A lo largo del siglo XIX, la función “narrativa” predominante en la escultura había opacado su sentido primario, derivado de su condición de forma que ocupa un espacio. El primer autor para quien el problema de la forma (así se tituló un ensayo que publicó en 1893) fue el eje de su producción artística fue el germano Adolf Hildebrand, compañero en Italia de su compatriota Hans von Marées, uno de los padres de la pintura moderna en Alemania, y del crítico y filósofo Conrad Fiedler, cuyos estudios sentarían las bases de una visión pura de la creación, al margen de la naturaleza.
El pensamiento teórico de Hildebrand, basado en una concepción abstracta y absoluta de las formas (que fascinaría a un historiador del arte formalista como Wölfflin) puede parecer más radical que sus propias obras. Estas se inspiran en un naturalismo que trata de ocultarse a través de la evocación de los rasgos intemporales de los modelos griegos, de una apariencia de dignidad íntimamente relacionada con el volumen. En una de sus esculturas más conocidas, Joven de pie, podemos intuir esa autonomía de la pieza, desvinculada de una relación emocional con quien la contempla, tarea en la que se empeñarían más arduamente otros escultores modernos.
Resultados más radicales, en esa misma estela, los alcanzaría Aristide Maillol. Se formó primero como pintor e inició su trayectoria como escultor en 1895, dedicándose únicamente a esa disciplina a partir de 1900, movido por el deseo de devolver a la escultura la claridad y el equilibrio que la caracterizaban en la Antigüedad. Las obras se distanciaban mucho entonces de sus modelos vivos, pero poseían una fuerza y una poesía mucho mayores, se consideraba, que las traídas por las corrientes naturalistas y modernistas. Para alcanzar sus fines, trató de estilizar las formas hasta conseguir expresar una idea arquetípica de belleza.
Su primer trabajo importante fue La noche, y tras él las formas elementales y simplificadas de los cuerpos femeninos, con títulos como El Mediterráneo (se expuso en el Salón de Otoño de 1905) o Isla de Francia, quedaron asociadas con el gusto moderno por excelencia, lo que supuso su reconocimiento internacional. La depuración abstracta de planos y líneas, el valor de la masa imponente sobre el detalle y la claridad que ofrece una composición geométrica fueron un referente estético durante varias décadas.
Las opciones de recurrir a esos modelos en grandes conjuntos decorativos y monumentales que revelaran la voluntad de las autoridades de embarcarse en empresas artísticas de apariencia moderna fueron aprovechadas. Uno de los ejemplos más tempranos y ambiciosos (antes de que los regímenes totalitarios hicieran repetido uso de repertorios parecidos) fue el Parque de Frogner de Oslo, obra del noruego Gustav Vigeland. Las primeras figuras en bronce que componen una fuente gigantesca fueron ideadas hacia 1900 y comenzaron a fundirse en 1907, mientras que los numerosos grupos en piedra que concedieron una dimensión realmente descomunal al conjunto se diseñaron e incorporaron en las décadas siguientes.
Impresionado por las obras de Rodin, cuya influencia fue muy evidente en sus comienzos, Vigeland alcanzó pronto un alto grado de sofisticación que sería muy aplaudido por la crítica; además, recibiría numerosos encargos públicos. Las esculturas de este parque constituyen una suerte de cántico esperanzado al cuerpo humano a través de representaciones de sus distintas edades en armonía con la naturaleza, originándose un simbolismo extraño.
En España, el eco de esta tendencia, traducido en un monumentalismo escueto basado en la simplificación de las formas clásicas, fue inmediato y, además, duradero. Sus posibilidades conciliadoras con la tradición facilitaron incluso el apoyo oficial, aunque ese eclecticismo desvirtuaba el sentido originario de las propuestas de esta corriente. El nuevo estilo arraigaría especialmente en Cataluña, de la mano del noucentisme, que difundió la representación de arquetipos humanos que respondían a una especie de espíritu mediterráneo, como las mujeres de Enric Casanovas.
Entre los escultores más activos en esa estela destaca José Clara, conocedor directo de la labor de Maillol. Su obra La diosa fue primera medalla en la Exposición Nacional de 1910. Pero la depuración propia del noucentisme se aprecia incluso en escultores de formación más antigua, como Mateo Inurria, y se relaciona también con la primera recepción de los movimientos de vanguardia, aunque las implicaciones de este término no pueden reconocerse en la producción temprana de Moisés Huerta, Victorio Macho o incluso Julio Antonio, cuyos bustos de la serie La raza, como Minera de Puertollano, obedecen a una búsqueda de formas esenciales con implicaciones en la tradición.