El rebobinador

Gerhard Richter: el ojo que enseña y que oculta

Gerhard Richter, aún en activo superados sus noventa, se atrevió a llevar la contraria a Adorno al afirmar que, incluso tras Auschwitz, existe la poesía.

Este autor, nacido en 1932 en Dresde, formado en su Academia de Bellas Artes y residente en la Alemania Occidental desde 1961, ha convertido, en el fondo, en el centro de su producción la reflexión sobre hasta qué punto era posible hacer arte después del nazismo y el Holocausto. Prefirió destruir algunos de sus lienzos tempranos, a veces titulados Ejecución o Hitler (1962); piezas a las que seguirían, a mediados de esa década de los sesenta y con mejor fortuna material, Tía Marianne, Tío Rudi Sr. Heyde, que se basaban en fotografías previas y que aludían tanto al pasado alemán como a su propia historia familiar.

En paralelo, empezaría a recopilar testimonios visuales históricos, en ocasiones privados, como fotos, recortes de periódicos y bocetos, en el que llamó su Átlas, del que no ha dejado de extraer fuentes hasta ahora; de ese archivo forman parte, de nuevo, imágenes de campos de concentración que en los noventa trató de emplear como motivos pictóricos por primera vez, pero descartó la idea.

Entiende Richter el arte como catalizador de problemas y como problema en sí mismo: le ha interesado el otro lado de la pintura, poder afirmar el sentido del acto de pintar para después negarlo y subrayar las distancias entre la pintura que representa motivos y esa otra que reflexiona sobre sí misma y no sobre lo real.

Cuando decidió abandonar Alemania oriental lo hizo tras descubrir, en la Documenta de Kassel de 1958, la obra de Fontana y la de Pollock: ambos supusieron para él un revulsivo a la hora de concluir que su búsqueda habría de basarse en la lucha contra la pintura sin abandonarla. Bajo la influencia de otros autores europeos (Giacometti y Dubuffet) comenzó a reproducir fotografías al óleo y, deseoso de alejarse de la tradición alemana, inició un camino artístico que quería independiente, a medio camino entre el escepticismo filosófico y la gravedad.

Esas fotografías que nutrían a Richter le resultaban, a la vez, muy amargas: consideraba que vegetaban y que llevaban una vida nómada y miserable; también que él podría rehacerla, rescatarlas. Para el alemán el pintor no debe procurar expresar el carácter de su modelo y, cuando trabaja a partir de una foto, no representará un individuo, sino una imagen que no tendrá nada que ver con él. El propósito de semejanza sería inútil.

Abundando en esa idea, al pintar desde una foto el pensamiento consciente desaparecería: el artista no necesita tomar decisiones. No existe la noción de originalidad, la tentación de describir, el sentimentalismo, el contenido temático o iconográfico… Por todo ello, el público también habrá de modificar sus modos de ver y pensar: si el lienzo ya no imita, y no se puede interpretar como documento, habrá que buscar en él una irrealidad en la que quepa la ironía.

Gerhard Richter. Helga Matura with fer fiancé, 1966. Museum Kunst Palast, Düsseldorf
Gerhard Richter. Helga Matura with fer fiancé, 1966. Museum Kunst Palast, Düsseldorf

¿En qué consisten sus técnicas? Richter copia al óleo sobre lienzo imprimado, con precisión y sin intención de añadir o quitar, fotos anónimas sin pretensiones estéticas ni, aparentemente, valor emocional. Ni altera ni desfigura las imágenes de partida, y su razón es previa a su arte: No necesito deformar como hace Bacon; los objetos ya son bastante aterradores.

Los grises dominantes en muchas de sus piezas conectan con ese nulo deseo de expresar opinión; de nuevo volviendo a sus palabras, el gris está más cualificado que ningún otro color para no representar nada en absoluto. Rompe, sin embargo, con ese mecanicismo el hallazgo que sería su sello: el emborronamiento de los contornos que contrasta con la nitidez de la fotografía clásica y que provoca que nos encontremos, a un tiempo, ante la imagen real y su disolución.

No necesito deformar como hace Bacon; los objetos ya son bastante aterradores.

En cuanto a la selección de las imágenes que nutren su producción, no las elige Richter azarosamente. Una de las más emblemáticas es la citada Tío Rudi (1965), su propio tío: aparentemente un hombre simpático que porta el uniforme del ejército nazi. El artista dedicó esta obra a las víctimas de las SS durante la acción de castigo a la población checoslovaca de Lidice, en 1984; podemos entenderla, por tanto, como una reflexión en torno a los actos de conmemoración y duelo en su país, en la posguerra. A él también le obsesionaban el dolor y la muerte, como de nuevo demostró en Tiroteado 2 (1988), manifestación de su desesperación frente al dilema de que nuestro ojo nos permite identificar las cosas y, a la vez, impide y restringe la comprensión de la realidad.

Gerhard Richter. Tío Rudi, 1965. Stredocesca Galeria, Praga
Gerhard Richter. Tío Rudi, 1965. Stredocesca Galeria, Praga

En 2014, y para la serie Birkenau, su punto de partida fueron cuatro fotos del propio campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, tomadas en secreto en 1944 por prisioneros judíos que arriesgaron sus vidas al hacerlas. Muestran tanto terreno del campo como el interior del crematorio quinto, con numerosos cadáveres, y son las únicas imágenes conservadas de estos espacios para el exterminio que proceden de las víctimas.

No se publicaron hasta después de la II Guerra Mundial y, en 1967, Richter ya había incluido varias de ellas en su Átlas, pero no sería hasta la aparición de algunas en el ensayo de Georges Didi-Huberman Imágenes a pesar de todo (2008), en las que el filósofo las utilizaba para analizar cómo podría representarse el Holocausto, cuando sintió el impulso de emplearlas en su obra. Transfirió cuatro escenas, con carboncillo y pintura al óleo, a lienzos individuales y luego pintó sobre ellas desde parámetros abstractos, de modo que, con cada capa añadida, los motivos originales desaparecieron hasta terminar no siendo visibles.

Nos hemos referido a piezas concretas, pero para comprender la obra de Richter debemos estudiarla en su conjunto: sus diversos estilos han sido simultáneos, y por eso ambiguos. En unos y otros ha buscado la maestría técnica, y globalmente parecen articular una gran ópera: ha cultivado la monocromía y el expresionismo, el hiperrealismo y la abstracción. El paisaje, el retrato y el bodegón.

Gerhard Richter. Marina, 1998. Museo Guggenheim Bilbao
Gerhard Richter. Marina, 1998. Museo Guggenheim Bilbao

Son bien conocidos sus muestrarios cromáticos, que venían a desafiar cierto decorativismo en la abstracción europea; se trata de catálogos industriales que inciden en lo que tiene la pintura de espectáculo brillante y restan fundamento a los estilos. El fruto se parece a un fresco de esa disciplina en el siglo XX.

Como Josef Albers, él también investigó los campos cromáticos a partir de la forma geométrica del cuadrado desde mediados de los sesenta, cuando se encontraba fascinado, casi obsesionado, por las tarjetas de muestra de colores producidas industrialmente, con su perfección suave y su precisión en la reproducción de los tonos y de sus posibilidades de variación. Para Richter, esos cuadrados evocaban lo opuesto al énfasis emocional, la expresividad o lo sublime, esto es, a las propiedades que, hasta las primeras décadas del siglo pasado, se habían considerado propias de la pintura.

Gerhard Richter. 256 colores, 1974. SFMoMA
Gerhard Richter. 256 colores, 1974. SFMoMA

 

BIBLIOGRAFÍA

Klaus Honnef. Richter. Taschen, 2019

María Bolaños. Interpretar el arte. LIBSA, 2007

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