Si pensamos en escultores franceses de vanguardia, es posible que no figure en nuestra lista Henri Laurens (1885-1954). No se debe esa falta de reconocimiento, o mejor de popularidad, a la ausencia de una sensibilidad tremenda en su obra, sino quizá a su carácter apacible y sencillo, su vida modesta y familiar. Amaba, asimismo, su oficio sin torturas ni malditismos, y era un gran aficionado a la música (Gluck) y a la literatura (especialmente la clásica, Hesíodo y Ovidio).
Laurens se inició en la escultura cuando su amigo Georges Braque lo introdujo en los puntos de vista múltiples del cubismo, pero fue al distanciarse de esta corriente, en los años veinte, cuando este autor emprendió un camino estético más personal, basado en un redescubrimiento de la figura humana. Comenzaba a cultivarse una blandura excepcional de las formas y una plenitud del bulto redondo que contrastaban con los rigurosos ángulos y la planimetría anteriores.
Corría 1932 cuando se despidió más o menos definitivamente de la geometría para abrirse a un mundo de formas amplias y suaves, compatibles con volúmenes rotundos, que alcanzarían un culmen en su carrera a finales de esa década: fue su etapa más genuina.
Como es sabido, la II Guerra Mundial y la caída de París en manos alemanas conllevaron, en lo artístico, la eclosión de héroes de mármol, guerreros y atletas clásicos impuestos por el gusto de las nuevas autoridades; frente a esa inclinación a la grandiosidad, los artistas que no se plegaron a esos nuevos aires exploraron, subterráneamente, la escultura de temas femeninos como modelo opuesto al canon de los ocupantes. Dibujos de Laurens ilustrarían, precisamente, La dernière nuit de Paul Éluard, que ensalzaba a la mujer víctima frente al militarismo.
Laurens era simpatizante del anarquismo y defendía a los republicanos españoles, lo que le llevó a ser atacado por la prensa de Vichy. Muy dolido por la muerte de su amigo Max Jacob en Alemania, nuestro artista fue uno de los impulsores de esta segunda tendencia, quizá en parte como forma de resistencia.


Si en su producción de los treinta fueron habituales sirenas aladas y acróbatas, en los cuarenta eligió figuras acostadas, encogidas, que respondían de forma muy evidente a las circunstancias: de expresividad cotidiana e íntima, su fondo era angustioso, como apuntan sus mismos títulos. Es el caso de Noche, La durmiente, Mujer agachada o El adiós.
Uno de sus trabajos más dramáticos es La mañana (1944), imagen clara de una superviviente que transmite el letargo causado por el miedo, la resignación y la dificultad del movimiento, incluso el del aseo, en circunstancias alienantes. La figura se repliega sobre sí misma en el gesto de arreglarse el cabello.
Laurens ofrece del cuerpo humano una comprensión animal: parece querer representarlo en un estado libre, ajeno a reglas y cercano a los instintos. Según su esposa, Marthe Laurens, paseaba por el bosque próximo a su casa para contemplar sus árboles y procurar trasladar a sus esculturas las impresiones que recibía. La energía, la gravedad, la violencia o el temor parecen ser las escasas leyes que modulan sus obras.
Era proclive Laurens a las carnosidades y las pulsiones íntimas, escondidas en el cuerpo y hasta entonces apenas reveladas, salvo por Picasso y por algunos surrealistas a quienes el escultor admiraba.

El punto de partida de ésta y de la mayoría de las composiciones del francés era el bloque, en su masa continua y su plenitud estática. Sus figuras no ofrecen ni accidentes ni facciones, conforme al consejo del mediterraneísta Aristide Maillol: Ser sintético; reducir veinte formas en una sola. La dilatación de la materia y la ausencia de narratividad pueden evocar opresión y abatimiento, en contraste con el ritmo.
Cuando se dan desproporciones entre el torso y los miembros del cuerpo, o reducciones deformantes, reinventa Laurens el cuerpo femenino para aportarle madurez en un sentido escultórico: la forma externa nace de manera natural del volumen interior, como queda patente en La pescadora ambulante (1939). El pretexto del aseo le permitía materializar uno de sus motivos formales preferidos: el de despegar los brazos del tronco y alzarlos hacia arriba, que encontramos ya en la Ariadna dormida de los Museos Vaticanos o en el Baño turco de Ingres. Posibilita subrayar la redondez de las formas femeninas, las extremidades cilíndricas o el volumen del torso.
Cézanne fue, igualmente, un referente para Laurens (y para otros escultores coetáneos) a raíz de su tratamiento del cuerpo en su serie de Bañistas. Distante de la belleza clásica, procuró más bien la intensidad: una procedente de la condensación plástica y la riqueza de las relaciones entre las partes.
En Laurens, el cuerpo es una sucesión de acontecimientos plásticos que traducen la esencia de sus formas en estado puro; ocurre lo mismo en el caso de las pinturas de su amigo Matisse, con quien tuvo en común un cierto sentido musical, rasgos monumentales y sensualidad.

BIBLIOGRAFÍA
María Bolaños. Interpretar el arte. LIBSA, 2007

