En los comienzos de su carrera como cineasta, Hitchcock tenía por costumbre reunirse con un reducido grupo de amigos que se hacían llamar El club del odio: con ellos criticaba personas y vicisitudes de la industria y expresaba sus frustraciones, también aprendían unos de otros. Cuando, en una ocasión, se pusieron de acuerdo en responder para quién creaban sus películas, los otros directores respondieron que para los distribuidores o para el público, pero Hitchcock, reticente al principio a opinar, dijo que para la prensa, porque influía en el público y también en los distribuidores y exhibidores. Afirmó: Nosotros somos los responsables de que una película triunfe. La mente del público asocia el nombre del director a un producto de calidad. Los actores van y vienen, pero el nombre del director permanece indeleble en la mente del público.
A esa creencia fue fiel toda su carrera, ganándose la confianza de los críticos de cine, concediendo entrevistas sinceras y meticulosas y escribiendo para publicaciones informativas y cinematográficas. Su autopromoción persistente a través de cameos, apariciones de su nombre sobre el título de las películas y de la presentación del programa Alfred Hitchcock presenta, le llevaron a convertirse en los cincuenta en un cineasta muy popular.
Además, cuando la teoría y la crítica cinematográfica le llevaron a convertirse en uno de los directores más conocidos de su generación, solían utilizarse como referentes La ventana indiscreta, Vértigo, Con la muerte en los talones y Psicosis por expresar a la perfección la forma en la que vemos una historia y nuestra reacción ante la misma. La propia figura de Hitchcock se convirtió en sinónimo de un modo de definir una película.
El británico comparó el proceso de preparación de sus películas con el trabajo de un compositor que escribe una partitura para los músicos. Al igual que el músico oye la música antes de que sea interpretada, él veía y oía las películas en su mente y solo cuando todo encajaba convertía sus ideas en realidad a través de decorados, actores, cámaras y montadores. No obstante, es posible que Hitchcock no poseyera tanto control y que la improvisación también jugara su papel: sabemos que, en algunos de sus filmes, el guión se reescribió durante el rodaje.
Su fuerza como cineasta reside en su capacidad para visualizar sus miedos y deseos subconscientes y convertirlos en pesadilla fuera del sueño para la gran pantalla
El trabajo con sus actores, según explicaron muchos de ellos, consistió en el divide y vencerás: impedía que los actores principales se relacionaran entre sí y los dirigía individualmente para ejercer un mayor control sobre las interpretaciones. Trabajar repetidas veces con un mismo equipo técnico (y a menudo con actores y actrices fetiche) propiciaba ese entorno de trabajo seguro y controlado en el que, en los cincuenta y los sesenta, produjo sus mejores filmes.
Debido a la concentración en los aspectos técnicos de su trabajo, el director se mostraba como un artesano y un experto artífice. Aunque le dijo a Bogdanovich que “para poder expresar el arte debes conocer tu oficio”, no se consideraba un artista a para la revista Movie declaró que le interesaba más la técnica de la narración de historias que el contenido de un filme. Este lo explicaba rápido: de Los Pájaros dijo que trataba sobre la excesiva complacencia de quienes no son conscientes de la catástrofe que los rodea.
Igualmente parco era al expresar opiniones personales: las extensas entrevistas que concedía, incluida la magnífica del libro de Truffaut, revelan poca materia sensible en este sentido, a través de su ingenio a prueba de bombas y su archivo de anécdotas desviaba la atención sobre aspectos de su vida que pudieran resultar reveladores.
Podemos decir que Hitchcock tenía tres personalidades: la pública, la profesional y la privada. Sabemos que era hombre rutinario y metódico, que no levantaba la voz, que sentía devoción por su esposa y que coleccionó a Klee y Sickart.
Pese a trabajar con una variedad de emociones que podríamos considerar restringida (aunque en profundidad), dominó el oficio de la dirección. Su tema era el del suspense y urdía las tramas de forma que pudiera prolongarlo: aquello de que, si se hace estallar una bomba, el público se sobresalta diez segundos, pero si se sabe que la bomba está activada y aún no estalla, se crea un suspense que lo mantiene a la expectativa. Podemos decir de él que ha sido uno de los mejores constructores de la angustia en la historia del cine, pero su talento va más allá: dominaba los procedimientos para conseguir que el público respondiera según su previsión. Más que ser sello de un estilo propio, este rasgo prueba su conocimiento de la psicología del público.
Buscó dar la vuelta a las convenciones del cine de misterio y, en lugar de ambientar sus historias de suspense y asesinatos en lugares oscuros, optaba por los iluminados, festivos y concurridos, en los que el crimen podía pasar desapercibido. El criminal no era un ser solitario, sino casado y con hijos, quizá el tipo más animado de la fiesta.
También sabía cómo crear imágenes nítidas y dinámicas para la pantalla bidimensional y diseños de motivos visuales sofisticados y precisos. Son muchas las secuencias de sus filmes en las que se combina el movimiento de la cámara y el montaje para que el espectador se ponga en el lugar de los personajes y empatice con ellos. Si un personaje mira algo, el público ve lo mismo que él y también cómo reacciona ante dicha visión (ocurre a menudo en El enemigo de las rubias, La ventana indiscreta y Psicosis).
En esa última película, además, el espectador es, más que en ninguna otra suya, el malvado y el héroe, capaz de ponerse al otro lado para satisfacer su instinto civilizado y el salvaje.
Nos convence Hitchcock de que nuestros deseos impuros serán descubiertos; su fuerza como cineasta reside en su capacidad para visualizar sus miedos y deseos subconscientes y convertirlos en pesadilla fuera del sueño para la gran pantalla. Muchos espectadores compartimos esos miedos y deseos.
MÁS ALLÁ DEL SUSPENSE. HITCHCOCK EN EL ESPACIO FUNDACIÓN TELEFÓNICA
Hasta el 5 de febrero, el Espacio Fundación Telefónica nos ofrece la muestra “Alfred Hitchcock. Más allá del suspense”, que ha sido comisariada por Pablo Llorca y que retrata al cineasta como creador que controlaba cada aspecto de sus películas. Nos guía por su recorrido vital, sus iconos y por los colaboradores que aportaron calidad a su obra, y rastrea su representación de la mujer, su forma de retratar su época y los giros que tomaron sus guiones. (Dan Aulier decía de él que daba a sus guionistas “libertad para hacer una película de Hitchcock”).
Otros casos de colaboraciones fructíferas con Hitchcock fueron los títulos de crédito de Saul Bass, la dirección fotográfica de Robert Burks, el diseño de vestuario de Edith Head, la música de Bernard Herrmann y la labor como asistente de rodaje y como guionista de Alma Reville, su mujer. Todos merecen ser caso de estudio.
La exposición maneja la idea de que Hitchcock creía firmemente que todo aquello que pudiera contarse con imágenes no debía contarse con palabras y siempre lo tuvo presente en sus películas. Esa idea parte del lenguaje del cine mudo anterior a 1927 y del expresionismo alemán, pero cayó en el olvido con la llegada del cine sonoro.
También nos recuerda cómo, para calibrar el ritmo de determinadas escenas, Hitchcock llegaba a dibujar diagramas con los ascensos y descensos de la acción, y recurrió a menudo a imágenes de gran impacto, como las que destacan los detalles que se hacían gigantes en pantalla.