Curiosamente el aterrizaje en las salas de cine de Francofonia, la última peli de Sokurov, que se dedica a la historia pasada del Louvre, sobre todo a las vicisitudes de las colecciones del museo durante la II Guerra Mundial, coincide con la aparición del centro en los telediarios a cuenta de su peligro de inundación (ojalá lo viéramos más en informativos, y por otras razones). El cineasta ruso lo inunda de pasado, el del propio museo y el de la historia de Francia.
Esta delicia de película, que ganó el premio de la crítica al mejor filme euro-mediterráneo en la pasada Mostra de Venecia, combina documental y ficción pero es, sobre todo, un proyecto, en sí misma, de obra de arte total en la que se entrelazan distintos pasados con esa combinación de gravedad y humor que tan bien maneja Sokurov.
El eje de la cinta es la relación del que fuera oficial nazi Metternich y el director del Louvre Jacques Audard, que primero se mueve en los parámetros de la lógica desconfianza y después gana cercanía a medida que ambos trabajan por el interés común de salvar las colecciones del museo del expolio y la codicia. Pero Francofonia ofrece mucho más: el recuerdo de los maestros muertos de la literatura rusa, como Tolstoi o Chejov, un brillante Napoléon que se ve a sí mismo en cada obra maestra del Louvre, además de en sus retratos , y que entiende el museo como su gran obra y la excusa de su política expansionista (excusas, excusas) y una Marianne que trata de llevar su espíritu de libertad, igualdad y fraternidad a cada fragmento de la historia del museo y de Francia.
Volviendo a la relación entre Metternich y Audard, dos hombres en principio enemigos, Sokurov se recrea en la evolución de su entendimiento, combinando imágenes reales del París de su tiempo con fragmentos fílmicos de ficción, y planteando, a partir de la personalidad de ambos (en apariencia, sin más en común que su sensibilidad artística) y del recuerdo al ego napoleónico, una reflexión sobre las difíciles relaciones entre arte y poder político, también entre un pueblo y su historia y legado cultural.
Metternich debía, como responsable del Kunstchutz, organizar el saqueo que Jaujard, prevenido, se había encargado de evitar antes de que el alemán llegara a París: había organizado el traslado de las obras más valiosas a varios castillos del Loira, entre ellos el inundado ahora de Chambord, de modo que en el Louvre apenas quedaron marcos sin contenido y algunas esculturas. Contra el pronóstico de Jaudard, Metternich colaboró en su decisión de evitar la exportación por todos los medios, y, jugándosela y asumiendo las consecuencias, prefirió ajustarse al derecho internacional que a las órdenes de las autoridades nazis.
Las obras del Louvre (donde se ha rodado Francofonia con libertad, y ese es otro de sus atractivos) no sufrieron daños y regresaron al museo tras la contienda; Metternich, sin embargo, fue relevado de su puesto y devuelto a Alemania antes de que acabara la guerra, en 1942.
Hay que recordar que Sokurov ya contó la historia del Hermitage de San Petersburgo en El arca rusa hace catorce años (entonces lo hizo dando primacía al plano secuencia, frente a la fragmentación de Francofonia), y le gustaría hacer lo mismo con el Prado y el British Museum para completar este ciclo sobre los museos como espacio, no solo para el arte, también para la memoria; él mismo se pregunta al inicio quién necesita París sin el Louvre. Esperamos verlo.