Quizá algunos recordéis la muestra que hace un par de años dedicó a Loïe Fuller y a su mundo La Casa Encendida; decimos “su mundo” porque, además de originalísima bailarina, fue coreógrafa, inventora de efectos especiales, iluminadora, comisaria, empresaria e incluso cineasta, y también una leyenda en vida de la que llegaron a hablar Giacomo Balla, Marie Curie, Toulouse-Lautrec, los hermanos Lumière, Mallarmé, George Mèlies, Kolomon Moser, Rodin o Paul Valèry.
No nos viene mal hacer memoria ahora porque parte de la magia de Fuller, que revolucionó la danza– se puede decir sin temor a exagerar- al convertir los escenarios teatrales en espacios en los que fluían energías, y sus coreografías en obras de arte totales, la recoge La bailarina, una película de Stéphanie di Giusto que hoy ha llegado a cines para recuperar la figura de esta artista que, si en su momento pudo lograr reconocimiento tras mucho esfuerzo, hoy es casi una desconocida para el gran público.
La película, un biopic de estructura clásica, recoge referencias a su primera juventud en una familia humilde de Illinois ajena a la cultura, sus intentos infructuosos de convertirse en actriz en un entorno sórdido que no invitaba a desarrollar el talento, su traslado a París y el golpe de suerte, fruto de su tenacidad, que le llevó a poder presentar su original danza con telas en la que ella parecía levitar primero en escenarios humildes y luego grandiosos. Alcanzada la gloria, a base de trabajo y de importantes problemas de salud, llega la caída, provocada por el cansancio y por la irrupción de nuevas bailarinas con personales maneras de interpretar, como Isadora Duncan, a quien la película atribuye una relación con Fuller a medio camino entre el romance, la admiración y un juego de egos y envidias que podría recordar a Eva al desnudo.
El guión es notable porque no hay miedo a los silencios y sí al hablar de más, por eso gana peso con bastante sutileza la gestualidad, y la psicología del personaje principal, muy correctamente interpretado por Soko, nos aproxima, amoríos aparte, al que es el meollo y punto fuerte de la historia que Di Giusto quiere contarnos: una gesta de superación de una artista cuyo talento excedió el campo de la danza, que logró casi todo desde la nada, haciendo de una idea original y completamente propia la gran baza de su éxito, en lo personal y lo profesional, porque es interesante fijarnos en la evolución de la relación de la protagonista consigo misma, de su autoestima, a lo largo del filme. Y todo ello en un tiempo donde el genio femenino lo tenía muy difícil para despuntar. El resto es deleite estético.