El hilo invisible y la venganza de Rebeca

13/02/2018

El hilo invisible. Paul Thomas AndersonEl cine de Paul Thomas Anderson está poblado de personalidades más o menos torturadas y vidas cruzadas complejas, y, si por algo atraen o no atraen sus películas, es porque son estrictamente personales: sigue caminos propios y no teme mirar al pasado o no adaptarse a modas. Su estilo es solo suyo, y en El hilo invisible vuelve a dar cuenta de que puede esquivar el gusto dominante hoy: tenemos la sensación de que podría compartir trama, ritmo y estética con un director clásico y, sobre todo, con una novela de amor oscuro de Javier Marías. Es, sobre todo, el tono directo de determinados diálogos entre la pareja protagonista el que nos recuerda que la obra se filmó hace unos meses.

Anderson ha desplegado una exquisitez en la recreación de ambientes, la fotografía, el manejo de la luz y, por supuesto, en el vestuario y las texturas, digna del perfeccionismo de Reynolds Woodcock, un modisto estrella del Londres de mediados de siglo al que retrata con elegancia y sin piedad. Dicen que, al plantear los recovecos de su personalidad, se inspiró en Balenciaga, pero no tiene mayor importancia, lo fundamental es que representa el retrato del genio clásico no bohemio: tan lleno de talento como de ensimismamiento, refinado y egocéntrico, idolatrado por clientas cursis a las que, en algún caso, detesta; maniático en el día a día, voluble, poco sociable y difícil de soportar salvo por su hermana y centinela, la encargada de mantenerlo tranquilo y de que no haya alteraciones que puedan abrir la caja de los truenos y echar a perder su equilibrio fácil. Lo saben quienes conviven con personas difíciles: encaje de bolillos para no despertar a la bestia, porque en la vida y en la mansión de Woodcock no puede tener encaje cualquier hecho o persona que lo perturbe, ningún ruido, visión o discusión que escapen a su comodidad mental. La rigidez que marca su vida cotidiana es la que espera de quienes le rodean.

Y, esto es lo único previsible en el relato, la ruptura llega de la mano de un amor imprevisto: la camarera Alma, una chica aparentemente sencilla con buena memoria, algo torpe y tendente al sonrojo. Él la convierte en su nueva musa, y al principio, todo apunta a una vampirización digna de Vértigo, aunque algo en los gestos de ella, en su expresión tensa entre la satisfacción y la incomodidad, anticipa que lo suyo no será la sumisión.

Los truenos llegan, de hecho, antes de la boda y sus discusiones son seguramente los fragmentos más sabrosos del guion: ese tira y afloja entre un dios que ve un precipicio en una discusión y una muchacha deseosa de una relación igualitaria y natural proporciona momentos deliciosos, casi escabrosos, y contrastan con el encorsetamiento verbal del resto de la película y, sobre todo, con el hieratismo de las modelos y costureras que trabajan junto a Woodcock.

En el desenlace y, en buena medida, en el título, están las claves: si hay tantas formas de amor como parejas y ninguna es blanca ni inocente, la del diseñador y la modelo se basa en un juego de poder e intercambio de roles, en un quererse postrados y después fuertes en el que los dos conocen las argucias del otro y las aceptan y ambos llevan, en tiempos alternos, la sartén por el mango. El pegamento (el hilo invisible) que une a Reynolds y Alma es un disfrute mórbido sabiéndose mutuamente frágiles y fuertes uno en relación al otro, y es tan poderoso que poco importa que alguna vez se pasen de frenada: si su unión aún es posible, después, aquí o más allá, seguirá intacta.

Es posible encontrar ecos de Hitchcock más allá de Vértigo y del proceso de refinamiento de Alma: algo tiene Cybil de ama de llaves de Rebeca y algo tiene esa tortilla de setas del vaso de leche iluminado en Sospecha, pero sobresalen, más que esas referencias, el juego constante de Anderson entre lo que decide mostrar y ocultar, gritar y callar, deliberadamente a lo largo del filme – el sentido del título lo acabaremos entendiendo en los últimos compases -, la interpretación personalísima y libre de Daniel Day-Lewis (no es sorpresa) y la fortaleza que puede expresar en su rostro Vicky Krieps, que también fue camarera y disfrutó con relaciones tortuosas en La camarera Lynn.

El hilo invisible. Paul Thomas Anderson

 

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