Nació en París en el verano de 1928, pero dado su periplo familiar Elliott Erwitt pudo venir al mundo en cualquier otra parte: sus padres eran judíos rusos, su primera infancia la pasó en Italia, a los diez años regresó a su país natal y, en 1939, a partir de la invasión nazi, emigró a Estados Unidos, primero a Nueva York y después a Los Ángeles.
Siendo adolescente y residiendo en Hollywood, comenzó a interesarse por la fotografía y a trabajar en un taller de revelado, afición que le llevaría a emprender estudios en este campo en Los Angeles City College. Por su condición de emigrante, y quizá también por la de hijo único, confesó experimentar el desarraigo y la cámara fue su herramienta para explorar un mundo en caos y las distintas ciudades que habitaba, y que le permitían desarrollar un sentido de la observación muy agudo, que condujo especialmente hacia la experiencia humana.
En Nueva York llegó a trabajar como conserje a cambio de recibir clases de cine en la New School for Social Research y fue allí donde pudo iniciarse en la obra de vanguardistas como Kertész, Man Ray o Brassaï; de su mano comenzaría a adentrarse en una percepción nueva y más artística de la imagen, alentada por las calles de la gran ciudad, las expresiones fugaces de los extraños y una espontaneidad muy ligada al asfalto. Esas serían las bases de su estilo, y una vez asentadas no dejaría de desarrollarlas ni cuando, en 1951 y siendo ya un autor reconocido, fue reclutado para el servicio militar: se embarcó en ensayos visuales mientras servía al ejército estadounidense en Francia y Alemania.
Otros maestros le esperaban en su retorno a Nueva York: se rodeó de Steichen, Cartier-Bresson y Robert Capa, y del editor gráfico John G. Morris. Comenzó a meditar la posibilidad de dedicarse al fotoperiodismo, sobre todo desde que Capa le invitó, en 1953, a unirse a Magnum Photos, donde ocupó pronto puestos de responsabilidad y la presidencia en dos ocasiones, durante los años sesenta. En su tiempo en la agencia favoreció el espíritu colectivo y la expansión de sus actividades hacia el ámbito publicitario; no a todos les pareció bien, pero esa decisión sí mejoró los ingresos de los miembros.
Como fotógrafo independiente, Erwitt publicó en un buen número de publicaciones (LIFE, Look, Paris Match, Holiday) y llevó a cabo campañas para firmas como Coca-Cola; para ese tipo de proyectos reservaba el color. A medio camino entre sus inquietudes puramente creativas y su trayectoria como fotorreportero podemos situar sus documentos visuales de episodios históricos de la segunda mitad del siglo XX: captó el Muro de Berlín, la vida en Italia después de 1945, las transformaciones de Pittsburgh durante la Gran Depresión o los efectos de la segregación racial en Estados Unidos; suya es la imagen de Nixon increpando a Krushev que se convirtió en icono de la Guerra Fría, la de Jacqueline Kennedy llorando por su marido muerto en el cementerio de Arlington o la que enseñó a Fidel Castro y el Che Guevara juntos en Cuba, en 1964. Entre sus retratos podemos citar los del propio John F. Kennedy, Grace Kelly, Marilyn, Sofía Loren, Truman Capote, Hitchcock y Vera Miles, Bob Dylan o Mia Farrow.
En los setenta enfocaría su actividad hacia el cine y la televisión; en los noventa, hacia las revistas, la publicidad, la edición de libros y catálogos: publicó más de veinticinco hasta su fallecimiento, en noviembre del pasado 2023 en su domicilio de Manhattan.
En todo caso, la larga trayectoria de Erwitt fue sobre todo la carrera de un observador constante y discreto: supo contemplar el espíritu de la vida (de los demás) con la paciencia y empeño suficientes para encontrar ecos de humanidad donde no se los esperaba. A medida que maduraba su estilo, perdió timidez al abordar con su objetivo a los extraños y creció, al mismo tiempo, su interés por ellos; tenía algo de sociólogo al detenerse en las interacciones de hombres, mujeres, deportistas, amigos, familias… en el contexto donde sucedían, fuese este la calle, la intimidad, un bar o un museo. Más que los sujetos en concreto, atendía a sus momentos.
En lo formal, es muy frecuente que adoptara en sus instantáneas diferentes puntos de vista: a veces disponía la cámara a la altura de sus piernas o del suelo para ver el mundo desde perspectivas alternativas a la habitual en el universo fotográfico, en algunos ejemplos más parecida a la de los niños, en otros a la de los animales. Se trataba de contar el mundo de otro modo. Entre esos irónicos juegos visuales, nos aguardan los destellos humanos: miradas cómplices, emociones, la gran comedia.
Pocos detalles le pasaban inadvertidos: era hábil para detectar instantes caprichosos y absurdos; también aquellos en los que la gente se muestra sin artificios, sin hacer distinciones: niños y adultos, ricos y pobres, conocidos y no, en interiores y exteriores. Le gustaba, decía, la soledad en compañía: Es bueno observar a la gente desde una distancia de seguridad. Sentía una curiosidad honda por nuestro mundo y buscó registrarlo del modo más directo posible.
Alcanzó a conocer con mucha precisión el lenguaje corporal, la influencia del clima a la hora de tomar una foto, cómo hacer robados, qué indicaban las manos y las posibles reacciones de unos u otros individuos al verse sorprendidos por la cámara. Rara vez sus modelos callejeros, si así podemos llamarlos, miran directamente a la cámara: se les capta desprevenidos. Muchos de ellos son mujeres, que fueron su tema recurrente: las de todas las condiciones, y casi nunca en roles estereotipados. Casado y divorciado en cuatro ocasiones, sus esposas también pasaron por su trabajo, a veces en escenas inesperadamente íntimas.
Y entre sus espacios predilectos se encontraron los museos: durante décadas fotografió a sus visitantes, deteniéndose sobre todo en los lazos que establecían con las obras, en las relaciones entre el observador y lo observado. Tenían mucho de misterio: La gente parece sentirse atraída por los objetos de los museos con los que tiene una afinidad especial(…). Quizá nos sentimos atraídos por cosas que se parecen a nosotros.
Registró las actitudes del público, sus conversaciones, a los vigilantes… pero también elementos específicos del museo: cartelas, marcos, las piezas y su disposición. Percibió que se trataba de nuevos templos contemporáneos y que las visitas tenían mucho de ritual, y las obras de objeto de culto. Podremos tener la sensación de que nuestro andar acompasado por las salas se corresponde con el de una procesión. Tanto juego le dieron que les dedicó un libro, Museum watching (1999), diluyendo su aura en un humor amable y en composiciones humanas; en todos encontraba razones para mirar: Todos los museos tienen personalidades: algunos son íntimos y acogedores, otros son vastos e insondables. Algunos agresivos y modernos, sin más propósito que el de llamar la atención. Al final todos los museos son interesantes, incluso cuando no lo son.
Dado que en muchos de estos centros las fotos estaban prohibidas, más hace algunas décadas, desarrolló trucos para escapar a la atención de los guardias: gracias a ellos, nos enseñó a espectadores de marcos sin lienzos, alguna niña sorprendida por el tamaño de los huesos de los dinosaurios o a señores imitando poses de esculturas.
Al final todos los museos son interesantes, incluso cuando no lo son.
Como las personas pero con más pelo son los perros, decía el artista. Su expresividad física y su gracia son el centro de un significativo conjunto de sus imágenes: les dotó de presencia humana convirtiéndolos, de hecho, en canales para abordar nuestra condición sin perder su toque satírico. En su producción no son, como en tantas composiciones de la Historia del Arte, símbolos de fidelidad ni sujetos complementarios a sus dueños, sino actores complementarios; más bien el accesorio es el humano, en ocasiones pomposo frente al despreocupado animal.
Ternura e ironía se agudizan aquí: los percibimos entrañables sin un motivo concreto y hacen la realidad más amable, se nos presentan sin jerarquías. No podía ser de otra manera: Uno de los primeros trabajos que hice relacionado con perros fue para un editorial de moda del dominical de The New York Times sobre zapatos de mujer. Decidí fotografiarlos desde el punto de vista de un perro porque los perros ven más zapatos que nadie.
Hubo, no obstante, otros animales en la familia de Erwitt, protagonistas de otras escenas ordinarias y perspicaces que suscitan sonrisas: ocas, caballos, gatos…, de existencia tan sencilla como bella. Destaca la imagen Hungría, 1964, la huella del encuentro casual de un grupo de colegialas con otro de ocas, plena de inocencia y sin debate.
Y aunque constituyen un grupo más pequeño en su producción, en otro conjunto de fotografías experimentó con una abstracción no completa: simplificó las figuras en un alarde técnico y tomó este tipo de composiciones fundamentalmente en la ciudad o sus periferias; también en montañas o playas, aunque incorporando a estas rasgos de humanidad. La ironía no ha desaparecido, en forma de guiños cómicos derivados de las asociaciones de ideas. No se trata de abstracciones en nada equiparables a las surgidas en las artes plásticas, pero sí que subrayan la consideración de Erwitt de que la foto no es el arte de lo real, de las cosas que vemos, sino de la forma en que las vemos. Las materialidades se combinan, los elementos se superponen y la luz se manipula con precisión.
BIBLIOGRAFÍA
Elliott Erwitt. La comedia humana. Fundación Canal, 2024
Elliott Erwitt. Dogs. Gardner, 2017