentros y a magnificar gestos externos, y sobre todo, y este es el meollo de La ciudad solitaria, bucea muy a fondo, con rigor y cercanía encomiables, en las experiencias solitarias de artistas diversos que transitaron por las mismas calles de Nueva York por las que ella paseó en los meses posteriores a una ruptura.
Se ha adentrado en el maltrecho matrimonio de Hopper, que decía no pintar la soledad y la nostalgia de forma consciente sino de forma natural, al ser posiblemente él un solitario, y en la complicada relación de Warhol con el aislamiento y con la compañía, y en relación con ellos, con el lenguaje; ahí queda el episodio de su esposa-grabadora (en las épocas de mi vida en que buscaba amigos del alma, no encontraba a nadie dispuesto, y me pasaba exactamente que cuando estaba solo era cuando sentía lo más parecido a no estar solo. Cuando me volví solitario de verdad es cuando conseguí lo que podríamos llamar seguidores).
También ahonda en las personalidades de artistas que conocieron infancias complicadas y mantuvieron vidas ajenas a casi toda convención por también complicados encuentros entre el deseo de autenticidad y el rechazo social (Valerie Solanas, David Wojnarowicz) o la rareza sublime (Henry Darger). Por La ciudad solitaria de Laing también se dejan caer Greta Garbo, Basquiat, Keith Haring, Klaus Normi, Mapplethorpe o Peter Hujar y la profundización en sus circunstancias personales y en sus probables emociones es notable y conmovedora. También lo es su crudeza al relatar el zarpazo del sida: el miedo ante lo entonces desconocido, el rechazo social, la doble soledad que implicó en los ya solos; el caso de Normi deja un nudo en la garganta.
En definitiva, La ciudad solitaria indaga, desde lo teórico y lo empático, lo histórico y lo emocional, en casos concretos de soledad vital y no momentánea de artistas de personalidades tan complejas como ricas. Sus experiencias, posiblemente, ni son exóticas ni son universales; en cualquier caso, su producción hubiese sido distinta en compañía. O no hubiese llegado a ser.